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jueves, 27 de octubre de 2011

L'ANIVERSARI DEL DAVID



EL MEU REGAL D'ANIVERSARI PER AL DAVID


El david estirat sobre la gespa del Stadtpark de Viena



MIGUEL DE MAÑARA Y SU CONMOVEDOR HOSPITAL DE LA CARIDAD

EL CONMOVEDOR HOSPITAL DE LA CARIDAD DE SEVILLA


DESCRIPCIÓN ARTÍSTICA Y SIGNIFICADO DEL HOSPITAL.


RESEÑA BIOGRÀFICA DE DON MIGUEL DE MAÑARA
El hospital de la Caridad fue fundado a instancias de Miguel Mañara, uno de los hombres más ricos de su tiempo, quien, tras llevar una vida de calavera en su juventud, decidió dar, a raíz de la muerte de su esposa, un giro radical a su existencia. Fueron tan sonados los excesos a los que se entregó de joven que algunos, con buen tino, creen que el mito de Don Juan se basa en su vida. Muchas fueron, pues, las mujeres que se acurrucaron en sus brazos, y muchas las copas de vino que remojaron sus labios. Él mismo se describe a sí mismo sin la menor misericordia del siguiente modo:
Yo, don Miguel Mañara, ceniza y polvo, pecador desdichado, pues lo más de mis logrados días ofendí a la Majestad altísima de Dios, mi Padre, cuya criatura y esclavo vil me confieso. Servía a Babilonia y al demonio, su príncipe, con mil abominaciones, soberbias, adulterios, juramentos, escándalos y latrocinios; cuyos pecados y maldades no tienen número y sólo la gran sabiduría de Dios puede numerarlos, y su infinita paciencia sufrirlos, y su infinita misericordia perdonarlos.
Y yo que escribo esto (con dolor de mi corazón y lágrimas en mis ojos confieso), más de treinta años dejé el monte santo de Jesucristo y serví loco y ciego a Babilonia y su vicios. Bebí el sucio cáliz de sus deleites e ingrato a mi señor a su enemiga, no hartándome de beber en los sucios charcos de sus abominaciones.[2]


La muerte de su esposa le sumió en una desazón dolorida, a raíz de la cual decidió abandonar su vida disoluta y libertina para entregarse, en cuerpo y alma, a las obras de caridad. Firme en su convicción de despojarse de toda vanidad mundana, resolvió invertir parte de su enorme fortuna en la construcción del Hospital de la Caridad. Su intención era la de trasladarse desde su casa palacio, en el barrio de Santa Cruz, a los austeros dormitorios del hospital para pasar allí el resto de sus días.
La maravillosa iglesia del hospital fue decorada atendiendo a las ideas de don Miguel Mañara. Éste quería que fuera una especie de libro abierto que explicara, con la mayor elocuencia posible, los fines de la Hermandad que él presidía, y que a la vez ilustrara sus concepciones sobre el sentido de la vida.

CÓMO ENTENDÍA LA CARIDAD DON MIGUEL DE MAÑARA
Para hacernos una idea de cómo don Miguel concebía la virtud de la caridad, nos basta adentrarnos en la iglesia del Hospital de la Caridad e interpretar el sentido de los cuadros y las esculturas que la embellecen. Lo que allí se muestra visualmente, don Miguel lo había vertido, con anterioridad, por escrito en su admirado Discurso de la Verdad. De donde se sigue que la iglesia plasma en imágenes las ideas contenidas en el discurso.

RECORRIDO POR LA IGLESIA
1. Antes de ingresar en el templo, sobre la puerta de entrada, leemos la siguiente inscripción, redactada por el mismo don Miguel:

Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos: estas son las dos columnas del templo de Dios, sin las cuales ninguno de los nacidos subirá al Santo Monte de la Eternidad.

2.- Al traspasar el portal, podemos contemplar a nuestra derecha e izquierda dos de los cuadros más turbadores de la historia de la pintura española, a saber, las dos Vanitas del pintor barroco Valdés Leal.
Uno, titulado, In Ictu Oculi (en un abrir y cerrar de ojos), muestra un esqueleto encaramado sobre un montón de objetos, como una tiara, un cetro, un montón de libros, que simbolizan el poder, la riqueza y la gloria mundana. Sin lugar a dudas, el cuadro representa el triunfo de la muerte sobre la vida, idea que queda aún más resaltada porque en él se puede contemplar como el esqueleto apaga la llama de una vela, símbolo de la vida. El mensaje de la pintura es, pues, palmario: cuando menos nos lo esperemos, en un abrir y cerrar los ojos, la muerte se abatirá sobre nosotros, aniquilándonos. De nada nos servirán entonces todas las vanidades del mundo, ya que también serán aniquiladas con la misma inexorabilidad.


El otro, titulado, Finis Gloria Mundi, el fin de la gloria mundana, exhibe dos cadáveres, recubiertos de gusanos, uno correspondiente a un obispo y el otro a un noble caballero. En la parte superior de la pintura, se puede apreciar una mano que sujeta una balanza. En uno de los platillos se lee “ni más”, y en el otro “ni menos”. El primer platillo contiene distintos elementos que simbolizan los siete pecados capitales, el otro, contiene los símbolos de la oración, de la caridad y de la penitencia. El mensaje es, también, obvio. No importa que seamos ricos o pobres, bellos o feos, lo verdaderamente relevante para la salvación de las almas será el peso de las virtudes y de los vicios en que hayan incurrido éstas durante su existencia terrenal. Según pesen más unos o los otros, se salvarán o no. La mano que sostiene la balanza pertenece a Cristo Jesús, que será el encargado de juzgar a la humanidad en el Juicio Final. Así, es decisión de cada uno, administrar su vida de manera que pesen más los unos que los otros.



