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viernes, 17 de febrero de 2012

FABULÓS PANTOCRÀTOR DE TAULL








DEL SOL A LA NEU DELS PIRINEUS









FABULOSA MARE DE DÉU DE TAÜLL







DESMONTANDO LAS FALSAS IDEAS DEl ARGENTINO SOBRE MI PERSONA

DESMONTANDO  INFUNDIOS

¿DAVID O CARLES?

CAPÍTULO PRIMERO

1.1 EL ARGENTINO: UN QUIJOTE ARGENTINO

EL ARGENTINO sabe perfectamente que antes de iniciar nuestra convivencia, casi no nos conocíamos de NADA. Éramos dos extraños el uno para el otro, por lo que ninguno de los dos tenía apenas ninguna obligación vinculante con respecto al otro. Las mentiras que hacen sufrir son las que nos cuentan los seres queridos o conocidos, pero yo nunca he sido para él ni lo uno ni casi tampoco lo otro, luego difícilmente mis “mentiras”, en el caso de que lo fueran, que no lo fueron, tenían por qué afectarle. A no ser que algún trauma de juventud u otro asunto turbio que no alcanzo a entender le empujarán a ver gigantes donde sólo había molinos. Muchas veces el argentino me acusó de tener delirios, de engañarle, de deformar la realidad, pero creo honestamente de que fue al revés. Porque sino cómo entender que le irritara tanto que le dijera, “en un sitio de paso”, que me llamaba David en vez de Carles. Tanto le irritó que más tarde me dijo por escrito que ésa había sido la principal causa para alejarse de mí ¡¡Pero, por el amor de Dios, cómo se pueden sacar tanto las cosas de madre¡¡ Lo que debía ser interpretado como una peculiaridad divertida fue interpretado como una deslealtad e incluso como una traición. Lo que fue una vulgar anécdota fue elevado, unilateralmente, a categoría sacrosanta ¿No es eso llevar las cosas a extremos delirantes? ¡Como si el nombre representara la esencia del alma¡ El nombre es una palabra y nada más, y en el sitio en el cual nos conocimos, es todavía menos que eso. Hay que tener las capacidades mentales algo “confusas”, como el Quijote, para ver en un acto inocuo e irrelevante, un comportamiento inmoral y censurable. En las circunstancias en que nos conocimos, el nombre, por mucho que a él le pese, no representaba nada. A esos sitios se va a lo que se va, qué le voy a explicar ahora al argentino, si lo sabe mil veces mejor que yo.
En todo caso, en esa ocasión no me sentí socio subsidiario del daño o de la decepción que le hubieran ocasionado, en el pasado, otras personas. En esos momentos yo representaba el presente y nada más que al presente y como tal me debía de haber acogido.

1.2 CÓMO ME HIZO SENTIR EL ARGENTINO

Nunca me he considerado un mentiroso, y mucho menos un mentiroso compulsivo. Lo cual no es óbice para que, como la mayoría de mis compatriotas, haya soltado algunas mentirijillas por mi boca, o, si las circunstancias lo requerían, alguna falsedad de peso, o, por qué no decirlo, si mi compasión así me lo exigía, muchas mentiras piadosas. Entiendo que nadie puede erigirse en juez imparcial de sí mismo. En todo caso, no recuerdo haber sido amonestado especialmente por mentir de forma indebida, o al menos, no de una manera reiterada o especialmente severa. Pero quizás la memoria me falle de forma tendenciosa y la realidad haya sido muy distinta a como la recuerdo. No me apetece pecar de santo ni de ciudadano ejemplar. Habré mentido, claro que sí, pero no más que el argentino. Y sin embargo, conviviendo con el argentino me sentí como un empedernido mentiroso, como alguien que hacía de la mentira una forma de ser, alguien que necesitaba mentir con la misma urgencia que respirar. Ante los ojos del argentino, me sentí, pues, un mentiroso incurable, un tipo falso y sin escrúpulos. Me sentí así porque así me hizo sentir él.

