“Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo” Lc 17, 1-6 (TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA)
STATCOUNTER
lunes, 11 de junio de 2012
A. Jodoroswky habla al ARGENTINO
A continuación, unas sabias palabras del artista chileno Alejandro Jodoroswky, que se pueden encontrar en la siguiente página http://planocreativo.wordpress.com/2010/05/11/%C2%BFcon-que-hay-que-conectar-que-camino-se-puede-tomar-para-salir-del-narcisismo/:
Un niño, si no es amado
por su madre (en su ausencia por su padre) se siente en peligro de muerte. Como la vida tiende a perdurar,
el infante se divide para comenzar a amarse a sí mismo. Esta solución, aunque
le permite vivir, encubre
un odio feroz hacia la madre y un dolor reprimido
por no sentirse digno del amor de ella.
NORBERTO Y LA INVÁLIDA DE LLEIDA
NORBERTO, LA MINUSVÁLIDA DE LLEIDA Y LA MADRE
Ocurrió en Bilbao. En esa ciudad del norte, Norberto me contó algo sobre una minusválida que me entristeció mucho. No era, por cierto, una minusválida cualquiera, sino una a quien el argentino conocía en primera persona. Sus palabras, más o menos, fueron las siguientes:
“ A punto de cumplir los cuarenta y aún vive con su madre. Debería espabilarse
y hacer su propia vida…”
Tanto o más que esas palabras, me
disgustó el tono brusco con que las pronunció. Al oírlas, un glacial escalofrío recorrió cada
poro de mi corazón. Mi alma no podía compartir, de ningún modo, semejante reproche
tan desafortunado a una mujer a la que, un despiadado destino, había condenado a estar de por
vida en una silla de ruedas ¿Se puede llegar a imaginar el argentino lo que significa
no poderse valer por sí mismo? Lo que significa saberse incapaz de recorrer ni un solo metro con
las propias piernas. Lo que es sentir la desconsoladora sensación de quererse mover y no poder. Cierto es que hay minusválidos que han sabido superar su
invalidez, y son, a su manera, relativamente felices. Pero estoy absolutamente
convencido de que detrás de esa aparente
felicidad se esconde una amargura desgarradora y un resentimiento atroz, que,
con la mejor de sus intenciones, logran ocultar para no entristecer a quienes
los rodean.
Pero cómo pudo, al argentino, molestarle que esa pobre mujer decidiera compartir su vida con su madre. No entendí Nada. Absolutamente NADA (hoy me basta evocar las palabras de Alejandro Jodorowsky para entender el sentido de ese comentario tan inoportuno). Me hubiera gustado mucho amonestarle por esas palabras tan injustas, pero sabía que ello hubiera comportado una áspera discusión entre los dos. Así que, aunque su comentario me dolió en el alma, decidí no echar más leña al fuego. Se excedió, sin duda, en su celo de juzgar severamente la vida de los demás, sobre todo de los que no siente como sus afines.
Que su relación con su madre no fuera lo idílica que él hubiera querido, no es razón suficiente para que viera con malos ojos el buen entendimiento entre la minusválida y su progenitora. Se querían, y eso no es malo. A la mierda con lo que digan los libritos de psicología. Allí había amor, así lo entiendo yo, y ese amor debía haberle enternecido el corazón. Seguramente la minusválida, pues es mujer de ideas avanzadas y de carácter, hubiera deseado hacer su propia vida, pero sus circunstancias no eran precisamente las más idóneas para ello, y además, a uno no siempre le apetece hacer el héroe y echarse el mundo por montera.
¿Por qué el argentino no fue nada empático con esa mujer? ¿Tanto le pesaba su infancia? Si él hubiere tenido sus diferencias con su madre, ¿qué culpa tenía de eso esa minusválida que tan bien lo acogió en su casa?
Sólo se trataba de ser algo compasivo con el prójimo. De tener un poco de piedad hacia alguien a quien la vida había propinado un revés brutal. Seguramente, el argentino no lo dijo de mala fe, porque también él tiene una herida que le sangra, pero precisamente porque él sufrió debería ser más solidario con aquellos que sufren ahora. Me parece muy bien que se quiera sentir el tipo más feliz de la creación, pero eso no debería representar un obstáculo para ponerse en el lugar de aquellos que han elegido un modo de vida distinto al suyo o al que recomiendan los tratados de psicología.