En el suelo, justo detrás de la puerta de entrada, se localiza la tumba de don Miguel. Así, en el momento de ingresar en la iglesia, la muerte nos rodea por todas partes. Es lógico ese ambiente mortuorio, si tenemos en cuenta la trascendencia que tenía para don Miguel todo lo relacionado con la muerte. Para entender mejor esa obsesión luctuosa, citemos algunos de los fragmentos de su Discurso de la Verdad:

2.1Memento homo... Recuerda hombre que polvo eres y en polvo te convertirás. Es la primera verdad que ha de reinar en vuestros corazones: polvo y ceniza, corrupción y gusanos, sepulcro y olvido. Todo se acaba: hoy somos, y mañana no aparecemos; hoy faltamos a los ojos de las gentes; mañana somos borrados de los corazones de los hombres. Breves son los días del hombre dice el santo Job (cap14) pasan como flores y sus años son semejantes a los rocíos de los prados: son nuestros días como las aguas de los ríos, que nunca vuelven atrás, y así son irrecuperables; pasaron, y con ellos nuestras obras.
1.1 Si tuviéramos delante la verdad, esta es, no hay otra, la mortaja que hemos de llevar, viéndola todos los días, por lo menos con la consideración, de que has de ser cubierto de tierra y pisado de todos, con facilidad olvidarías las honras y estados de este siglo, y si consideras los viles gusanos que han de comer ese cuerpo, y cuan feo y abominable ha de estar en la sepultura y como esos ojos, que están leyendo estas letras, han de ser comidos de la tierra, y esas manos han de ser comidas y secas, y las sedas y galas que hoy tuviste, se convertirán en una mortaja podrida, los ámbares en hedor, tu hermosura y gentileza en gusanos, tu familia y grandeza en la mayor soledad que es imaginable. Mira una bóveda: entra en ella con la consideración, y ponte a mirar a tu padre o tu mujer (si la has perdido) o los amigos que conocías: mira que silencio. No se oye ruido; solo el roer de las carcomas y gusanos tan solamente se percibe.


2.2 . ¿Qué importa, hermano, que seas grande en el mundo, si la muerte te ha de hacer igual con los pequeños? Llega un osario, que esta lleno de huesos de difuntos, distingue entre ellos el rico del pobre, el sabio del necio, el chico del grande; todos son huesos, todos calaveras, todos guardan una igual figura. La señora que ocupaba las telas brocados en sus estrados, cuya cabeza era adornada en diamantes, acompaña las calaveras de los mendigos. Las cabezas que vestían penachos de plumas en las fiestas y saraos de las cortes, acompañan las calaveras que traían caperuzas en los campos



Tras este estremecedor careo con la muerte, todo aquel que se adentre en la iglesia se siente incitado a meditar sobre su propia vida, a fin de determinar si está bien o mal gobernada, si debe o no ser corregida. Mentalmente, y tras contemplar la mano que sostiene la balanza, uno ha de considerar si sus vicios superan a sus virtudes o no, y sobretodo, si su actual rumbo le llevará hasta el Oriente del Cielo o, por el contrario, hacia el Occidente de Babilonia.
A modo de guía para el que se sienta desorientado moralmente, don Miguel ha grabado en el techo del sotocoro, los versículos del Evangelio de San Mateo, (25, 34-36) en los que Jesús afirma lo siguiente:

“Cuando venga el Hijo del hombre rodeado de esplendor y de todos los ángeles,j se sentará en su trono glorioso.k 32 Todas las naciones se reunirán delante de él, y él separará a unos de otros como el pastor separa las ovejas de las cabras. 33 Pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda.l 34 Y dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid vosotros, los que mi Padre ha bendecido: recibid el reino que se os ha preparado desde la creación del mundo. 35 Porque tuve hambre y me disteis de comer,m tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recibisteis, 36 anduve sin ropa y me vestisteis, caí enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y vinisteis a verme.’ 37

Los versículos anteriores son muy claros y nos conminan a practicar la caridad para conseguir la absolución de Cristo en el Juicio Final. Solamente a través de nuestras obras piadosas lograremos ingresar en el Reino de Dios. Así, pues, nuestra salvación o condena depende exclusivamente de nosotros mismos, de nuestro libre albedrío.

3.- ¿Cuáles serán las obras de caridad que nos llevarán hasta el Reino de Dios? Tanto para los que lo supieren como para los que lo ignoraren, don Miguel, valiéndose del pincel extraordinario de Murillo, nos las muestra en los muros de la nave central de la iglesia. Allí están colgados los siguientes cuadros, Milagro de Moisés en la peña, que nos recuerda la obligación de todo cristiano de dar de beber al sediento; Milagro de la multiplicación de los panes y los peces, para significar que hay que dar de comer al hambriento; Abraham y los ángeles, recordatorio del deber de dar posada al peregrino; La visitación del paralítico en la piscina, que significa el deber de visitar a los enfermos; San Pedro liberado por el Ángel, que alude a la obligación cristiana de redimir a los cautivos, y, finalmente, El regreso del hijo pródigo, que nos exhorta a vestir al desnudo. Así, aquel que avance por el antepresbiterio y levante su cabeza hacia lo alto, se apercibirá de cuáles son las obras de caridad cuya práctica asidua le conducirá hasta el Monte de la Eternidad. Admirará las magníficas obras de arte de Murillo y a la vez se formará. Gozará y a la vez se embellecerá evangélicamente.

4.- Así mismo, y repartidos por el presbiterio y sus aledaños, se pueden contemplar diversas representaciones de Cristo ensangrentado. Especialmente impresionante es el Cristo de la Caridad de Pedro Roldán, llagado, chorreando sangre por toda su anatomía, con el gesto desencajado a causa del dolor de los azotes. Ese hombre sufriente (Ecce Homo), que se sacrifica para enjuagar nuestras culpas, vestido con harapos, mal tratado y desnutrido, se alza en símbolo de todos los pobres y necesitados del mundo. Por amor a él, debemos hacer caridad a todos los mendigos y enfermos, porque cuando damos limosna a un pordiosero en realidad se la damos a él, y por ese gesto misericordioso hacia él, seremos recompensados en el Más Allá,





5.- En las paredes del presbiterio, cuelgan dos magistrales pinturas de Murillo. Si las anteriores telas, nos mostraban de un modo general las principales obras de caridad. Las del presbiterio mencionan aquellas a las cuales los hermanos de la Santa Hermandad deben entregarse con mayor devoción, pues para atenderlas fue fundada la Santa Hermandad de la Caridad. Los dos fabulosos cuadros de Murillo llevan los siguientes títulos, Santa Isabel de Hungría y San Juan de Dios. El primero, para muchos especialistas la obra más conseguida del artista, debía recordar a los hermanos su obligación de imitar a la reina de Hungría, limpiando las heridas de los enfermos y dándoles de comer. El segundo, debía servir para exhortarlos a recoger a los desvalidos allí donde estuvieran y llevarlos hasta el hospital, tal como hacía San Juan de Dios.