1.3 MENTIROSO O PSICÓPATA

A veces es imposible caer más bajo ante los ojos de quien menos se merecería esa bajeza. Se sabe que muchos infelices empiezan fumando un porro y acaban consumiendo heroína a tutiplén. De la misma manera, otros empiezan con improperios inofensivos y acaban con insultos humillantes. Eso suele pasar cuando alguien se considera mejor que otro sin serlo. Entre las peores vivencias está la de convivir con alguien que mira a su compañero por encima del hombro. Con alguien que no practica con el ejemplo. Con alguien que, en lugar de perfeccionarse, hace de la imperfección su única virtud.
No me cabe la menor duda de que lo que más valoro de mi convivencia con David es su respeto hacia mi persona. Todo lo contrario de aquel que, incapaz de dar las gracias, prefirió llamarme psicópata por airear mis sentimientos. Anda que él me habló muy “ BIEN” de Ferran. La de cosas “bonitas” que me contó sobre el catalán a mí y a otros muchos. Porque: ¿quién va a negar, a estas alturas, que el argentino es mucho mejor que el arquitecto? Si hasta hizo de hombre invisible en un videoclip de Barbazul. Pero dejemos que cada uno gestione sus miserias como mejor le parezca.

1.4 EL ARGENTINO Y LA PROMESA DE SINCERIDAD QUE ME HIZO PRESTAR

El argentino, para aceptar mi ayuda, me hizo prometerle que siempre sería sincero con él, que nunca le contaría ni una sola mentira, por muy trivial que ésta pudiera ser. Entre nosotros, sólo debería arraigar la verdad, y sólo la verdad. Presté, obedeciéndole, el juramento. Le prometí, pues, que nunca le mentiría. Y él, en justa reciprocidad, me prometió por su parte la más extrema sinceridad.
En principio, ser sincero con la persona con la que has de convivir debe ser considerado como un objetivo digno del mayor de los encomios, y así lo entendí yo. Sin embargo, no se me ocultaba que ese obsesivo interés por la sinceridad del argentino respondía a una total desconfianza de éste hacia mí. Precisamente, porque no se fiaba de mí, porque me consideraba un embustero casi congénito, un tipo que deformaba interesadamente la realidad, que la adaptaba a sus necesidades, me impuso el argentino, como una condición sine qua non, la promesa  de sinceridad. Yo lo acepté a regañadientes, bastante contrariado, porque al aceptarlo estaba de hecho reconociendo, aunque de forma encubierta, la validez de sus acusaciones de falta de sinceridad. En mi humilde opinión, no tenía ninguna razón para hacerme prestar ese juramento que con el tiempo se le iba a girar en su contra, muy en su contra. Más le hubiera valido sugerir un compromiso entre las dos partes para ser lo más sinceros posibles el uno con el otro. Pero el prefirió el juramento y, levantando el tono más de lo debido, me hizo prometer. Recuerdo perfectamente su tono brusco, sus poco delicadas maneras, su ofuscación con mi presunta” falta de sinceridad”. 

1.5 LO QUE DEBÍA HACER EL ARGENTINO_

En lugar de hacerme sentir un mentiroso con semejante PROMESA, el argentino debía haber obrado con mucha mayor delicadeza y tacto. En lugar de afirmar, más le hubiera valido sugerir; en lugar de acusar, más le hubiera valido aconsejar. En lugar de mostrarse eufórico y altivo, más le hubiera valido mostrarse humilde y compasivo. En lugar de prepotente, más le hubiera valido mostrarse vulnerable. Pero sintió una vergüenza extremada de aparecer abatido o sin ánimos ante mis ojos. El orgullo lo traicionó. Por culpa de su exagerado amor propio cometió la torpeza de despertar mi recelo y mi aversión hacia él en lugar de mi caridad. Lo cual me decepcionó sobremanera, pues nunca he simpatizado con los tíos que, aunque sin oficio ni beneficio en la vida, se muestran tan seguros de sí mismos. Su chulesca seguridad me pareció fingida y muy grotesca.

