ALEGORÍA SOBRE UN MÍSTICO CACHONDO
Debían ser mediados de enero, cuando un argentino,
recalado por esas casualidades de la vida en Barcelona, se disponía a acceder a
la zona de cruising más bulliciosa de toda la ciudad, ubicada en Montjuic, en la
parte alta del recinto ferial, justo a los pies del Palau Nacional. Allí se reunían cuerpos de
todas las edades para dar rienda suelta a sus pasiones más carnales. Unos meses
antes, ese mismo argentino había conocido en ese mismo paraje al cuerpo de F.,
persona de unos treinta y cinco años, de generosa cabellera, más bien entrado
en carnes y de carácter retraído. Tras un período relativamente corto de
apareamiento, acabaron viviendo en la casa de F. Hoy, el argentino recuerda con
amargura ese encuentro fortuito. Aun vive en la casa de F, pero ya no lo ama,
lo detesta con un sentimiento de hondo desprecio. Son abundantes las
discusiones entre ellos, sobre todo porque ese argentino las aprovecha para
resarcirse de la falta de adoración de F hacia su persona. En lugar de sentirse
el ser más adorado del mundo, se siente
continuamente ninguneado, lo cual, a causa de su ancestral soberbia, le sume en
un estado de frustración delirante. Solamente consigue hacer las paces consigo
mismo y con su atormentado subconsciente, cuando abusando de sus conocimientos
de psicología y de su facilidad de palabra, humilla verbalmente a F.
Ese día también había discutido agriamente con F, y como
de costumbre, le había dado donde más le dolía, dejándolo con los ojos a punto
de llorar. Por supuesto el argentino no se apiadó de la desolación de F., antes
al contrario, que le entraron ganas de hostigarlo con mayor saña, hasta verlo
consumido por la pena. Así, con la intención de humillarlo más, emprendió
el camino a Montjuic.
Subiendo las
escaleras, justo al dejar atrás la Font Màgica, se fijó en dos cuerpos que le
precedían. No le fue difícil percatarse de que eran pareja, de esas llamadas de
“relación abierta”. Se encaprichó sobre todo del más bajo de los dos. Con gran
disimulo, lo acechó desde la distancia, de manera que cuando llegaron a la
parte más oscura, le fue fácil seguirle el rastro entre las sombras. Por el camino, se cruzaron muchos cuerpos, sin
embargo, el argentino, obsesionado con
su presa, los ignoró, mientras que ésta, los miraba de reojo con descarada sensualidad.
Finalmente, el más bajo de los dos, se paró entre dos troncos, mientras su novio se extraviaba en la oscuridad; entonces
el argentino sintió un subidón de adrenalina que estremeció toda su sangre; sin
el menor titubeo, se acercó al cuerpo, lo miró provocativamente, y antes de que
el otro pudiera reaccionar, deslizó sus manos sobre las nalgas de él,
arrimándolo con vigor contra su carne. Al ver, con suma delectación, que ese
cuerpo que acababa de enlazar no se resistía, sino que se dejaba meter mano
gustosamente, empezó a magrearlo con mayor vigor. Le encantaba, sin duda, estrujarlo, frotarle la piel, olerle los
cabellos, lamerlo…en fin, le maravillaba sentir como cada fracción de su carne
se abandonaba, volcánicamente, al placer.
Tras un largo periodo de caricias y lengüetazos, sintió
un brutal deseo de metérsela, pero no a escondidas, en algún recoveco remoto,
sino a la vista de los otros cuerpos, para que todo ellos pudieran cerciorarse
de su conquista, y también para que esa sensación pletórica de éxito que se
estaba apoderando de su alma dilatara mucho más el goce, mucho más, hasta
alcanzar lo sobrenatural.