6.- Finalmente, en el fondo del presbiterio se halla el espectacular Retablo del Santo Entierro. En él se representa el entierro de Jesús llevado a cabo por José de Arimatea y Nicodemus, quienes recogen a Cristo en sus brazos para sepultarlo. El artífice de tan estupenda obra de arte fue Pedro Roldán quien con ella realizó su obra maestra, uno de los más extraordinarios retablos de todo el Barroco. La escena del Santo Entierro debía recordar a los hermanos que una de sus principales funciones como miembros de la Hermandad de la Caridad debía ser enterrar a los ajusticiados y a los ahogados en el Guadalquivir. Coronando dicho retablo, se hallan las tres virtudes teologales, representadas mediante tres esbeltas mujeres. La Caridad, en el centro, y como no podía ser de otra manera, reina sobre las otras dos.







7.- Desde el presbiterio, y alzando la vista hasta el coro de la iglesia, descubriremos, el grandioso lienzo de Valdés Leal titulado La Exaltación de la Cruz, donde se representa el episodio narrado en al Leyenda Dorada, según el cual, cuando el emperador romano Heraclio, acompañado por un sequito impresionante, ataviado de lujosos ropajes y cubierto de valiosísimas alhajas, se dispuso a devolver la Santa Cruz a Jerusalén, debió cambiar de planes, pues al llegar a la puerta principal de la ciudad, ésta se desplomó, impidiendo a todo el cortejo imperial entrar en Jerusalén. Justo en ese momento, se apareció un ángel quien recordó al emperador que Jesús había entrado en la ciudad santa a lomos de un asno y sin ninguna clase de boato. El emperador captó el mensaje, y despojándose de todos sus lujos, ingresó con la mayor humildad en Jerusalén. Del mismo modo, el espectador que contempla la pintura de Valdés Leal debería despojarse de todas las vanidades del mundo. Sólo así alcanzará la gloria celestial, situada en la cima del Monte de Dios.






NORBERTO, MI PADRE, DON MIGUEL MAÑARA Y EL SENTIDO DE LA CARIDAD DE SEVILLA.


Sentado en el Parque de María Luísa de Sevilla)



Este año, por Semana Santa, estuve visitando Sevilla junto a mis padres. Recorrimos, verdaderamente fascinados, las maravillas arquitectónicas de la ciudad. La urbe hispalense, (que fue, de facto, la capital de la España Imperial), atesora la mayor densidad de iglesias y de conventos de toda la península, no sólo en cantidad, sino también en calidad artística. No en vano Sevilla fue, durante el Renacimiento y parte del Barroco, una de las ciudades más ricas de Europa y, por ende, del mundo. Cuántos barcos, cargados con la plata del Perú y el Oro de Méjico, desfilaron sin cesar por su río Guadalquivir. Una porción considerable de esos metales nobles se destinaron a financiar la construcción de iglesias nuevas, y también, y aún con mayor empeño si cabe, a enriquecer las ya existentes. La mayoría de ellas han sobrevivido a los avatares del tiempo.
Sobrecogidos, con los ojos deslumbrados, las contemplamos. Sobretodo recuerdo los fastuosos retablos de la Iglesia del Salvador, y también los de la Iglesia de la Magdalena y, por encima de todo, las fabulosas tallas de Martínez Montañés y de Juan de Mesa: inolvidable su Cristo del Amor. Y aunque sólo pudimos admirar una ínfima parte del total, lo que vimos nos bastó para convertirnos a la fe de Sevilla. Yo al menos me hice un devoto empedernido de su belleza.

La infausta meteorología


El fin de la visita a Sevilla era, sin duda, el presenciar sus prodigiosas procesiones de Semana Santa. Yo, junto a David, las había contemplado el año anterior. Siempre, mientras viva, recordaré esos días como uno de los más felices de mi vida. Jamás me hubiese podido imaginar que fuera posible sentir el aliento de Dios a ras de piel. Cuán equivocado estaba. En Sevilla es posible eso, y no sólo eso, pues por sus calles se huele el olor de la Virgen, casi se saborea la sangre de Cristo e incluso se toca, con el alma, el corazón de Dios. No exageraba nada aquél cronista que usó, para definir la atmosfera de la Sevilla pascual, los versículos del Apocalipsis, 21, 2-4, que rezan así:

Vi la ciudad santa,e la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo,f de la presencia de Dios. Estaba dispuesta como una novia que se adorna para su prometido.g 3 Y oí una fuerte voz que venía del trono y decía: “Dios habita aquí con los hombres.h Vivirá con ellos, ellos serán su puebloi y Dios mismo estará con ellos como su Dios.j 4 Secará todas las lágrimas de ellos,k y ya no habrá muerte,l ni llanto, ni lamento, ni dolor,m porque todo lo que antes existía ha dejado de existir.”

Sin lugar a dudas, así lo acreditaron mis sentidos, ese Jueves Santo, Dios se hospedaba en Sevilla. Yo lo sentí y él me sintió y ambos, en tono cordial, platicamos largamente, mientas paseábamos por la Nueva Jerusalén. Yo miraba sus ojos, los ojos del Jesús del Gran Poder, el Señor de Sevilla, esa memorable talla del genial Juan de Mesa, y él, el Cordero de Dios, me bendecía.