Más le hubiera valido dirigirse a la persona que lo acogía en malos momentos desde la humildad, con palabras parecidas a las que siguen:

Mira, Carles, y no quiero que te lo tomes a mal, he sufrido mucho en la vida por culpa de las mentiras. No quiero volver a pasar por eso. Ya sé que lo de tu nombre es una chorrada y también lo es lo de tus otros nombres, pero a mí esas cosas me traen muy malos recuerdos. Te agradecería que fueras lo más sincero posible conmigo. Yo lo voy a ser contigo. Te lo pido como un favor, sólo como eso. No soy nadie para exigirte nada, y menos a ti que me ayudas en unos momentos tan dolorosos para mí. Pero me conozco bien y no me gustaría que por culpa de unas “chorradas” saliera lo peor de mí, y menos que dirigiera mi mal carácter o mis tirrias contra ti. Voy a intentar ponerme en tu lugar, pero si tú te pudieras poner en el mío, te lo agradecería no sabes cuánto. Perdóname si algunas veces soy algo brusco contigo, es mi forma de ser y no te lo debes tomar como algo personal. Tengo “mis rollos” y no quisiera que por culpa de ellos se malmetiera nuestra convivencia...”
Pero en lugar de así, me habló desde la altivez, su falta de humildad me decepcionó mucho. Parecía que el argentino me estuviera haciendo un favor a mí. Pero obviamente era al revés. Por mucho que le moleste o lo quiera negar, era yo quien le hacía un favor a él.

1.5.1 LA TORPEZA DE LA PROMESA.

La idea de la promesa es otra más de las torpezas del argentino. ¿A quién se le ocurre obligar a otro a hacer una promesa así? La SINCERIDAD no se impone, debe nacer del CORAZÓN de CADA UNO. Parece mentira que el argentino no sepa estas cosas tan elementales.


1.6 LOS INEXISTENTES MOTIVOS DEL ARGENTINO PARA HACERME PRESTAR TAN ESTRAFALARIAPROMESA

Voy a intentar desmontar cada uno de los motivos por los que el argentino me consideraba un MENTIROSO, y los desmontaré, siguiendo un riguroso orden cronológico.
Yo puedo ser o no ser un mentiroso, pero lo que tengo claro es que nunca lo sería por lo que el argentino dice que lo soy. Empezaré, pues, desmontando el primero de sus infundios.


1.7 MI NOMBRE NO ES DAVID, SINO CARLES.

El catecismo afirma que mentir es decir lo contrario de lo que se piensa. Por lo tanto, cuando el argentino  me preguntó cómo me llamaba, debía contestarle, si quería ser veraz, que mi nombre es Carles, pero le respondí que me llamaba David, por lo tanto, parece obvio que le mentí. Sin embargo, no precipitemos los acontecimientos.
Imagínense ustedes que una vez acuden al prostíbulo de una lejana ciudad, a la cual probablemente no regresarán nunca más, y que la prostituta o el prostituto, que de todo hay en la viña del Señor, les pregunta cómo se llaman. Imagínense que, rizando el rizo, la transacción sexual no se llevase a término en ningún recinto acondicionado, sino en plena calle, en algún portal o en el interior de un automóvil. Imagínense que ustedes respondieran, ya fuera por cautela o por cualquier otra razón, dando un nombre falso. Podría, en esas circunstancias, la persona encargada de satisfacer sus necesidades más primarias acusarles, en caso de que descubriera que no le hubieran contado la verdad, de embusteros. A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría tal cosa, porque en ese contexto el nombre no tiene ninguna relevancia. Da igual que el cliente se llame Pepe o Paco o Tortilla de Patatas. De hecho, en un contexto así nadie se sentiría un mentiroso ante su consciencia, y en el caso de que uno fuera cristiano, nunca, a menos que no estuviera en sus cabales, se le ocurriría confesarse por haber mentido, sino que si amara en verdad a Cristo se confesaría por haber fornicado. Por otra parte, la prostituta caería en un absurdo lamentable si quisiera hacer sentir culpable al cliente por no haberle dicho su verdadero nombre. Siendo muy estrictos, podríamos concluir que el cliente soltó una inexactitud, pero dado la total insignificancia moral de esa inexactitud, al efectuarla no comete ninguna transgresión consciente y por lo tanto, se le puede absolver de toda intención inmoral.
Imagínense que a un pájaro le confieso que soy arquitecto sin serlo, ¿le mentiría o no? La respuesta más sensata sería que en un caso así no tiene sentido hablar de mentira o de verdad, porque la información dada no acarrearía ninguna consecuencia para la existencia del pájaro. Igualmente que el cliente se llame Pepe o Paco no comportaría, en el contexto antes descrito, ninguna consecuencia digna de ser significada para la prostituta. Luego si lo que se dice no comporta ningún daño ni beneficio a terceros, no tiene sentido hablar de mentira en términos de recriminación. Porque si entre las partes no hay ningún tipo de pacto previo ni de relación vinculante ni tampoco la información que se transmiten reviste la menor relevancia, no tiene ninguna lógica achacar a la persona una intensión falsaria. Otra cosa sería que el cliente dijera a la puta que tiene dinero para pagarla cuando en realidad no lo tiene. Eso sí que sería una mentira grave, porque en ese contexto, el intercambio de placer por dinero es lo fundamental.
Imagínense que el cliente se llama Fernando, pero le dice a la puta que se llama Richi porque le da más morbo que la prostituta lo llame así. En fin, que en el contexto descrito el nombre no tiene ningún valor. Otro caso sería que un policía preguntara a ese mismo cliente, en una redada, cómo se llama. Entonces, el nombre sí que sería significativo y su omisión o deformación acarrearían graves consecuencias.