Situados en el sendero principal, el argentino, recostado
en un tronco, y tras bajarse los pantalones, se dispuso a penetrar al cuerpo que,
justo es decirlo, se desvivía, a su vez, por ser penetrado. El argentino se
moría de ganas por consumar la sodomización. Más de
cinco meses llevaba ya sin practicar una penetración como Dios manda, justo
desde que conoció, en ese mismo lugar, a F, razón por la cual lo odiaba cada
vez más. Entonces, sin embargo, volvería a disfrutar de la sensacional alegría
de poseer un cuerpo pasivo, y, sobre todo, de sentirse otra vez un EGO activo,
dominador, superior…sería él, y solo él, quien dirigiría su propio cuerpo y el
cuerpo del otro, sería él, pues, el supremo Señor. Una vez introdujo su grueso
pollón en las entrañas del otro, experimentó una euforia cósmica, que se
apresuró a magnificar, agitando con furia su miembro. Entonces, y solo entonces,
se apoderó de él la gloriosa constatación de que estaba poniendo los cuernos al
cuerpo de F, única razón por la que esa noche había subido a Montjuic, para
ponerle los cuernos a ese picha floja de catalán, con quien en mala hora
decidió compartir su vida.
Las espasmódicas sacudidas del argentino hacían gemir de
lo lindo a su amante. Rápidamente, dichos gemidos atrajeron la atención de otros
cuerpos. Unos pocos segundos bastaron para que ambos se vieran rodeados de
cuerpos envidiosos, deseosos de participar en el festín, lo cual sumió al argentino en una felicidad
mística. Al Ego del argentino le encantaba ser el centro de atención, y entonces,
consciente de que lograba serlo, rió de forma atronadora. Sin embargo, no
estaba dispuesto a compartir a su presa con los demás cuerpos. Le pertenecía a él, y solo a él, por lo tanto, gozaría
cuanto y como quisiera de ella. Así que cuando alguna mano intentaba tocarla,
él la apartaba con un violento manotazo. Con un brazo agarraba a su amante para
demostrar a los otros que era suyo, mientras que con el otro endosaba golpes a
cualquiera que no se aviniera a reconocer dicho derecho de propiedad. Entonces,
rodeado de muchos machos que lo envidiaban, creyó ser el macho alfa de la
manada. Su autoestima aumentó hasta límites insospechados, al percatarse de que
uno de esos cuerpos que intentaba manosear a su presa era el de la pareja
legítima de ésta. Sí, lo recordaba bien. Los había visto a los dos subiendo,
delante de él, `por las escaleras de Montjuich. Cada vez que ese cuerpo intentaba
recuperar a su novio, el argentino le endosaba un salvaje empujón, mientras
pensaba para sí mismo, “ che, boludo, mirá cómo
te pongo los cuernos. Ahora tu cuchicuchi es mi cuchicuchi, y como es
obvio me adora solo a mi, solo a mi, así
que te jodes, boludo… y mientras pensaba estas cosas, medio trastornado por la
desgarradora dicha de hacer lo que le apetecía hacer, de no sentir ningún freno
a su voluntad, de saberse bendecido por la vida y por Dios, se preparó para la
eyaculación. Sabía muy bien lo que debía pensar cuando
descargara su semen en las entrañas del otro cuerpo.
Efectivamente, tal como tenía planeado, mientras su pene
soltaba una buena dosis de leche, el argentino se imaginó la cara de aturdido
que pondría F cuando le comunicara que esa misma noche le había puesto LOS
CUERNOS, Y NO SOLO ESO, SINO QUE SE LOS PONDRÍA cada vez que le “saliera de la
punta de la polla”. Más que el
desconsuelo de F., lo que de verdad le causaba morbo era imaginarse el sentimiento de impotencia que roería a F. al saberse
traicionado, sabía perfectamente que la primera reacción de F sería la de agredirle, sabía, con mayor convicción, lo
que espetaría a F, con su característico
tono de suficiencia, cuando éste agitara
amenazadoramente las manos: “ si me tocas un pelo, boludo, de la hostia que te meto,
te reviento el alma”. Se derretía de felicidad al imaginarse como F, en silencio, cabizbajo, medio lloroso,
huiría, con la cola entre las piernas, consciente de que nada podía hacer contra alguien mucho más alto y corpulento que él. Entonces,
eyaculando dichosamente, el argentino saboreó el Éxtasis.