Fue tanta la dicha que rebosó mi espíritu que, ese mismo día, me hice el propósito de compartirla con mis progenitores. Por ello, nada más que regresé a Lleida, los invité a contemplar en directo la Semana Santa Sevillana. Así lo concebí, y así fue. La Semana Santa del 2011 estábamos en Sevilla, listos para asistir a las procesiones. Por desgracia no pudo ser. Las fuertes lluvias de finales de abril impidieron a las cofradías salir a la calle. No hubo ni nazarenos ni bandas, ni olor de incienso ni costaleros, ni cruces de guía ni palios. Ese año, y por primera vez en la historia, Dios no salió a las calles sevillanas durante la Madrugada, la sobrenatural Madrugada del Viernes Santo. Nos sentimos realmente muy decepcionados, y como nosotros muchos sevillanos más, algunos de los cuales lloraron amargamente esa ausencia. Sólo la lluvia se paseó sin misericordia por las calles.

No fue esa la única desgracia. Mi padre, aquejado de una seria depresión, no pasaba por sus mejores momentos. Si por él hubiera sido, se habría quedado encerrado todo el día en el hotel, porque su dolencia sólo quería soledad. Sin embargo, y muy a regañadientes, consintió en acompañarnos. La verdad daba mucha lástima contemplar su rostro desdibujado por la congoja interior, y aunque ya habíamos visto ese dolor grabado en su faz muchas veces antes, pues lleva ya años arrastrando su dolencia, verlo tan decaído por las risueñas calles sevillanas, nos impresionó mucho más. Era, sin lugar a dudas un hombre abatido, con una mirada descorazonadoramente triste. Esa mirada es la que esperaba encontrar en Norberto, iluso de mí. No la encontré, pues el argentino casi siempre derramaba optimismo por todos sus poros.

En resumidas cuentas, ya fuera por las lluvias o por la dolencia de mi padre, la visita a Sevilla no puede tacharse, precisamente, de pletórica.

La sorpresa.

Hace unas semanas, a principios de octubre, mientras comía en casa de mis padres, algo inesperado aconteció. Mi madre, como quien no quiere la cosa, me dijo que la próxima Semana Santa podríamos volver a Sevilla. Justificó su propuesta, aludiendo a la depresión de mi padre, pues por culpa de ella, éste no había podido disfrutar de los encantos de Sevilla. Además, tampoco, y por culpa de la adversa meteorología, no habíamos podido asistir a las Procesiones. Me quedé con la boca abierta, sobretodo al saber que el instigador de la idea no había sido otro que mi padre, un hombre a quien no le gusta nada viajar ni gastar el dinero en asuntos poco provechosos, pero fuere por lo que fuere, lo cierto es que el hombre sintió la necesidad de volver a Sevilla. Mi madre, totalmente asombrada por la decisión de su marido, me dijo: “qué cosa más rara que tu padre quiera ir allí”. Las cosas son como son, y a día de hoy ya he efectuado las reservas para la próxima Semana Santa. Faltan más de cinco meses y ya tenemos reservadas las habitaciones. Hay que ser previsor. Aunque para no ser demasiado reiterativo, esta vez pernoctaremos dos noches en Málaga y una en Sevilla, justo la noche de su Madrugada, de su esplendorosa Madrugada. Esperemos que en esta ocasión los cielos nos sean benignos y no nos caiga ni una sola gota. Por otra parte, la Semana Santa de Málaga también disfruta de un merecido renombre, y en cierta medida es más espectacular que la de Sevilla, pues los pasos son mayores, aunque de menor enjundia artística.

Doble ración

Si los hados me son favorables, y nada parece augurar que no lo vayan a ser, por enero del próximo año también estaré en Sevilla. David agotará los 11 días de vacaciones que aún le quedan, visitando a su hermana que reside en Mijas, localidad ubicada en la provincia de Málaga, y a sus padres, que están en Osuna, cerca de Sevilla. Como preludio a la visita familiar, visitaremos, aunque todo está todavía en el aire, las ciudades renacentistas de Baeza y Úbeda, declaradas patrimonio de la Humanidad, y posteriormente recalaremos en Granada para visitar la inmortal Alhambra y la no menos maravillosa Cartuja. En Málaga nos separaremos: yo continuaré rumbo a Sevilla, la maravillosa Sevilla, donde tengo previsto recorrer las notables ruinas romanas de Itálica, al lado mismo de Sevilla, cuna de dos emperadores romanos, Adriano y Trajano, y por la tarde y también por el día siguiente, y si nada se interpone en mi camino, visitaría el palacio de la Condesa de Lebrija, adornado con los suntuosos mosaicos arrancados de las casas de Itálica y también, y rezo desde ahora mismo para que así sea, me daría un garbeo por el Hospital de la Caridad.