1.7.1 EL MISMO ARGENTINO  CAMBIÓ SU NOMBRE

Ocurrió en Barcelona. El argentino, con intención de subirse la autoestima, organizó un “recital poético”. Para divulgar ese “acto cultural” diseñó un cartel en que figuraban los nombres reales de los “poetas” participantes. A pesar de que él era el organizador del “recital” no añadió su nombre, si no una especie de pseudónimo. ¿Quería con ello engañar a los demás? ¿Quería acaso ocultarse? Sea lo que sea, él, en posesión de sus facultades mentales, decidió que debía obrar así. Lo normal hubiera sido que hubiera escrito su verdadero nombre, pero debido a las circunstancias no lo considero oportuno. Estaba en su pleno derecho de obrar así. Cada contexto es distinto. Cada circunstancia es especial. Lo que puede ser idóneo en un determinado momento, no tiene por qué serlo en otro. Cada uno debe decidir la idoneidad de sus actos.

1.8 LA ESTUPIDEZ DE LLAMARME MENTIROSO.

Por cuestiones que no vienen al caso no puedo revelar el contexto en que conocí al argentino, pero si ustedes lo supieran, convendrían conmigo de que en esas circunstancias es absolutamente irrelevante el nombre que uno tenga. Por eso mismo, resulta patéticamente absurdo que el argentino me acuse de mentiroso por decirle que me llamaba David en vez de Carles. Porque en el contexto en que nos conocimos lo más previsible es que nunca más nos hubiéramos visto otra vez. Y si no hubiera sido por su interés de verme otra vez, estoy seguro de que nunca nos hubiéramos vuelto a ver.

1.9 POR QUÉ LE DIJE QUE ME LLAMABA DAVID Y NO CARLES

Porque en mi caso tengo dos nombres con los que me identifico por igual. Carles y Carlos.

Carlos es el nombre con el que me conocen mis padres y toda mi familia.

Carles es el nombre con que me conocían todos los profesores y todos mis compañeros de infancia.

Los dos se alternan de forma paritaria en mi memoria hasta tal punto que mi consciencia no se identifica con uno más que con otro. Me da absolutamente igual que me llamen de una forma o de otra. Cuando una persona nueva me pregunta cómo me llamo, le respondo uno u otro según me venga. En general, y salvo excepciones, si la persona es castellanohablante, le digo que mi nombre es carlos mientras que si es catalanohablante le digo que me llamo Carles.

