La turbulenta excitación que se había apoderado del cerebro del
argentino aflojó los lazos con la realidad.
A partir de entonces, los estímulos exteriores se deformaban según las
directrices de su subconsciente. Las pulsiones más turbias se hicieron con el
control de su consciencia, sumergiéndola
en una dimensión donde lo reprimido
imponía sus leyes. El mundo exterior fue moldeado según patrones
desequilibrados. Cualquier percepción, por elemental que fuera, a partir de
entonces desencadenaría una catarata de asociaciones excéntricas, férreamente gobernadas por sus miedos infantiles, por sus
obsesiones paranoicas, por sus disfunciones afectivas, etc. Su pensamiento se
había vuelto un órgano autónomo, deseoso de transformar toda la realidad de su
entorno en algo hecho a su imagen y semejanza.
Ese estado era al que tendía de
forma natural, siempre que conseguía superar un obstáculo, siempre que lograba
dar un merecido escarmiento a alguien que había osado reprocharle su forma de
vida o sus ideales. Exactamente lo que estaba haciendo entonces con el catalán.
Desde el primer momento en que éste se le encaró en un tono prepotente, sintió
la necesidad de hacerle tragar sus palabras, de demostrarle con la mayor
rotundidad lo mucho que valía como hombre, de hacerle bailar al son que
deseara, de mostrarle la mala uva que podía gastar cuando lo cabreaban, de
hacerle sentir un bicho desamparado, de
verlo tembloroso y cabizbajo, de hacerle sentir la bravura de su carácter, la
afilada virulencia de sus palabras, de verlo, en fin, arrodillado ante el poder
de su cuerpo y de su alma… Muchas veces había experimentado esos mismos
sentimientos, pero muy pocas se había
atrevido a dejarlos aflorar.
Ese día,
sea por la anuencia de los astros o de los dioses, los elementos se habían
confabulado para que el argentino pudiera conocer en primera persona la
turbulencia, y sobretodo la dulzura, de todas esas pulsiones que solía
reprimir. Sentía una euforia salvaje al presentir al catalán como un gusano que
lo adoraba a pesar de los muchos pisotones que, sin la menor compasión, le
propinaba. Sentía ganas de aplastarlo con su miembro erecto, y mientras lo
culeaba vigorosamente, le parecía oír su vocecita implorándole que no lo
aplastara. La vertiginosa sensación de sentir que la vida de otra persona
dependía de su voluntad, le sumió en una verdadera apoteosis egocéntrica.
La alucinante excitación a la que
se abandonaron ambos hombres, les impidió percatarse del alboroto que estaban
armando. Sus gritos y sus gemidos resonaron por todo el hostal, a pesar de lo
cual nadie se animó a salir de sus habitaciones para intentar poner fin, por las
buenas o por las malas, a semejante barullo.
Inesperadamente, una mujer abrió
con mucha brusquedad la puerta. Era Olga, la encargada del hostal, quien tenía
que reemplazar al argentino en el siguiente turno. Aún faltaban dos horas para
el relevo, pero la diligente chilena se había adelantado para tener listas las
cuentas para el siguiente día, el último del mes. Aunque la mujer, una chilena
de cincuenta años, se extrañó de no encontrar al argentino en su puesto, rápidamente comprendió que éste debía de haberse ausentado para esclarecer
el motivo del estruendo que venía del piso superior. La chilena no tuvo la
menor duda, al oír con tanta claridad los gritos, que éstos procedían de alguna
habitación del hostal. Muy alarmada, se
precipitó hacia las escaleras. La subió a oscuras, y tras abrir la
puerta que daba acceso a la planta de arriba, se detuvo unos instantes para
localizar el lugar del barullo. Guiándose por su afinado oído, dio con la
habitación 23. No le hizo falta a la
chilena ninguna comprobación para tener la completa convicción de que de allí
dentro emergía todo el infernal alboroto que rompía la santa paz del hostal. De
una manotada, abrió la puerta. Se quedó descompuesta, casi sin poder respirar,
al ver con sus propios ojos como su empleado, completamente en bolas,
sodomizaba al catalán.
Justo en el momento de entrar la mujer, el argentino
había levantado en volandas a aquél. Uno estaba de espaldas al otro, realizando
un sensual juego de equilibrios. El argentino bajaba y subía, alternativamente,
con magistral sincronía, el cuerpo del catalán para que su hinchado
pene acertara el trasero de éste,
el cual avistaba las estrellas cada vez que el duro pene alcanzaba el punto más
alto de sus entrañas. Los dos hombres, acarameladamente enzarzados el uno en el
otro, se afanaban por mantener el prodigioso equilibrio. El placer los
convertía en expertos funámbulos, entregados ciegamente a la pasión que lo
hacía flotar en medio del delirio erótico. A cada gemido del catalán, seguía un
mordisco en su hombro por parte del argentino. Ambos estaban tan absortos en
sus piruetas circenses que no se dieron cuenta de la aparición, a solamente
unos metros de sus nalgas, de la chilena. Tras el asombro inicial, la mujer,
haciendo una mueca de repulsión, se dispuso a acabar lo más pronto posible con
semejante despropósito. Ni corta ni perezosa, con voz agria y enojada, exclamo:
¿Qué diablos estás haciendo?