NORBERTO Y EL HOSPITAL DE LA CARIDAD DE SEVILLA.
NORBERTO  Y LO ABSURDO DE MI CARIDAD HACIA EL ARGENTINO

No estoy al corriente de cuáles eran las muestras de gratitud de los enfermos hacia sus cuidadores, en el caso de que las hubiere. Que a buen seguro las debió haber, pues el género humano, salvo excepciones, suele ser de naturaleza agradecida. Quien sabe si echando un vistazo a los archivos del Hospital de la Caridad, daríamos con algún documento donde se describieran algunos gestos de gratitud de los que allí fueron atendidos, tantos y tantos desgraciados sevillanos, que tuvieron la suerte de reposar sobre una de las camas de los pabellones hospitalarios. También hay que suponer, porque la naturaleza humana es, con demasiada frecuencia, negligente y defectuosa, que algunos abandonara el hospital, completamente curados, sin mostrar el menor agradecimiento para con sus enfermeros. De todo hay en la viña del Señor, al fin y a l cabo, el argentino no es el único ser ingrato que ha existido.
Imagínense que alguno de los hermanos que servía en la santa Hermandad de la Caridad hubiera localizado, abandonado en un rincón cualquiera de Sevilla, hambriento, desolado, con “ los ánimos destruidos”, “ muy deprimido”, a un enfermo, a un desvalido. ¿Cómo hubiera obrado? Sin ningún género de duda se hubiera compadecido de él, y con la mayor buena voluntad se lo hubiera llevado al hospital para que sanara allí de sus dolencias.
Pero qué hubiera sucedido si ese “pobre”, una vez en el hospital, hubiera empezado a cantar y a bailar, hubiera despreciado las costumbres de sus bienhechores e incluso hubiese censurado su forma de ser, o bien, si aguijoneado por la lujuria, se hubiese ausentado del hospital por las noches en busca de carne con la que saciar sus pasiones. ¿Qué sentido hubiera tenido hacer caridad a un tipo así? Ninguna, evidentemente ninguna. No hace falta insistir en que tal imperfecto hubiera sido expulsado fulminantemente, y con toda la razón del mundo, del hospital. Algo parecido, y salvando todas las distancias, me aconteció con el argentino. Mi obra de caridad para con él quedó en agua de borrajas. No me cundió nada. Me sentí, no sólo burlado, que eso aún lo puedo asumir a causa de mi buena fe, sino también despreciado, y eso nunca lo asumiré, pues me parece de una indecencia humana francamente morrocotuda.
Naturalmente, el argentino no se arrepiente de tal impostura, o en el caso de que se arrepienta se lo guarda para él. Al fin y al cabo, según él, “sólo se trata de vivir”, así al menos se lo confesó a su sobrino de Buenos Aires. Una filosofía de vida, la suya, diametralmente opuesta a la seguida por don Miguel de Mañara en su Discurso de la Verdad, en donde solemnemente afirma:

Hay vida., donde bien se vive: algunos comienzan a vivir cuando van a morir. ¡Miren que vida alcanzaran los que al entrar en el otro siglo quieren empezar su buena vida! Ofrecen a Dios sacrificios de muertos, que son los de su vejez, débiles y miserables. Si acá viéramos, que un hombre de 80 años pretendía entrar por paje del rey ¿no haríamos burla de su imprudencia, pues empezaba a servir cuando ya era razón estuviese cargado de méritos, como de años? Pues lo mismo le sucede a estos mentecatos. No es bueno ni malo el vivir, pues es común a los hombres y a las bestias; sólo el vivir bien es loable.

Y más adelante, dice:

Hermano mío, si quieres tener buena muerte en tu mano está, ten buena vida, que con buena vida no hay mala muerte, ni buena muerte con mala vida: todo se acaba: si no ha de durar, ¿de que se te da de conseguir lo que deseas? Si sirves a los príncipes, ellos te dejaran mañana, o tú los dejarás con tu muerte. Mira San Francisco de Borja lo que le sucedió: sirvió muchos días a los emperadores, y muriendo la emperatriz, se la dieron en deposito para que la llevase a Granada a enterrar y abriendo la caja a donde iba aquella señora a quien el y un mundo servían de rodillas, vio un saco de gusanos y que la corona estaba sentada sobre un poco de podré y dijo: ¿en esto paran las grandezas humanas, a quien los hombres se desvelan en servir? Yo prometo de aquí en adelante no servir a señor que muera. Como lo prometió así lo hizo; sirviendo a Dios tan de veras, como nos lo dice su santa vida.

Acabo ya reproduciendo las certeras palabras con las que don Miguel concluye su afamado Discurso de la Verdad:


. Libre albedrío tienes, elige, que para coronar Dios sus obras y para que le tengan mérito, te pone en libertad: elige, porque has de morir; y al salir tu alma de ese tu cuerpo, en que ahora habita, le tomarán estrecha cuenta de los pasos que ha dado en estos montes, que todos te los tienen contados, y ellos te llevarán al fin donde se encaminaron. Quiera la gran misericordia de Dios y su paternal piedad, vayan a parar a él mismo, adonde descanses. Amén.

NORBERTO, MI AMOR POR LOS LIBROS Y LA BÚSQUEDA DEL AFECTO Y EL TEATRO DEL MUNDO.

Acabo de comprarme, por internet, una enciclopedia sobre las iglesias y conventos de Sevilla. La obra, profusamente ilustrada con fotografías a todo color y a toda página, consta de 6 tomos. La he comprado en una tienda de libros de segunda mano, a un precio de ganga. No pude resistir la tentación, al verla a un precio tan goloso, de adquirirla.
Norberto nunca fue capaz de entender mi amor por los libros. Una vez incluso llegó a recriminármelo. Ocurrió en la víspera de nuestro viaje a Bilbao. A fin de documentarme sobre los itinerarios a seguir por el casco urbano bilbaíno, me compré tres guías sobre la capital vizcaína. Al verlas, el argentino, visiblemente molesto, exclamó, frunciendo el ceño: “que manía tienes con los libros. No deberías gastar el dinero en esas cosas. No lo entiendo, la verdad.”En otra ocasión, justo cuando regresábamos del País Vasco, comentó, al darse cuenta de los libros de fotos que había comprado en Bilbao: “Tú y tus libritos”. Lo dijo en un tono de suficiencia poco halagador.

Finalmente, una vez, mientas leía un libro sobre la historia de Barcelona, me dijo, con un no disimulado desprecio: “¿por qué tienes esos libros? No sé por qué los quieres, verdaderamente Carles, haces unas cosas que… “