1.10 CÓMO SURGIÓ LA IDEA DE CAMBIAR MI NOMBRE EN ESE SITIO

En ese sitio al principio a quien me preguntaba mi nombre le decía Carles, pero eso daba lugar a equívocos que me hicieron poner en práctica el sistema ideado por mis tíos. Éstos a la hora de poner nombre a su nuevo hijo eligieron el nombre de David porque se pronuncia igual en catalán que en castellano. Me pareció una buena idea y decidí ponerla en práctica justo en ese sitio, y en otros similares, donde conocí al argentino, en ese sitio y SÓLO en ese. Por lo cual allí, porque así lo había decidido, me llamaría DAVID. Por decirlo de alguna forma, me había autobautizado con ese nombre. Por lo tanto, cuando le dije al argentino  que me llamaba David no le estaba mintiendo, porque no le estaba diciendo una cosa contraria a lo que pensaba ni a lo que creía. Allí, y sólo allí, me llamaba David. En ese lugar, por cierto, que uno se llame Paco o Pepito no reviste la menor importancia. En ESE SITIO el NOMBRE no significa NADA y el argentino bien que lo sabe.

1.11 EL ARGENTINO  MUCHAS VECES ME LLAMABA CHARLES Y NO CARLES

La misma persona que me había criticado por no haberle dicho mi nombre de pila, me deformó el nombre, siguiendo la pronunciación inglesa. Nunca le amonesté por ello. No me molestaba en lo más mínimo. Entendía que esa forma le gustaba más, y me limitaba a respetar sus gustos. Pero si me hubiera puesto a su nivel, si me hubiera irritado tanto porque alguien, en un “contexto muy particular”, no me hubiera dado su verdadero nombre, pues también me debía de haber enojado como un enano cuando alguien me alterara mi “verdadero” nombre.
A él algunos le llaman Beto, aunque conociéndole bien, estoy seguro de que a mí no me hubiera tolerado nunca que lo llamara así. De fijo que se hubiera enfadado mucho y me hubiera reñido agriamente. Bien sabe él que le gustaba reñirme por las nimiedades más ridículas.

1.12 EL ARGENTINO Y SU SUFRIMIENTO POR LA MENTIRA

Es probable que el argentino odie la mentira, y también puede ser que haya sufrido mucho en su vida por culpa de la mentira. Todo eso se lo respeto en el caso de que sea así. Pero protesto airadamente cuando el argentino pretende poner lo de mi “ falso nombre” al mismo nivel que una de esas mentiras que supuestamente le hicieron sufrir tanto a él en el pasado.

Si su pareja, en el caso de que la tenga, lo engañara con otro (quizás le suene de algo lo de PONER LOS CUERNOS), eso sería una mentira terrible, de esas que hacen sufrir mucho. Pero si compara semejante mentira con lo de mi “falso nombre”, debo decirle que delira y mucho.

1.13 EL DESTINO QUISO QUE EL CHICO CON EL CUAL ESTOY AHORA SE LLAME DAVID

Eso es verdad. Un guiño, quizás, del azar o del destino. Sea lo que sea es verdad, porque así lo corrobora un carnet de identidad. Pero es muy probable que el argentino haya considerado que se trate de otra de mis mentiras. Allá él con sus prejuicios interesados.

1.14 EL ARGENTINO Y LAS MENTIRAS QUE HACEN SUFRIR

Hay mentiras nimias. Hay mentiras, en cambio, mastodónticas; por poner algunos ejemplos de éstas últimas, citaré las siguientes:

Si alguien miente a otro sobre su estado de salud, comete una mentira de las que pueden hacer sufrir.
Si alguien dice que tiene los ánimos destruidos pero se va a follar con el primero que encuentra, miente con muy malas artes.
Si alguien dice que está muy deprimido pero canta, grita, baila, ríe, levanta el tono de voz, imita a los presentadores de la tele, etc. Miente con muy poca decencia.
Al menos mi padre, aquejado en ocasiones por una severa depresión que le destruye los ánimos, no hace ninguna de esas cosas.
Si alguien dice que es muy cristiano pero se entrega a la promiscuidad, al desprecio del prójimo y de la propia madre, al orgullo y a la vanidad, miente sin el menor escrúpulo moral.
Si alguien hace gala de persona desinteresada, pero se muestra calculador y frío, miente con descaro.
Si alguien hace ostentación de su espiritualidad, pero se desvive por todo lo frívolo y más material, miente sin vergüenza.
Al lado de esas mentiras, que me llame David o Carles, resulta tan rotundamente baladí.