Realmente ese día, en Bilbao, sentí la dureza de su corazón. De hecho, ya estaba acostumbrado a sentirla respeto a mí, pero me resultó inconcebible que la tuviera para con una mujer que no tenía culpa alguna de ser una inválida.
Hoy sé bien que tras esa fachada
tan dura del argentino, se esconde una inseguridad desgarradora, que aunque él la sienta como una humillación, bien debería
saber que esa inseguridad también puede ser amada, por él mismo y por aquellos
que sienten afecto hacia él. ¿Por qué cree que eso que le causa vergüenza no
puede ser amado por los demás? A lo mejor eso constituye su parte más valiosa. Esa
inseguridad, esos miedos, y no esa sensación de "hombre que sabe disfrutar de la vida"
con la que quiere deslumbrar a los demás, son su mejor parte. Debería aprender a amar su pasado,
sus puntos débiles, sus temores infantiles, porque eso le hace más humano ante él,
ante los demás y ante Dios.
EL BESO ARGENTINO A SAN FRANCISCO. Primera parte de la CUARTA ENTREGA.
ADVERTENCIA: van a venir próximamente
seis entregas que intentan, no tanto describir hechos como sensaciones. Me refiero
a esas pulsiones que habitan en lo más hondo del inconsciente y que no pueden
ser racionalizadas, a lo sumo sentidas. Al hilo de lo anterior lo que se va a
narrar en las siguientes entregas es puramente introspectivo. Así, si alguien
estuviera al lado del argentino, no vería ni oiría nada de lo que se narra,
puesto que lo narrado es la traducción a
un lenguaje visual y sonoro de algo inexpresable, de algo personal e
intransferible. Es decir, el argentino no hace lo que se dice que hace, sino que lo siente. A continuación, pues, vendrán seis entregas que corresponden a
tres historias eróticas.
CUARTA ENTREGA
Entonces, mientras planeaba cómo cazar a su escurridizo petiso, intentó
recordar cuál había sido su última víctima en esos mismos parajes. Tras unos
segundos de exploración neuronal, dio con el recuerdo buscado. Su memoria
proyectó la imagen de un pakistaní de nariz abultada, labios carnosos y cejas
muy pobladas, peinado con la raya en el centro.
Desde que había recalado en Barcelona, el Chongo se había apercibido del
gran número de forasteros de todas las etnias que la poblaban: asiáticos,
africanos, musulmanes, arios, etc. El argentino, ávido de engrosar su lista de
conquistas, pronto sintió la necesidad de probar cómo sabían las carnes de
otras latitudes. Como en su Buenos Aires natal no prodigaban los especímenes
exóticos, le pareció de lo más razonable sacar tajada de los múltiples
“chollos” que le brindaba su nuevo país
de acogida. Siempre había considerado muy instructivo ampliar sus horizontes
con nuevos conocimientos. Así que, sin ningún tipo de prejuicio racista, se
dispuso a abrirse de mente y, sobre todo, de cuerpo.
Muchos habían sido los elegidos para saciar sus voraces ganas de ilustrarse: entre los cuales, recordaba al pakistaní antes referido. Lo conoció un viernes, a las cuatro de la madrugada. Nada más que lo vio en un recoveco del cuarto oscuro, tuvo muy claro que se lo beneficiaría. Antes de pasar a la acción, lo espió para extraer información que le permitiera un exitoso asalto. El Chongo estaba muy curtido en la caza nocturna. Su experimentado instinto depredador le sirvió para apercibirse de que su presa era todo un pipiolo. Quizás fuera la primera vez que el pakistaní se aventurara a franquear una darkroom. Quizás acabara de llegar a Barcelona, quizás, y al igual que él, no tuviera los papeles en regla. Probablemente estuviera ávido de dar rienda suelta a todas las pasiones que había tenido que coartar, para salvar el pellejo, en su recatado país de origen, pues bien sabido es que las leyes del Pakistán condenan a la cárcel ( incluso a la cadena perpetua), a todo aquel incauto al que se le sorprenda practicando actos homosexuales.