Pero qué más le daba a Norberto si quería comprar o no esos libros. Que diablos le importaba a él. Acaso le obligaba a comprarlos o a leerlos. No, pues entonces a qué venían tantos reproches.
Si a mí, y por las razones que sean, me gustan los libros, y quiero, porque así me sale de los mismísimos, tenerlos en mi casa, ese es mi problema y a él no le incumbe para nada. Y además, alguien con estudios universitarios como el argentino debería tener bastante predilección por los libros, pero, y a las pruebas me remito, se la traían floja. Quizás sólo estudió, no por el amor a la sabiduría, sino por la vanidad de sentirse por encima de los demás.
Hay mucha gente que le gusta hacerse su biblioteca personal a lo largo de la vida, para lo cual no desaprovechan ninguna ocasión. Éste es mi caso, y no creo que haga ningún mal, ni a mí ni al prójimo, llenando de libros los estantes de mi despacho, más bien todo lo contrario.
Pero Norberto, tan devoto de las normas de su Comunidad, no advertía ningún sentido en amar a los libros. No en vano, una de las principales normas de esa Comunidad casi prescribe la frivolidad como criterio para orientarse en la vida. Ser frívolo, según algunos miembros de esa comunidad, es ser auténtico. Al fin y al cabo, según ellos, de lo que se trata es de vivir intensamente, es decir, hedonistamente y nada más que de eso. La lectura, para muchos de esos tarambanas, es cosa de amargados o de viejos chochos. Reír a carcajada limpia, soltando las mayores banalidades, esa es la mejor forma de pasar la existencia. La promiscuidad, la ociosidad, el egoísmo, también son valores al alza entre ellos.
Aunque bien mirado, no me resulta suficiente recorrer a la fidelidad de Norberto a su Comunidad para explicarme su menosprecio hacia mi amor por los libros. Intuyo que hay algo más. Pero qué.
Su actitud me recuerda a algunos de mis alumnos, los cuales no quieren aprender, sino que su principal preocupación es conseguir el mayor afecto. No quieren conocimientos sino más bien atención. Por causas que no vienen al caso, ese afecto no lo reciben de quienes tendrían la obligación de dárselo, es decir, de sus familias. Son seres desatendidos, dejados de la mano de Dios, abandonados a su suerte. Están solos en el mundo, y a su manera se rebelan contra esa soledad y esa falta de cariño. No se resignan a no ser queridos, todo lo contrario, pues se afanan por encontrar, al precio que sea, el afecto de cualquier persona. Cualquier ser de su misma especie les sirve y a él se dirigen para que tenga a bien concederles un poco de amor, incluso una migaja.
Si son correspondidos en su búsqueda de afecto, se vuelven las criaturas más amorosas del orbe, y se deshacen en buenas palabras y en sonrisas, pero si, por el contrario, no son correspondidos, entonces se convierten en seres cargados de rencor, pérfidos, capaces de mortificar a la persona que no ha transigido a sus chantajes emocionales. Siempre que se les presenta una buena ocasión, boicotean todo lo que esa persona proponga o disponga. Sin el menor rubor, le muestran bien a las claras su desprecio y su hostilidad. Son, de alguna forma, individuos egoístas que solo miran por ellos y que nunca se hacen cargo de las necesidades de los demás. Se creen que solamente ellos arrostran problemas en la vida, o peor aún, que los problemas de los demás no valen nada en comparación con los suyos.

Para dejarlo claro desde ahora, Norberto impuso que en nuestra convivencia no debía de haber nada de amor ni de afecto sentimental, y como la barrera entre el cariño y el afecto sentimental es siempre muy tenue, lo mejor para no sobrepasarla es mantenerse, aun a riesgo de ser tildado de huraño, lo más distante posible respecto a la otra persona. Así al menos lo hice yo.
Aunque no entendí muy bien eso de la caridad, a la cual se refirió Norberto como “la cosa más bella del mundo”, accedí a dar satisfacción al argentino en sus pretensiones caritativas, porque pensé que estaba en una situación crítica que requería obsequiarle con una obra de caridad. Desgraciadamente, pronto me di cuenta de que no era caridad lo que necesitaba sino otra cosa, pero entonces por qué no lo dijo abiertamente. La caridad es una virtud cristiana, y yo la entendí así. Exactamente como la entendió don Miguel de Mañara al fundar su Hospital de la Caridad de Sevilla

Así, di de beber al sediento.
Dí de comer al hambriento.
Di posada al peregrino.
Vestí con mi ropa al desnudo.
No pude, sin embargo, cuidar al enfermo, porque el argentino nunca estuvo enfermo.
Tampoco pude enterrarlo ni redimirlo de su cautiverio por razones obvias.

Practiqué la caridad, pues, como la practicaba don Miguel Mañara. Pero cuando no hay ser necesitado, difícilmente puede haber caridad. Si Norberto no entendía la caridad en un sentido cristiano, en qué sentido la entendía. La caridad puede implicar el cariño sentimental, pero en general lo excluye, porque busca sobretodo el amor a Dios, y por él auxilia al prójimo, no por el prójimo mismo, sino por Dios. Hice mucho más de lo que debía, porque ni me sentía cristiano ni tenía ninguna necesidad de salvar mi alma (pero tampoco cometí la indignidad de hacerme pasar por un cristiano). Él, en cambio, y aunque nadie se lo tome en serio, tenía muchas “aspiraciones religiosas”. No puede, sin embargo, haber misericordia para con el prójimo, si éste no es honesto. Nadie puede exigir caridad al otro, si él mismo no es capaz de dar caridad a quien se la implora. Todo esto es muy lógico, pero cuando uno hace de la incoherencia su filosofía de vida, nada razonable se puede esperar de él, más allá de las riñas y de los reproches, y de eso, y como es natural, hubo mucho entre nosotros dos.

Aunque, si una vez me apiadé del argentino, no veo por qué ahora debo reprochármelo o reprochárselo. Mis miserias no son menores que las suyas; mis torpezas tampoco desmerecen de las suyas. Aunque a mi, quizás, me salve la palabra y a él le condene su orgulloso ( o tal vez avergonzado) silencio, tampoco esto importe mucho, y en el fondo cada uno representemos, de la mejor manera posible, nuestros papeles sobre este escenario tan estrafalario, y a la vez tan hermoso, que es el mundo.