1.15 YO MISMO REVELÉ AL ARGENTINO  QUE ME LLAMABA CARLES

En efecto. Justo al salir de “ese sitio”. Justo cuando en el cielo ya asomaban los primerizos resplandores de la aurora, revelé al argentino mi verdadero nombre. Opté por Carles y no por Carlos. Justo al abandonar esa especie de geto en que nos conocimos, le dije mi verdadero nombre. El tono en que me hablaba, afable y respetuoso, me indujo a revelarle la verdad. Ya nunca más me volvería a hablar en ese tono.


1.16 LA VERDAD DEL BLOG

No hay ninguna mentira consciente en él. Todo lo que se dice parte de mi recuerdo. Verdad es que a veces maquillo las vivencias un poco para darles mayor realce, pero son aderezos que sólo afectan a lo superfluo. Lo esencial se expone tal cual, sin ninguna tergiversación. Verdad es que muchas veces se expresan en él sentimientos que por su misma naturaleza están más allá de lo verdadero o falso. Son y con ello basta. Y son porque así los siento.
Existe Pablo, un argentino que vino a Barcelona y que tuvo que regresar a su Buenos Aires natal.
Existe Stephano, aunque el nombre se lo he cambiado, un arquitecto italiano que trabaja en la remodelación del Mercat del Born, y con el cual me intercambio bellos mails
Y así sucesivamente.
Y, por supuesto, aunque algunas veces a pesar mío, existe el argentino, y también existe, aunque de otra manera, y para mi agrado, el CHONGO JODÓN.




UN BESO ARGENTINO PARA SAN FRANCISCO

EL BESO A SAN FRANCISCO

( Cuento que narra como, tras aparecérsele San Francisco en una darkroom, el argentino cambió de vida)

PRIMERA PARTE
Era de noche en Barcelona. Sin embargo, el cielo estaba tan plagado de estrellas que irradiaba un resplandor casi auroral. Uno, contemplándolo tan luciente, hubiera sospechado que estaban a punto de dar las nueve de la mañana; una falsa impresión, porque en esos momentos los relojes marcaban tan sólo las dos de la noche. A pesar de lo intempestivo de esa hora, las calles del centro rebosaban tanto de gente como de frío. Lo segundo se justifica porque Barcelona estaba atravesando un invierno muy riguroso; lo primero, en cambio, se esclarece si se tiene en cuenta que se trataba de la madrugada del domingo, ese período de tiempo tan idolatrado por muchos jóvenes, y no tan jóvenes, de nuestro mundo.

Entre esos no tan jóvenes se encontraba un argentino alto, corpulento, teñido de rubio, rozando los 42 años. Sólo Dios sabe por qué ese hombre decidió recorrer más de 14.000 km para rehacer su vida en la capital catalana. Era un tipo con ínfulas espirituales, que se ufanaba ante los demás de profesar una fe espontánea y elemental en Cristo, que sentía una devoción rayana en lo mitómano por San Francisco de Asís o santa Teresita, una fe que aunque él proclamara que estaba revestida de candor y lealtad, resultaba, en el fondo, muy incoherente. Porque cómo diablos se puede conciliar la promiscuidad gay con el Ágape cristiano sin violentar los mismos principios invocados, tan elocuentemente, por las Epístolas de San Pablo. Son, lo cristiano y lo promiscuo, dos conceptos absolutamente insolubles entre sí, y sin embargo, el argentino, influenciado por las ideas de sus amados compendios de psicología, así como por los tópicos imperantes en la frívola Comunidad Gay y otros prejuicios varios, los consideraba no sólo compaginables sino hasta complementarios. Le parecía, pues, de lo más pío rezar un Ave María tras sodomizar a un desconocido, o incluso negar la palabra a quien, a cambio de nada,  le había tendido la mano. Esos actos y otros de mayor inmoralidad los perpetraba sin sentir por ello el menor remordimiento ni tampoco el deseo de ejercer, en un confesionario cualquiera, el sacramento de la penitencia para congraciarse de nuevo con el Altísimo. Era, en fin, un tipo peculiar, quizás demasiado peculiar.

