STATCOUNTER


viernes, 13 de junio de 2014

UN ARGENTINO, UNOS CUERNOS Y UN RECUERDO DE MONTJUIC



 ALEGORÍA SOBRE UN MÍSTICO CACHONDO




Debían ser mediados de enero, cuando un argentino, recalado por esas casualidades de la vida en Barcelona, se disponía a acceder a la zona de cruising más bulliciosa de toda la ciudad, ubicada en Montjuic, en la parte alta del recinto ferial, justo a los pies del  Palau Nacional. Allí se reunían cuerpos de todas las edades para dar rienda suelta a sus pasiones más carnales. Unos meses antes, ese mismo argentino había conocido en ese mismo paraje al cuerpo de F., persona de unos treinta y cinco años, de generosa cabellera, más bien entrado en carnes y de carácter retraído. Tras un período relativamente corto de apareamiento, acabaron viviendo en la casa de F. Hoy, el argentino recuerda con amargura ese encuentro fortuito. Aun vive en la casa de F, pero ya no lo ama, lo detesta con un sentimiento de hondo desprecio. Son abundantes las discusiones entre ellos, sobre todo porque ese argentino las aprovecha para resarcirse de la falta de adoración de F hacia su persona. En lugar de sentirse el ser más adorado del mundo,   se siente continuamente ninguneado, lo cual, a causa de su ancestral soberbia, le sume en un estado de frustración delirante. Solamente consigue hacer las paces consigo mismo y con su atormentado subconsciente, cuando abusando de sus conocimientos de psicología y de su facilidad de palabra, humilla  verbalmente a F.

Ese día también había discutido agriamente con F, y como de costumbre, le había dado donde más le dolía, dejándolo con los ojos a punto de llorar. Por supuesto el argentino no se apiadó de la desolación de F., antes al contrario, que le entraron ganas de hostigarlo con mayor saña, hasta verlo consumido por la pena.  Así,  con la intención de humillarlo más, emprendió el camino a  Montjuic.

Subiendo  las escaleras, justo al dejar atrás la Font Màgica, se fijó en dos cuerpos que le precedían. No le fue difícil percatarse de que eran pareja, de esas llamadas de “relación abierta”. Se encaprichó sobre todo del más bajo de los dos. Con gran disimulo, lo acechó desde la distancia, de manera que cuando llegaron a la parte más oscura, le fue fácil seguirle el rastro entre las sombras. Por  el camino, se cruzaron muchos cuerpos, sin embargo,  el argentino, obsesionado con su presa, los ignoró, mientras que ésta, los miraba de reojo con descarada sensualidad. Finalmente, el más bajo de los dos, se paró entre dos troncos, mientras  su novio se extraviaba en la oscuridad; entonces el argentino sintió un subidón de adrenalina que estremeció toda su sangre; sin el menor titubeo, se acercó al cuerpo, lo miró provocativamente, y antes de que el otro pudiera reaccionar, deslizó sus manos sobre las nalgas de él, arrimándolo con vigor contra su carne. Al ver, con suma delectación, que ese cuerpo que acababa de enlazar no se resistía, sino que se dejaba meter mano gustosamente, empezó a magrearlo con mayor vigor. Le encantaba, sin duda,  estrujarlo, frotarle la piel, olerle los cabellos, lamerlo…en fin, le maravillaba sentir como cada fracción de su carne se abandonaba, volcánicamente, al placer.

Tras un largo periodo de caricias y lengüetazos, sintió un brutal deseo de metérsela, pero no a escondidas, en algún recoveco remoto, sino a la vista de los otros cuerpos, para que todo ellos pudieran cerciorarse de su conquista, y también para que esa sensación pletórica de éxito que se estaba apoderando de su alma dilatara mucho más el goce, mucho más, hasta alcanzar lo sobrenatural.

