“Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo” Lc 17, 1-6 (TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA)
STATCOUNTER
lunes, 6 de enero de 2014
NORBERTO, MI MUERTE Y EL JARRÓN AMARILLO
NORBERTO, MI MUERTE Y EL JARRÓN
AMARILLO
Aunque
hace ya tiempo que deseaba contar una anécdota ocurrida durante mi convivencia
con el argentino, ya sea por una cosa o por la otra, lo cierto es que lo he ido
posponiendo. Finalmente, ha llegado el momento de narrarla.
MI
ASFIXIA
Justo
cuando hacía muy poco tiempo que convivía con el argentino, noté un gran dolor
en la muela del juicio. Tras acudir al médico, éste me recetó unos antibióticos
y unos analgésicos para que sobrellevara las molestias bucales. Desgraciadamente,
justo entonces contraje un resfriado. La suma de las dos cosas me causó una
especie de baba pegajosa que me obstruía, cuando estaba recostado, la garganta.
EL GRAN
SOBRESALTO
Una
noche, tras tomarme las medicinas correspondientes, me quedé dormido en la
cama. Deberían ser las tres de la madrugada cuando me desperté sobresaltado. Sentí como una capa
babosa y muy densa me taponaba la garganta, impidiéndome respirar. Aterrorizado, y con la sensación de que me estaba muriendo, me
levanté de un salto de la cama. Abrí con furia la puerta de mi cuarto, y
entonces surgieron ante mí tres caminos. Uno, llevaba a la habitación del
Norberto. El otro, a la puerta de salida, y el tercero, a la gran terraza
cubierta.
LA GRAN
DECISIÓN.
El
corazón me latía con gran violencia, la sensación de asfixia me hacía sentir
muy agobiado. Tenía que decidir, lo antes posible, qué camino tomaba. Aunque ahora lo cuento como si todo hubiera ocurrido durante un prolongado período de tiempo, lo
cierto es que todo pasó en una fracción de segundo. Es bien sabido que en
momentos de especial peligrosidad o angustia, la sangre afluye de forma
automática, dirigida por el sistema nervioso autónomo, hacia el cerebro.
Pues
bien, durante esa fracción de segundo, se me pasó por la cabeza entrar en la
habitación del argentino y pedirle ayuda. Mi cerebro sabía perfectamente que
Norberto había sido enfermero. Sin embargo, algo proveniente de lo más profundo
de mi yo, algo que no podía controlar, y que me controlaba, desechó tal
posibilidad, precipitándome, en cambio, hacia la gran terraza, donde tras
varios movimientos convulsos, tras tirarme por el suelo, conseguí librarme del
tapón que me obstruía las vías respiratorias, logrando al fin respirar cómodamente. A causa de mis agitados meneos,
tiré al suelo diversos objetos, entre ellos un jarrón amarillo.
Al día
siguiente, fui sin decir nada a mi trabajo. Norberto, al ver el jarrón roto,
intentó recomponerlo. Pero, tras hacerse varios cortes en los dedos, desistió,
dejando el jarrón sin arreglar .
POR QUÉ
NO PEDÍ AYUDA A NORBERTO.
En
primer lugar, quiero aclarar de que no tengo la menor duda que si hubiera
entrado en la habitación del argentino, éste se hubiera desvivido por ayudarme,
y hubiera hecho todo lo necesario para quitarme ese tapón de la garganta. Estoy
absolutamente convencido de ello. Sin embargo, no entré. Por qué?
La
verdad es que nunca sabré la respuesta. Porque en esos momentos de vida o
muerte, el sistema nervioso autónomo suele tomar las riendas de la situación.
El cerebro, de alguna manera, y a causa de la enorme tensión, actúa de forma
muy distinta a cómo actuaría normalmente. La parte inconsciente de nuestro yo
también interviene, aunque, lógicamente, sin que nos apercibamos de ella.
Sentía
que me estaba muriendo, y cuando en esa fracción de segundo mi cerebro
consideró la posibilidad de pedir ayuda a Norberto, algo, no sabría decir qué,
una pulsión, una señal de desacuerdo, un instinto, no sé, algo poderoso y muy
persuasivo, me impidió hacerlo. Ese algo me dirigía con una fuerza irresistible
hacia la terraza y hacia allí fui.
