STATCOUNTER


domingo, 6 de noviembre de 2011

EL SEXO EN PLENA CALLE

 el sexo en plena calle ( Derechos reservados)

Norberto es un gran contador de historias. Al menos conmigo lo era. No sé, de verdad lo digo, si sus relatos son ficticios o reales, si se refieren a él mismo u a otra persona, aunque eso, bien mirado, sea lo de menos. Lo verdaderamente significativo es que sus historias activan mi imaginación y me arrancan de mi rutina diaria parar trasladarme a un mundo muy distinto del que suelo habitar. Quizás por eso, o por otras razones que se me escapan, me encandilen tanto.

La historia que Norberto me contó sobre los dos sudamericanos que hicieron el amor en una calle barcelonesa.

Me la contó una noche de primavera, mientras nos dirigíamos Ramblas arriba, camino de una discoteca. Aunque esa noche se convertiría en una de las más aburridas de mi vida, mientras caminaba junto a él, aún abrigaba la idea de que todo podía ser posible. Quizás por ello escuché, con mayor benevolencia de lo que hubiera sido habitual en mí, la inmoral historia de los dos sudamericanos que hicieron el amor en plena calle. He aquí el relato, tal como lo guarda mi memoria, aunque servido con una razonable dosis de especias para hacerlo más sabroso.

Había en Barcelona dos sudamericanos en situación irregular, ambos se ganaban la vida como buenamente podían, es decir, bien jodidamente. Uno de ellos, de nacionalidad argentina, tenía 42 años. Hombre dado a los extremos temperamentales, solía pasar, sin solución de continuidad, de la alegría más contagiosa a la cólera más biliosa. En relación a su aspecto físico, recurriré a la descripción que, para incorporarla a un anuncio de solicitud de empleo, hizo de sí mismo: “Buena presencia (1,85 metros, delgado, corpulento, tez blanca”. Su pronunciada nariz recordaba a la de un primate, mientras que su mirada desprendía la misma languidez que la de los coyotes. Al igual que este mamífero de la familia de los cánidos, el argentino prefería la noche al día, sin embargo no compartía para nada las costumbres monógamas del Canis latrans. El otro, natural de la ciudad brasileña de Pelotas, de unos treinta y dos años, solía hacer gala de una sonrisa casi perene. Se reía por cualquier fruslería y no se tomaba casi nada en serio; era, en pocas palabras, un cantamañanas. De estatura mediana, recio de carnes y con una cara que recordaba, por los ojos grandes y redondos, a un ternero, el brasileño daba la impresión de ser un tipo espontáneo, poco amigo de normas y protocolos.

Eran las doce de la noche de un jueves, cuando el argentino abandonaba el restaurante donde trabajaba como camarero. Se dirigía a su casa, en el otro extremo de Barcelona. Caminaba ligero, pensando en cómo realizar sus sueños, en cómo alcanzar la felicidad lejos de su país, en cómo materializar sus deseos de paridad. De repente, oyó unos ruidos al lado de un contenedor de basuras. Allí, sobre unos cartones manchados, dos perros copulaban a su antojo. El argentino fijó su mirada sobre los dos animales, siguiendo, con suprema atención, los movimientos torpes del largo y rosado pene que no conseguía acertar su blanco. Mentalmente, concibió que ese pene le pertenecía, y como si él fuera el macho en celo intentó maniobrar para que la erecta pija entrara en la vagina correspondiente. Se sentía igual que el niño que dirige, con un control remoto, un avión teledirigido de juguete. Así, se desesperaba, cuando, a pesar de sus esfuerzos, el pene fallaba su objetivo y se alegraba vivamente cuando casi lo alcanzaba. Al final, el perro le metió su “rabo• a la hembra. El argentino sonrió triunfalmente, porque consideraba que de alguna forma ese triunfo le correspondía a él, pues desde la distancia, y por la acción de su mente, había encauzado el órgano sexual canino hacia su lugar natural. Sea como sea, lo cierto es que el placer del cánido se le contagió, y mientras éste gemía, el camarero imaginó que eyaculaba todo su semen en el interior de la perrita. Finalizado el coito, los dos perros se esfumaron, dejando al argentino brutalmente erotizado. Se sentía tan excitado que tenía unas irreprimibles ganas de tirarse al primer bicho viviente que se le cruzara por el camino.