Como dijo don Miguel de Mañara en su Discurso de la Verdad:

Y así dijo muy bien Epitecto que este mundo era una comedia que en el todos somos farsantes; unos hacen papel de reyes, otros de esclavos; unos de tullidos y otros de ricos; unos de sabios, y otros de ignorantes; unos apenas representan 4 palabras, otros tienen el papel muy largo, según el autor de esta comedia les dio; y cada uno de lo que debe hacer es el papel que le cupiere con perfección, el tiempo que le durare; que el repartir los dichos y papeles, al autor solo le toca, que por postre estas figuras que representamos, se han de acabar, y en quitándonos del tablado de este mundo, todos quedamos iguales, y en polvo y tierra resueltos: representamos lo que no fuimos, y no somos lo que representamos.

viernes, 14 de octubre de 2011

EL CASTELL DE LOARRE I L'ESPERIT SANT












EL CASTELL DE LOARRE, EL VENT I L’ESPERIT SANT

En el meravellós càntic a les criatures de Sant Francesc d’Assís, el vent simbolitza el món exposat on regna una força que no autoritza el repòs, que sempre ens agita i ens mou, ens agullona i ens desvetlla, que no admet tendències sedentàries ni estructures fixes, tot ho remou i ho abat, mai no afavoreix ni la comoditat ni la instal•lació. Per tot plegat el vent representa l’Esperit Sant.
Si en algun lloc aquest Esperit és més present, aquest és, no cal dir, el castell de Loarre. Als seus peus, hom ja sent batre contra la seva pell i els seus cabells la força eòlica, però és un vent encara dòcil, un vent qualsevol més, sense cap tret que en faci pressentir la seva natura sobrenatural. A mesura que hom ascendeix pel pendent que duu a la porta principal del castell, l’agitació de l’aire comença a envigorir-se, mentre alguna cosa el dota d’un carisma que el fa únic, insòlit, completament diferent de la resta d’oratges que poblen la rosa dels vents. És un vent que bufa en onades circulars, com si volgués abraçar-te i alhora que empènyer-te amunt. T’estima i alhora t’esquinça. Vol allunyar-te de qualsevol punt fix i alhora et transporta cap a tu mateix. El sents més a prop i alhora el sents infinit. No el veus, però hi és. Et toca i no el toques. T’esguarda i no l’esguardes. El sents i no sents res més. Està allí i està arreu, s’estén i es replega, creix i minva, neix i reneix, és, sobre totes les coses és.
Tan sols a l’església del monestir, hom assoleix la pau absoluta. Ni volva de vent. Sota la volta de l’absis, entre penombres, tot està quiet, eternament quiet. No s’hi filustra cap rastre del temps. Tot s’incardina en una dimensió desposseïda de les ombres de l’existència. Aquí també la llum està en repòs, pàl•lida i bellíssima. Gosaria dir que en un lloc així hom podria subsistir sense alimentar-nos de cap menja terrenal, sense respirar ni dormir. Els mateixos batecs del cor no serien necessaris per a la supervivència. Aquí, a l’església de Sant Pere, no existeix la descomposició de les coses. Aquí la vida sobreïx pels segles dels segles. Aquí basta l’esperit per perdurar. El nostre esperit amalgamat amb el del castell. Perquè tota l’edificació està composta de vent: és el castell del vent. I a mesura que ascendim a la torre de l’homenatge ens sentim alliberats de nosaltres mateixos. Cada cop les ràfegues del vent són més fortes, i cada cop ens envesteixen amb més braó per arrencar-nos tot residu egocèntric. Un cop assolim el cim, embadocats per les fabuloses vistes dels Pirineus, som U amb el castell. Som vent, tan sols vent. La nostra pell és pura energia eòlica. Som pneuma el seu Pneuma.

ELS MALLOS DE RIGLOS






A Riglos, la terra neix de la terra, perquè allí la roca està composta de cel•lulosa. És matèria viva de soca-rel. L’aigua i el vent del nord d’Osca són la seva saba, per ells creix i viu. Es mou i es retorç. La vida, als Mallos de Riglos, és sòlida, forta, rotunda. No és, ni de bon tros, immaterial. Se la pot tocar. Els més temeraris, armats de piolets i cordes, la poden, àdhuc, escalar-la. Com n’és de sensacional contemplar, els diumenges assolellats, l’ascensió de molts alpinistes per la pell mineral d’aquell mastodòntic ésser viu que són els Mallos de Riglos. L’alè dels uns s’arrapa a l’alè colossal de l’altre. El microscòpic estima el macroscòpic i a l’inrevés. Un s’emmiralla en l’altre i alhora tots dos s’uneixen per convergir en un sol espècimen. Ben mirat, els homuncles que s’arrapen a la mola rocosa recorden els empelts. S’empelten no a una cosa inert, sinó a una que sobreïx vida. Són, d’alguna forma, devots de la vida i se’n volen embriagar i per això s’hi adhereixen amb tant de fervor.
Perquè, a Riglos, els fiters que s’enlairen amunt són catedrals vivents. Els conglomerats, elaborats d’argila i sorra, units per obra d’un ciment làbil, estan en perpetu creixement. Brollen de la terra. Creixen. Són tiges d’una planta immensa. Hom, en albirar-les, té la sensació d’estar davant d’una vegetació sobrenatural. Amb tot, no alimenta cap dubte que els pinacles i les codines estan vives, que són organismes dotats de totes les funcions biològiques adients, que respiren, que degluteixen, que beuen, que excreten, que transporten nutrients d’una cèl•lula a una altra.
De què es nodreixen els Mallos? De la pluja i del vent. Del sol i del glaç. Sense ells no existirien i per ells creixen i són.
Què excreten? Els voltors i les aus de rapinya. Tots ells els sobrevolen. Se’n van i tornen, immersos en un cicle que s’autoalimenta sense repòs.
El mateix Déu els va sembrar en temps immemorials, quan Adam i Eva caminaven, abraçats, per aquells rodals. Els Mallos de Riglos són els únics supervivents de l’Edèn primigeni.