Esa noche, el argentino tenía ganas de alborotarla, lo cual en su singular forma de entender la vida significaba que tenía ganas de sexo y de diversión alocados (mucho más de lo primero que no de lo segundo). Así que para dar rienda suelta a sus más oscuras pulsiones, acudió a uno de los múltiples clubs gays de la Ciudad Condal. El Chongo Jodón, que así es como se le conocía en sus círculos más íntimos, eligió un local sito en el inicio del Passeig de Gràcia. Allí, vistiendo unos pantalones negros de cuero, bailó, con un vaso de Mojito en la mano, tanto como su cuerpo quiso. Allí sonrió, mirando de soslayo a posibles compañeros de cama, tanto como su alma quiso. A medida que  la noche fue avanzando, al Chongo le apeteció cada vez más tirarse a uno de esos cuerpos que pululaban a su alrededor, ávidos de desahogarse, ellos también, con el primer bicho equipado con buen un par de huevos. Había especialmente tres de ellos que lo tenían del todo hechizado. Qué ganas más salvajes le entraron de darles estopa¡¡

Sin embargo, cada uno de esos cuerpos estaba ya emparejado, por lo cual se autoexcluían de todo tráfico carnal. Con un cierto deje de frustración reflejado en su rostro, el Chongo se dispuso a entrar en el cuarto oscuro, con la esperanza de que el azar le deparase una bella carne con la cual paliar el revés de no poder practicar, con los tipos antes referidos, ningún derecho a roce.

Tras cruzar el umbral de la darkroom, sus ojos tardaron unos pocos segundos antes de aclimatarse a la oscuridad, pero una vez ya adaptados a ella, se pusieron a acechar, entre las sombras, posibles presas. El Chongo Jodón, muy curtido en el oficio de la caza furtiva, recorrió cada uno de los recovecos de ese “coto de las delicias”, consciente de que en los escondrijos más inesperados puede hallarse al mejor ejemplar. Su cuerpo, mientras rastreaba los bajos fondos, rozaba con otros cuerpos, excitándose sobremanera con cada uno de esos roces. De repente, en una esquina aparentemente desierta, se percató de la presencia de una figura algo bajita que despertó en él un poderoso instinto de posesión. Sin pensárselo dos veces, se fue hacia ella con intención de acorralarla entre sus brazos. Estaba convencido de que esa criatura no se le resistiría. Así, con la autoestima por las nubes, se puso enfrente de ella y, sin la menor vacilación, extendió los brazos hacia delante, de manera que el cuerpo de su presa quedara trabado entre ellos. Al Chongo le encantó la sensación de tener a su merced a ese puto tan adorable, de saberlo sujeto a las reglas de juego que él, y sólo él, dictara. Aunque no discernió con nitidez, por culpa de la oscuridad, las facciones de su “petiso”, lo poco que vislumbró  fue suficiente para ponérsela dura. Así, a medida que se empalmaba, iba arrimando su cintura contra la de su presa, a la vez que abría sus piernas para ceñir mejor a las de su “petiso”. De repente, sus genitales contactaron con  los del otro, justo entonces una envolvente euforia  se apoderó de toda su anatomía, y bajo el influjo de tan afrodisíaca  euforia, empezó a retorcer sus “pelotas” contra la carne de su presa, mientras le susurraba al oído, con el tono firme de quien se sabe, por estar en posesión de todos los ases, el ganador de la partida: "sos mío, petiso, sos mi petiso, solo mío, sólo mío…”. Incomprensiblemente para el Chongo, “su petiso” empezó a agitarse, como si quisiera evadirse de las garras de su depredador. Semejante tentativa de evasión desconcertó mucho al argentino. Su primera reacción ante ese contratiempo fue interpretarlo como un gesto de rechazo del otro hacia él, pero como el puto no pronunció ninguna palabra, ni de repulsa ni de aprobación, consideró ese silencio como un pláceme tácito a dejarse embestir, más aún, esas convulsiones le demostraban, bien a las claras, unas irrefrenables ganas de jugar por parte del petiso. En efecto, pensó el Chongo: mi petiso quiere jugar conmigo y con mi pinga, se muere de ganas, el muy puñetero, de jugar al “ponla y sácala”… pues le voy a dar una buena dosis de jolgorio a mi lindo petiso”. 