A esas horas, las calles estaban casi desiertas, lo cual desilusionó mucho al camarero, pues, y si un milagro no lo remediaba, se tendría que ir a dormir sin saciar sus desbocados deseos. Mientras los peores presagios se apoderaban de él, oyó a lo lejos el chorro de un líquido. Intrigado por el ruido, y a la vez con la esperanza de encontrar un cuerpo disponible, dobló la esquina para averiguar qué producía ese chorreo. Emocionado, divisó la silueta de un hombre de espaldas, que estaba meando, con toda la desfachatez del mundo, sobre la pared de un almacén. El argentino, tras dar las gracias a la providencia, se acercó sigilosamente al meón. Su excitación crecía exponencialmente a medida que sus ojos contemplaban, con mayor nitidez, las formas bien contorneadas de las nalgas del tipo de espaldas. Su primera intención fue la de abalanzarse sobre él para montarlo, pero, más mal que bien, consiguió reprimir su libido. Al fin y al cabo, no era un perro y su comportamiento debía ser lo más respetuoso posible con las leyes vigentes, de lo contrario su situación podía complicarse de forma irreversible. Más cauto, ideó una estratagema para controlar a su presa.
Sin la menor vacilación, como si realizara el acto más cuotidiano, se puso al lado del brasileño, se bajó la cremallera de sus pantalones militares y sacó su polla. Al principio, el meón se sobresaltó un poco por el inesperado comportamiento del argentino, pero tras cerciorarse de que éste no llevaba malas intenciones, prorrumpió, tal como era su costumbre, en una risa histriónica. Las carcajadas pusieron todavía más cachondo al argentino, quien no dudó en lanzar a su pareja de micción una mirada de lo más provocadora. El brasileño, algo descolocado por lo absurdo de la situación, pronunció las siguientes palabras, las primeras que se le pasaron por la cabeza: “que a gusto me quedo después de hacer pis”. El argentino, que había vivido durante unos años en el sur de Brasil, se percató, por el acento, de que el tipo de su lado era brasileño y consciente de que debía ir directo al grano, dijo, con voz autoritaria:
chupe meu pau… Chupa meu pau sua bicha, chupa e engole inteirinho.....Hummmmm.
El brasileño soltó una estruendosa carcajada, pero no hizo ningún gesto de repugnancia, sino todo lo contrario. Verdad es que al principio dudó algo, pero al comprobar que la polla del camarero se iba hinchando y que éste le hacía guiños y gestos cómplices con la cabeza para que se la mamase, el carioca no pudo reprimir los deseos de metérsela en la boca. Dicho y hecho, con pasmosa rapidez, se agachó ante el argentino, cogió con sus dedos temblorosos de deseo la polla y empezó a lamerla. Mientras la lamía, pensaba, el muy libidinoso, “ que boa esta, que boa esta. Hummmmmm… Que delicia… hummm… que delicia¡¡¡” .
Cuando el argentino notó que todo su rabo estaba dentro de la boca del brasileño, lanzó un gemido clamoroso que resonó, como un trueno, en el silencio de la noche. Sus dedos se enredaron en los cabellos del brasileño, primero delicadamente, para, a medida que el placer de las mamadas le sumía en un delirio celestial, enroscarlos con mayor vigor, mientras empujaba la cabeza de aquél contra su polla para aumentar el goce de la felación. De repente, el camarero experimentó la necesidad de abrazar el cuerpo que estaba agachado, de lamerlo, de besarlo. Con una envidiable confianza en sí mismo y en sus posibilidades, estiró hacia arriba al brasileño y cuando éste estuvo de pie, delante de él, lo estrujó con fuerza animal, mientras le lamía el cuello y refregaba sus genitales contra los de él. Se sentía gloriosamente feliz de poseer un cuerpo, de dominarlo a su antojo. Sobretodo le excitaba la idea de que era el Señor de esa carne que gozaba junto a él, de que, por más que lo intentara, esa carne no se le podría escapar, pues la tenía bien amarrada.
Esa carne era suya, y solo suya y con ella podía hacer lo que le saliera de la punta de la polla, sin ningún género de limitación moral. Esa carne tan dócil, que se le entregaba sin la menor oposición, lo hacía inmensamente libre y feliz. Era esa, sin duda, la libertad absoluta, la misma libertad que siempre había soñado en alcanzar junto a Dios. Estaba, de alguna manera, adelantándose a la Bienaventuranza que le aguardaba, más pronto que tarde, en el Más Allá. Porque esa libertad era amor; el amor que enseña la carne.