Una vez que el argentino estuvo al tanto de la bisoñez del pakistaní, pensó
para él que sería una víctima fácil. Sabía, por la experiencia recopilada a lo
largo de muchos años, que lo que daba mejor
resultado para trincarse a un novato era echarle morro al asunto. Y como de eso
el Chongo iba más que sobrado, presintió que aquel pipiolo pronto caería en sus
garras. “A quien vacila, la vida se le
escapa”, solía decir para ilustrar su peculiar y expeditiva filosofía de vida.
Y con la sangre fría y la jeta de las cuales hacía gala en casos similares,
el argentino inició las operaciones cinegéticas. Tan pronto como se percató de que
su presa entraba en un cubículo, se fue a toda prisa hasta la entrada de éste,
y una vez allí extendió los brazos hacia los marcos de la puerta, como si
quisiera impedir la circulación a toda persona por esa obertura. Justo en ese momento le embargó una felicidad depredadora: tenía
a su presa acorralada, lo cual le proporcionaba una sensación de poder que lo
ponía muy cachondo. Desgraciadamente, la oscuridad le impedía ver el interior
del cubículo, pero tuvo la fortuna que, detrás de él, un tipo barbudo
encendiera un mechero. El fugaz resplandor le bastó al Chongo para hacerse un
plano mental de la ratonera en la que estaba atrapado su ratoncito. El volumen de
que éste disponía para moverse no debía superar los seis metros cúbicos.
Realmente un lugar nada recomendable para mentes claustrofóbicas. Pero el
argentino no sentía ninguna angustia por la escasez de espacio, al contrario,
la bendecía porque intuía que le facilitaría mucho las cosas. El breve fulgor
de antes le sirvió para poder localizar a su pakistaní. Estaba en el fondo del
cubículo, con las piernas juntas y las manos enlazadas delante de su vientre.
Era obvio que el asiático se sentía inquieto, más bien turbado por la novedad
de estar en un sitio completamente desconocido para él. El Chongo, gato viejo,
se dio perfectamente cuenta de su ansiedad y de su desorientación.
Convencido de que sacaría una buena tajada de la falta de determinación de su
presa, preparó el cepo para cazarla.
Sin el menor titubeo, el corpulento cuerpo del argentino avanzó hacia
delante, extendiendo los brazos y las piernas para que su ratoncito no se le
escabullera. Tras dar cuatro pasos se detuvo, justo entonces el tipo barbudo de
antes asomó su mechero en el interior del cubículo. Una luz tenue iluminó el desangelado
espacio limitado por cuatro paredes mugrientas. El resplandor fue suficiente como
para que el pakistaní percibiera la sonrisa arrogante del argentino y para que
éste, a su vez, se percatara de la cara asustada de aquél. No debería de haber
más de veinte centímetros entre los dos. Una distancia demasiado corta como
para que un agobiado pakistaní no sintiera la necesidad de salir afuera para
recuperarse de toda esa vorágine de
sensaciones tan nuevas (y tan turbadoras) para él. Pero el cuerpo del argentino le cerró el paso. A
pesar de semejante obstáculo, el pakistaní persistió en su decisión, empujando
atolondradamente las carnes del Chongo, quien sin apiadarse lo más mínimo de la desesperación de su presa, contrajo sus
brazos sobre el tórax del asiático, y una vez lo tuvo bien atenazado, avanzó empujándolo
hacia delante. Unos cortos pasos bastaron para que la espalda del pakistaní
chocara contra la pared trasera del cubículo. Entonces, el Chongo, retirando
los brazos, apretó con su pecho el pecho de su presa, como si quisiera
aplastarla contra la pared. Ésta, muy angustiada por la sensación de estar
siendo apisonada, empezó a convulsionarse frenéticamente. Sus violentos
espasmos no impresionaron a su aprehensor, quien, con una sangre fría
escalofriante, embriagado de placer, tensó más sus músculos para estrujar con mayor vigor al
pakistaní.
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