Dispuesto a consumar su plan lúdico, el Chongo agarró del pescuezo a su presa, haciéndola girar como si fuera un muñeco de trapo, hasta que la tuvo de espaldas a él. Entonces la enlazó con los brazos para apretujarla contra su pecho. Una vez lo tuvo, al puto, bien atenazado, empezó a levantarlo y bajarlo, como si fuera una pelota de carne. De vez en cuando, le hacía cosquillas en el vientre, lo cual provocaba que su presa se convulsionase de una forma muy virulenta, pero esas convulsiones no disuadieron al Chongo de sus intenciones lúdicas, justo lo contrario, pues las interpretó como una confirmación de que al petiso le iba la marcha. Así, con la intención de darle marcha, lo apretujó aún más, como si quisiera espachurrarlo entre sus músculos, mientras le susurraba al oído, entre risitas: no te me vas a escapar, petiso mío, te quiero achuchar mucho, sos mi osito de peluche, mi osito barbudo, me pone tu barbita, me ponen tus orejitas, mira como te las lamo…” Y, medio aturdido por el placer, se las lamía, mientras imaginaba nuevas formas de retozar con su presa. Le excitaba tanto la idea de poder hacer con ella lo que le saliera de los mismísmos. Tan a huevo lo tenía que lo sentía como a una barra de plastilina a la cual se le puede dar la forma que a uno se le antoje. De flor, de gatito, de letra tau, de pez, de boca… cuántas formas pasaron por la imaginación caprichosa del Chongo Jodón, quien, a la sazón, se sentía como un niño ilusionado en plena noche de Reyes, convencido de que ese lindo puto era el regalo que le correspondía por su buena conducta. Un maravilloso regalo para su juguetona pinga emergente.

Cada vez más caliente, el argentino empezó a desabrocharse los pantalones con la intención de sacar su miembro. Quería que el petiso se lo mamara. Una vez con la pija al aire, ordenó a su puto que se agachara para darle placer, pero éste permaneció inmóvil. Algo disgustado por la pasividad de su compañero, el Chongo decidió cambiar de táctica. Omitiría todo prolegómeno que postergara su verdadero fin: “la copulación contra natura”. Decidido, pues, a cumplir sin más rodeos su plan sodomizador, posó la mano sobre el trasero de su petiso, pellizcándoselo, propinándole, con entregada fruición, sonoras palmadas, mientras le susurraba: "Che, boludo, este culito tan rollizo lo quiero tomar, ¿querés, petiso mío, que te lo mime? ¿ querés, lindo puto, que mi tonga le dé muchos mimos?… Inmediatamente su delirante imaginación proyectó la imagen de un títere accionado por una dura pinga. De niño siempre le habían maravillado los espectáculos de marionetas. Le complació mucho la idea de concebir a su miembro viril como a una traviesa mano que se adentraba, para moverlo según su voluntad, en las entrañas de su lindo puto. Serían ambos, tan pronto lo montara, como dos cuerpos uncidos por una sola voluntad. Dos carnes gobernadas por una sola alma. Se sintió arrebatadamente  feliz ante la perspectiva de que su alma tomara posesión de otro cuerpo. Adoraba, el Chongo, a su espíritu y por eso mismo le pareció muy bello que éste se propagara por la carne de su petiso, que toda la anatomía de éste se convirtiera en un hogar santo para aquél. Su proselitista Espíritu conquistaría a esa criatura hasta poseer cada migaja de su mente y de su cuerpo. No cesaría  hasta dominar por completo la voluntad de su petiso. Deseaba tanto controlar su cerebro para gobernarle el carácter, para administrarle las costumbres o para moldearle a su antojo los actos. Haría de él un sumiso Frankenstein. Lo convertiría en un bello especimen cuyo único fin sería adorar al Chongo Jodón.  Le excitó tanto al argentino la idea de sentirse adorado, como un ídolo de oro, por su petiso, que se lo imaginó como un montón de nieve que, por la obra de sus manos, se convertiría en un muñeco de nieve, hecho a imagen y semejanza suya, un muñeco que lo adoraría cuanto más lo hiciera gozar. El argentino, ansioso ya por sentirse el ser más adorado de la tierra, ardíó en deseos de hacer gozar a su petiso. Y obcecado con esa voluntad de adoración, procedió a desnudarlo.


FIN DE LA PRIMERA PARTE