Decía
el gran Martin Luther King que la peor persona es la que está lleno
de odio. Yo no estoy de acuerdo con él. La peor persona es la que no
es capaz de agradecer NADA.
Ya hace mucho tiempo
que no pienso en ninguno de los episodios vividos junto al argentino.
Solamente, cuando me toca enfrentarme con experiencias negativas, por
una ley inevitable de asociación, esas sensaciones negativas me
hacen recordar a Norberto. No lo puedo remediar. El argentino se ha
grabado en mi mente como un patrón de lo negativo y desagradable, y
siempre que algo malo me ocurre, su recuerdo golpea mi memoria. Sin
embargo, esa súbita aparición no me hace recordar nada en concreto,
simplemente me impregna de un sentimiento feo y repelente, que se
mezcla con su nombre, y ya está.
La semana passada,
en cambio, sí que pude recordar con detalle uno de los momentos más
detestables de los vividos junto a él. Una chica me pidió que le
diera clases de repaso sobre electrónica digital y mecanismos. Me
dijo si podía ir a su casa, pero le dije que me hacía falta una
pizarra. Entonces me comentó que un compañero suyo era propietario
de una academia. Después de hablar con él, consiguió que éste nos
dejara una de las aulas. Casualmente, la academia estaba en la calle
de Picos, la misma calle donde Norberto iba a trabajar. Fue
inevitable recordar todo lo que sucedió el último día de mi
convivencia con el argentino.
Yo acabava de llegar
de Estanbul, y cansado del viaje decidí reposar en la casa de campo
de mis padres, però un terrible presentimiento me hizo creer que el
argentino estaba en Lleida. Impulsado por esa intuición cogí el
coche y empecé a dar vueltas por la ciudad, recuerdo perfectamente
que recorrí la calle de Picos por si lograva verlo. No lo ví. Sin
embargo, otro sentimiento me asaltó. Debía estar en mi piso. Allí
fui, me senté en en el sofá, sin nada que hacer, y me puse a
esperar. Nunca podré expresar con palabras la brutal sensación que
me embargó cuando alguien llamó a la puerta. Era él. El
presentimiento se había cumplido.
Por supuesto, no se
esperaba encontrarme allí. Había ido a Lleida sin decirme
absolutamente nada. Después de unas breves y gélidas palabras, me
devolvió la llave del piso. Era evidente que su intención era no
volver nunca más a Lleida, salvo que algo muy grave le ocurriera y
no le quedara más remedio. No fue capaz de decir adiós, de
despedirse dignamente de la persona que más le había ayudado.
Absolutamente nada. No fue capaz de agradecer NADA ni dejar un un
recuerdo más o menos benigno en mí. Con una frialdad inhumana se
fue de mi piso. Había convivido con la NADA durante unos meses y esa
NADA hizo honor a su nombre. Se fue sin agradecer NADA. No puedo
concebir una persona más monstruosamente desagradecida que el
argentino.