Situados en el sendero principal, el argentino, recostado en un tronco, y tras bajarse los pantalones, se dispuso a penetrar al cuerpo que, justo es decirlo, se desvivía, a su vez, por ser penetrado. El argentino se moría de ganas por consumar la sodomización.   Más de cinco meses llevaba ya sin practicar una penetración como Dios manda, justo desde que conoció, en ese mismo lugar, a F, razón por la cual lo odiaba cada vez más. Entonces, sin embargo, volvería a disfrutar de la sensacional alegría de poseer un cuerpo pasivo, y, sobre todo, de sentirse otra vez un EGO activo, dominador, superior…sería él, y solo él, quien dirigiría su propio cuerpo y el cuerpo del otro, sería él, pues, el supremo Señor. Una vez introdujo su grueso pollón en las entrañas del otro, experimentó una euforia cósmica, que se apresuró a magnificar, agitando con furia su miembro. Entonces, y solo entonces, se apoderó de él la gloriosa constatación de que estaba poniendo los cuernos al cuerpo de F, única razón por la que esa noche había subido a Montjuic, para ponerle los cuernos a ese picha floja de catalán, con quien en mala hora decidió compartir su vida.

Las espasmódicas sacudidas del argentino hacían gemir de lo lindo a su amante. Rápidamente, dichos gemidos atrajeron la atención de otros cuerpos. Unos pocos segundos bastaron para que ambos se vieran rodeados de cuerpos envidiosos, deseosos de participar en el festín,  lo cual sumió al argentino en una felicidad mística. Al Ego del argentino le encantaba ser el centro de atención, y entonces, consciente de que lograba serlo, rió de forma atronadora. Sin embargo, no estaba dispuesto a compartir a su presa con los demás cuerpos. Le pertenecía  a él, y solo a él, por lo tanto, gozaría cuanto y como quisiera de ella. Así que cuando alguna mano intentaba tocarla, él la apartaba con un violento manotazo. Con un brazo agarraba a su amante para demostrar a los otros que era suyo, mientras que con el otro endosaba golpes a cualquiera que no se aviniera a reconocer dicho derecho de propiedad. Entonces, rodeado de muchos machos que lo envidiaban, creyó ser el macho alfa de la manada. Su autoestima aumentó hasta límites insospechados, al percatarse de que uno de esos cuerpos que intentaba manosear a su presa era el de la pareja legítima de ésta. Sí, lo recordaba bien. Los había visto a los dos subiendo, delante de él, `por las escaleras de Montjuich. Cada vez que ese cuerpo intentaba recuperar a su novio, el argentino le endosaba un salvaje empujón, mientras pensaba para sí mismo, “ che, boludo, mirá cómo  te pongo los cuernos. Ahora tu cuchicuchi es mi cuchicuchi, y como es obvio  me adora solo a mi, solo a mi, así que te jodes, boludo… y mientras pensaba estas cosas, medio trastornado por la desgarradora dicha de hacer lo que le apetecía hacer, de no sentir ningún freno a su voluntad, de saberse bendecido por la vida y por Dios, se preparó para la eyaculación.  Sabía muy bien lo que   debía pensar   cuando   descargara su semen en las entrañas del otro cuerpo.

Efectivamente, tal como tenía planeado, mientras su pene soltaba una buena dosis de leche, el argentino se imaginó la cara de aturdido que pondría F cuando le comunicara que esa misma noche le había puesto LOS CUERNOS, Y NO SOLO ESO, SINO QUE SE LOS PONDRÍA cada vez que le “saliera de la punta de la polla”. Más que  el desconsuelo de F., lo que de verdad le causaba  morbo era imaginarse  el sentimiento de  impotencia que roería a F. al saberse traicionado, sabía perfectamente que la primera reacción de F sería la de  agredirle, sabía, con mayor convicción, lo que  espetaría a F, con su característico tono de suficiencia,  cuando éste agitara amenazadoramente las manos: “ si me tocas un pelo, boludo, de la hostia que te meto, te reviento el alma”. Se derretía de felicidad al imaginarse  como F, en silencio, cabizbajo, medio lloroso, huiría, con la cola entre las piernas,  consciente de que  nada podía hacer contra alguien  mucho más alto y corpulento que él. Entonces, eyaculando dichosamente, el argentino saboreó el Éxtasis.