De repente, un relámpago cegador cruzó el alma del camarero. Era una luz escalofriante, que proyectó sobre su memoria la imagen de los dos perros copulando. Volvió a ver otra vez el pene torpe que no acertaba el blanco, volvió a ver un mamífero montado sobre el otro, y, bajo el influjo de un poder sobrenatural, acercó su boca a la oreja del brasileño para susurrarle, en un tono muy obsceno:
_Você qué pau no cu? Você qué? O meu intenso pau? El otro, transfigurado por el placer, balbuceó: Quero, por favor fode bem gostoso meu cuzinho, fode? A lo cual, el argentino replicó: Você qué? Qué que eu foda bem forte? El otro, desazonado por el ansia que le roía las entrañas, reiteró: Quero, coloca tudinho até o fundo.
Tras unos segundos más de dialogo subido de tono, el brasileño propuso al camarero de ir a su casa para continuar, en mejores condiciones, los escarceos eróticos, a lo cual, un irritado argentino, objetó: No, porque quiero follarte en plena calle, quiero montarte aquí mismo, a la vista de todo el mundo. Eso es lo que me pone cachondo y por eso lo quiero así. Y como yo lo quiero, tú también lo quieres, porque eres mi perrita en celo y me muero de ganas por montarte”. El brasileño, sorprendido por semejante respuesta, soltó una ruidosa carcajada, alborozo que aprovechó el camarero para, cogiéndolo de la mano, llevarlo hasta los cartones apilados junto a un cercano contenedor. Allí, con movimientos espasmódicos, empezó a desvestir al brasileño, quien no dejaba de reír a carcajada limpia. Una vez éste estuvo desnudo, el argentino procedió a quitarse la ropa. Cuando ambos estuvieron en pelotas, el camarero ordenó al brasileño que se pusiera de cuatro patas para que lo pudiera montar a gusto.
Eran ya altas horas de la noche y casi no paseaba nadie por las calles. Muy raramente algún viandante circulaba por las penumbras que rodeaban al contenedor, junto al cual los dos sudamericanos se disponían a copular. La mayoría de los transeúntes se fijaban en los dos hombres, haciendo muecas de asombro o de asco según el caso, pero pasaban de largo sin decirles nada. Sólo uno de ellos se atrevió a increparlos. Era un chico más bien joven, que iba junto a su perro, a quien había sacado a pasear. Justo tras mirarlos con evidente repulsión, comentó en voz alta y en catalán: quin fástic foteu, maricons de merda, sou pitjors que els gossos¡¡¡
Ese menosprecio tanto a unos animales a los cuales el argentino acababa de idealizar como a su orientación sexual, irritaron a éste soberanamente, hasta el punto que, abandonando sus tareas de copulación, se dirigió al catalán en el siguiente tono amenazador: andá a cagar, tarado hijo puta, sal cagando para tu casa si no queres que te rompa los huevos, sos un repelotudo papafrita, sos un satanás y te voy a cagar a palos¡¡
Sin saberlo, el argentino reproducía el patrón de conducta de los perros en período de celo, los cuales, tras marcar su territorio con olores característicos, no dejan que otro macho de su misma especie se adentre en él: si alguno se atreve, lo atacan, enzarzándose con él en una furibunda pelea. El catalán, herido en su amor propio, no se acoquinó ante las fanfarronerías del inmigrante, todo lo contrario, lo amonestó con mayor energía, recriminándole su falta de civismo y de decoro. El argentino interpretó, quizás confundido por las risas del brasileño quien, estirado sobre los cartones, no dejaba de reír, los anteriores reproches como un desafío. Deseoso de demostrar su poder, como si el instinto canino se apoderase de él, echó una mirada desafiante al chico y, tras cerciorarse de que era más corpulento y alto que él, le soltó: forro gallego, te la meto, te la saco, cuando quiero.
El catalán, ofendido en su hombría, y a pesar de su inferioridad física, se abalanzó contra el argentino para derribarle. Pero éste, más fornido, resistió bien la envestida, al mismo tiempo que arrojó sus brazos sobre la cabeza de su adversario, para hundírsela hacia abajo, hasta la altura de su miembro aún erecto. Casi lo tenía dominado, cuando el catalán, en una inesperada recuperación de su vigor, clavó un puntapié en la espinilla de su adversario, con tanto acierto que logró desestabilizarlo. Ambos se desmoronaron sobre el duro y húmedo suelo. Tras unos instantes de confusión, el inmigrante recobró la iniciativa, y abusando de su mayor fuerza física, agarró a su rival por el cuello, forzándolo de manera