Sólo
recuerdo que una voz interior me susurró, por decirlo de alguna manera, : “ no
molestes a Norberto. Déjalo dormir”. Esa sensación de que si entraba en el
cuarto del argentino, éste se disgustaría la recuerdo perfectamente. En
condiciones normales, yo nunca hubiera pensado algo así, pero entonces, en ese
estado de desesperación, algo, inconscientemente, me inducía a pensar así.
Siempre
que recuerdo la anécdota, un escalofrío me recorre la piel. Sobre todo al
recordar la sensación de irrefrenable angustia que se apoderó de mí. Casi me atrevería a sugerir que hubiera preferido morir antes que pedir ayuda al
argentino. O para decirlo más objetivamente, había algo en mis profundidades
cerebrales, que se negaba a aceptar la ayuda del argentino. Usando el lenguaje
de Freud, bien se podría decir que esa noche, y en lo tocante al argentino, las pulsiones de muerte dominaron
sobre las pulsiones de vida.
Sin
lugar a dudas, el argentino levantó desde el primer día de la convivencia, un
muro entre él y yo. Las normas, el tono con que me hablaba, los comentarios que
dejaba caer, etc. levantaron un muro
entre los dos. Al menos yo sentí desde el principio una sensación de rechazo
latente en él. Creo que fue ese muro, o la percepción que mi inconsciente tenía
de él, lo que me impidió entrar en su habitación. Esa es mi interpretación.
Quizás esté equivocado, pero no le sé encontrar otra explicación a lo sucedido.
Tuve la sobrecogedora sensación de que Norberto me ayudaría, no porque me tuviera ningún afecto, sino por la misma razón de que en una situación como esa hubiera ayudado a cualquier otra persona, aunque no la conociera de nada. Algo profundo en mí se negaba a aceptar nada del argentino. Todas estas sensaciones me vienen ahora a la cabeza, entonces, en esa decisiva fracción de segundo, solo experimenté una sensación de repulsión, quizás de hostilidad. Era como si dentro de esa habitación habitara algo desconocido, extraño, distante, por lo cual uno prefiere no turbarlo. Presentía al argentino de la misma forma como un hombre presiente a la Muerte. Por eso, si quería precisamente librarme de la muerte, no tenía ningún sentido que acudiera a Norberto quien, para mí, representaba otra clase de muerte, más turbadora que la muerte física. Por eso mismo decidí correr hacia la terraza, donde intuía, con una convicción casi sobrehumana, que se hallaba la VIDA.
(ACLARACIÓN: a lo largo de la narración he usado un lenguaje más bien poético para describir esa sensación vertiginosa que me embargó durante esos angustiosos momentos y que me resultaría difícil describir con un lenguaje más científico).
Tuve la sobrecogedora sensación de que Norberto me ayudaría, no porque me tuviera ningún afecto, sino por la misma razón de que en una situación como esa hubiera ayudado a cualquier otra persona, aunque no la conociera de nada. Algo profundo en mí se negaba a aceptar nada del argentino. Todas estas sensaciones me vienen ahora a la cabeza, entonces, en esa decisiva fracción de segundo, solo experimenté una sensación de repulsión, quizás de hostilidad. Era como si dentro de esa habitación habitara algo desconocido, extraño, distante, por lo cual uno prefiere no turbarlo. Presentía al argentino de la misma forma como un hombre presiente a la Muerte. Por eso, si quería precisamente librarme de la muerte, no tenía ningún sentido que acudiera a Norberto quien, para mí, representaba otra clase de muerte, más turbadora que la muerte física. Por eso mismo decidí correr hacia la terraza, donde intuía, con una convicción casi sobrehumana, que se hallaba la VIDA.
(ACLARACIÓN: a lo largo de la narración he usado un lenguaje más bien poético para describir esa sensación vertiginosa que me embargó durante esos angustiosos momentos y que me resultaría difícil describir con un lenguaje más científico).
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