El argentino, al saberse descubierto,
soltó al catalán, quien se dio de bruces contra el suelo. Sin mover el
pescuezo, intentó deslizar sus ojos en todas las direcciones para localizar a
la persona que le estaba hablando, pero por más que los forcejeó no fue capaz
de dar con nadie. Entonces, visiblemente nervioso, torció su cuello hacia
atrás. Allí, echándole una mirada colérica, estaba la chilena. Aunque sintió la
necesidad de tomar la palabra para justificarse, un temor reverencial a su
patrona le impidió articular palabra alguna. Tan aturdido se quedó que no tuvo
ni el tino de cubrirse las vergüenzas con sus manos. El silencio del
recepcionista, lejos de aplacar la ira de la chilena, la sublevó todavía más.
¿ Así me pagas los favores,
desgraciado? ¿No te da vergüenza, maricón, dar por el culo a los clientes? ¿No
te das cuenta de que esto es un negocio y no uno de esos clubes de maricones que
tan bien conoces? Será cabrón el argentino este, pero que quieres, hijo de tu madre,
que me cierren el negocio? Tanto
alboroto, si quieres follar, al menos folla como Dios manda, en tu cuartucho, y
sin armar tanto follón. No, no, el salido de la hostia éste quiere que todo el
mundo se entere de los polvos que echa. Pues por mí, ojala hubieras reventado
de gusto. Qué ganas tengo, joder, de perderte de vista. Lo descansada que debió
quedar tu madre cuando se libró de ti.
El argentino seguía impávido, sin
mover ni una pestaña, aguantando el chaparrón con la mayor de las
resignaciones. Sin embargo, y como se suele decir en estos casos, la procesión
iba por dentro. Si su cuerpo permanecía hierático, su mente se desbordaba como
un río salido de madre. La fenomenal bronca por haber sido cogido en falta, le
hizo sentirse muy vulnerable. Se sentía exactamente igual que cuando su madre
le pegaba un solemne rapapolvo por cualquier chiquillería sin importancia. Se
sentía mal, muy mal, y cuánto más mal se
sentía, con mayor intensidad sentía un cargo de consciencia por lo que acababa
de hacer.
Y cuánto más culpable se sentía, más pequeño se veía a sí mismo. De
repente, experimentó la angustiosa sensación de estar empequeñeciendo. Él cada
vez se hacía más diminuto, mientras la furiosa mujer se agigantaba en la misma
proporción en que él menguaba. Tras unos
vertiginosos instantes de encogimiento anatómico, alcanzó el mismo tamaño de un
insecto. Con los ojos dilatados por el pavor, levantó la vista. Ante él, se
erguía, indiscutiblemente poderosa, la mole de la chilena. Sus brazos se agitaban violentamente, engendrando corrientes de aires que despeinaban los cabellos del argentino. De repente, unos crujidos procedentes de la esquina de la habitación, alarmaron a éste. Se trataba de una cucaracha que, asustada por los alaridos de la mujer, se apresuraba a esconderse en algún agujero. Justo al pasar el bicho por el lado del argentino, éste se dio cuenta de la magnitud de su pequeñez. Aunque sintió como el instinto de supervivencia le inducía a ponerse a salvo, siguiendo el ejemplo de la cucaracha, una fuerza casi irresistible, de mucha mayor entidad que la anterior, proveniente de sus más turbias profundidades, lo mantuvo paralizado. Su alucinada mente escuchó, con una nitidez escalofriante, cómo la giganta le reprendía:
n
Beto, sos un diablillo. Mamá está muy enojada con vos, y cuando mamá
se enoja ya sabés lo que te toca… Mamá te va enseñar, a zapatazo limpio, a no
volverla a enojar…
n
mamà, mamà, por favor, no me des con el zapato,
no volveré a portarme mal, mamà, mamà…
n
no hay mamà que valga, niño malo, ahora mamá, tu
mamá, te va a dar una buena tanda de
zapatazos, vas a ver de lo que es capaz mamá cuando está enojada…
Incluso cuando la gigantesca
figura de delante de él alzó el pie para aplastarlo, el argentino, como
hechizado por las palabras que acababa de oír, permaneció insólitamente
inmóvil, como si deseara ser exterminado.
Tras un aterrador golpe, el
silencio volvió a apoderarse del hostal.