que su cabeza tocara el pavimento, cuando ya la tuvo bien trabada, se la retorció sobre el suelo, como si quisiera hacerle morder el polvo, mientras intentaba, con la ayuda de sus piernas, que el pecho del chico también tocara el pavimento. Una vez logró tenerlo postrado, boca abajo, se subió sobre él, hincándole las rodillas sobre las nalgas, mientras con las manos le atenazaba el cuello y los brazos. Entonces, el argentino, celebrando su conquista, y sin apiadarse de las súplicas del catalán, acercó su boca al hombro de éste y se lo mordió. El chico, corroído por el dolor, aulló de una forma tan salvaje que el camarero se asustó, susto que fue aprovechado por el catalán para zafarse de su dominador. El argentino, una vez reincorporado, se levantó, empujado quizás por un instinto de galgo, para ir tras del chico y cazarlo, como si fuera una liebre cualquiera, pero éste echó a correr con tanta premura que ya no quedaba ni rastro de él. Aunque en un principio el inmigrante se sintió algo decepcionado por no poder dar una buena paliza al catalán y demostrarle quien de los dos era el más fuerte, al imaginarse como éste se escapaba con el rabo entre las piernas, se sintió muy orgulloso de si mismo. De alguna forma, había expulsado el Mal de sus dominios: a partir de entonces su Reino descendería sobre la tierra y él repartiría su Justicia.
Sin lugar a dudas, la derrota del catalán convertía al argentino en el macho dominante de su territorio. Por unos instantes, dejaba de ser el inmigrante irregular, sin papeles, sin derechos. Efectivamente, ya no se sentía un ser inferior respecto a los autóctonos de aquel lugar. Era superior a ellos, muy superior, y por lo tanto no debía obedecer ni a sus leyes ni adaptarse a sus costumbres. A partir de entonces, sería al revés, deberían ser los otros, los nativos, los indígenas, quienes se amoldasen a sus reglas, quienes obedecieran su voluntad, porque si éstos osaban no acatarlas, él se las haría acatar por la fuerza, como había hecho con el desobediente catalán. Igual que a éste, derrotaría y humillaría a todo aquel que no se le subordinara. Así, pletórico, miró a su alrededor, a su territorio acabado de conquistar, y, abrumado por una felicidad inefable, se sintió el Señor de ese territorio y de toda carne que en el futuro lo poblara. De la misma forma, se sintió muy satisfecho de que a partir de entonces todos los hombres debieran cumplir, si querían entrar en su Reino, una sola ley, a saber, la del amor que enseña la carne. Todos los actos humanos deberían de someterse a ese amor, solo a ese. Eso les bastaría para convertirse en justos ante su Señor.
Las risas desatadas del brasileño interrumpieron sus sueños mesiánicos a la vez que le recordaron que aún tenía que saciar sus deseos. Allí, muy cerca de él, yacía una carne dispuesta a entregársele y a adorarlo sin contrapartidas, mansamente. Eufórico, con la pija erecta, se dirigió hacia el brasileño quien no paraba de reír. Se dirigió, pues, hacia esa carne que lo esperaba ansiosamente para someterse a su voluntad. Era, para mayor gloria de sí mismo, el único Señor de esa carne. El único.
El brasileño se volvió a poner de cuatro patas, mientras el argentino se preparaba para meter su rabo en el trasero de su “perrita”. Una vez lo metió bien hondo, empezó a montarla a su antojo. Durante el coito se sucedieron las risas y las palabras más soeces. Era evidente que el brasileño adoraba a su Señor y que éste se sentía, a su vez, muy complacido por esa adoración. Se sentía, el camarero, un Dios hecho carne, un nuevo Cristo que habitaba la carne para ser amado eternamente por los pecadores del mundo.
_Isso bate pra mim..........Hummmmmmm. Ai que deliciaaaa. Vai fode.Hummmmmmm
_ Que tesão mais gostoso, não quero parar fode mais fode.
_Ta bom vadia, ta? Ta gostando?
_To, muito.Fode que to quase gozando. Fode gostoso, delicia.
_Eu to quase vai, vai aíii, vai delicia vai!
_Eu vou, ah!Vou.............
_Hammmm!!!!
_Aiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!!!!
_Aiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!!1

Y mientras soñaba que redimía los pecados del brasileño y los del resto de las carnes que se aventurasen a ingresar en su Reino, su polla eyaculó y el argentino, extasiado, muriendo de placer, derramando la Gracia de su semen, ascendió a los cielos, para, una vez glorificado, sentarse a la derecha del Padre.