NORBERTO Y DAVID : POEMAS DEL SER Y LA NADA



ACLARACIÓN LITERARIA:
Los poemas sobre la nada expresan el sentimiento que la convivencia con el argentino dejó en mi alma. Lo estéril, por ejemplo, nunca se refiere a una persona, sino a los actos de esa persona. Nunca afirmaría que el argentino, como persona, encarna lo estéril, porque me resulta obvio que hay bastantes personas en el mundo que proclaman lo contrario, pues para ellas ha sido algo fértil y beneficioso. Lo único que digo es que sus actos para conmigo, y en ese lapso de tiempo que fue nuestra convivencia, dejaron en mí el sentimiento de lo estéril. De la misma manera nunca se me ocurriría pensar que el argentino, como persona, es la nada, porque eso es metafísicamente falso, y físicamente todavía lo es más. Lo es porque es evidente que el argentino es algo y también porque hay muchas personas que afirman que el argentino es algo y que para ellas ha sido muy provechoso conocerlo y lo aman y lo bendicen. Lo único que yo sugiero en mis poemas es que en mi pensamiento el argentino simboliza la Nada. Esa palabra la utilizaba él mismo muchas veces para delimitar nuestra convivencia. No sólo la dijo sino que la escribió. No solo la escribió sino que la puso en práctica y se fue sin decir nada, ni siquiera adiós. Me negó, pues, la palabra. Que mi palabra, en desquite, rebose el vacío de su silencio.


ÉL NIEGA LA PALABRA.

A Norberto

Eran las seis del domingo. La seis.
Cuando, para él, me puse a teclear
Un mensaje de móvil: ¿Te puedo llamar
Dentro de una hora? Sin más, se lo envié.

Con la voz de mis sueños se lo envié.
Con la misma ilusión con que los niños
Lanzan al cielo una cometa: así
Se lo envié. Como yedra de la zanjas
Que sueña un paredón para enredar-se,
Así, anhelante, esperé su respuesta.

No hubo ni son ni relámpago. No hubo
Ni sombra de respuesta. No hubo nada.

Eran las seis y cinco y no hubo nada.
Eran las seis y cuarto. Y no hubo nada.
Eran las seis y media. Y no hubo nada.

Eran las siete del domingo y nada.
¡Las siete¡ y nada de nada. ¡Las siete¡

No hubo ni sol ni madrugada. No hubo
Ni sombra de respuesta. No hubo nada.

La nada fue un gusano en la manzana
De mi esperanza y me dejé comer.
Y al mismo tiempo esperé, con fe de ángel,
Que volviera a mi orilla la paloma
Mensajera, a mi río sin meandros.

Eran las ocho y yo aún la esperaba.
Eran las nueve y yo aún la esperaba
Eran casi las doce del domingo.
Las doce. Y aún nada. ¡Sólo nada¡

No hubo ni frío ni verano. No hubo
Ni sombra de respuesta. No hubo nada.

Y vino el lunes y el mismo silencio.
Y vino el martes y el mismo silencio.
Y vino el viernes y el mismo silencio.

Calló el pulgón y el mugido del buey.
Callo el guijarro y el troncho del apio.


Todo a mi alrededor guardó silencio.

No hubo ni toro ni manada. No hubo
Ni sombra de respuesta. No hubo nada.


Rajé septiembre y no encontré respuesta.
Rajé diciembre y no encontré respuesta.
Rajé febrero y no encontré respuesta.

No encontré ni la espuela ni los muslos.
No encontré nada. Ni el hongo ni el viento.

No eres de Cristo si me niegas la palabra.

Si me la niegas, se la niegas a Él.

Me asomo al Reino de Dios y tampoco
La encuentro allí. No está ni aquí ni allí.
No está en ninguna parte. Ni en el orco.

Tu palabra es la nada y es por eso
Que todo te separa del amor de Cristo.

Porque Él es la Palabra
____________________Y con Ella lo hizo Todo.




SAN FRANCISCO DE ASÍS HABLA A LOS PÁJAROS

A David

Seas, mi pájaro, alabado,
porque tu voz es la de Dios
Y tu vuelo es el de su aliento.

Te abro la palma de mi mano
Para que en ella hagas tu nido.

Coge mis cabellos, anúdalos,
Júntalos con la cera de mis oídos:
Y alza, sobre mi piel, tu casa.

Te doy mi palabra y mi sombra.
Mi pan y mi boca. Mi sed
Y mi leche. También mi soplo.

Seas, mi pájaro, alabado,
porque tu voz es la de Dios
Y tu vuelo es el de su aliento.

Sube a mi hombro y atisba, desde allí,
Las hierbas y las flores que plantó,
Para el goce de los sentidos,
Nuestro amorosíssimo Padre.
Son pequeñuelas y, como Él nos ama,
Amémoslas en sueño y en vigilia.

Mira a lo lejos las montañas
Y los bosques, las amapolas
Y los abrojos, el cielo y el sol.
Ellos también te miran y te aman.
Acarícialos con tus alas
Y bendícelos con tu pico.

Allí, a ras de horizonte, el mundo
Es una mesa recién puesta
Para nosotros. El río es un vaso
De agua fresca. La tierra es un plato hondo
Que rezuma la sopa más sabrosa.
Toma ya la cuchara y aliméntate.

Seas, mi pájaro, alabado
porque tu voz es la de Dios
Y tu vuelo es el de su aliento.


Te hablo porque te amo sin cesar,
Mi lengua es aire y por ella vuelas
Hacia los recovecos de mi alma.

Surca mi espacio, mi olvido y mis sueños.
Súrcame todo. Mi nuez y mi hígado.
Y cuando te haga falta la comida
Para tus crías, acude a mi corazón:
Lo troceas y te lo llevas
A cachitos hasta su buche.

Te hablo y me gorjeas sin tregua.
Sigo tus huellas por el cielo
Porque ellas me llevan al Verbo.

Su palabra es mi alegría.
_____________________Por Ella soy y con Ella te amo.


NORBERTO Y SAN FRANCISCO DE ASÍS



NORBERTO  Y SAN FRANCISCO DE ASÍS

Hace justo una semana, el 4 de octubre, fue el día de San Francisco de Asís, patrono de la ecología. Este hombre fabuloso destacó por su humildad y caridad hacia todos los seres de la creación. Se llamaba a sí mismo “pequeñuelo” y se consideraba, sobretodo, un siervo de Dios.
Norberto fue, en su juventud, y quizás también en la época actual, un gran admirador de la obra del poverello de Asís. Desgraciadamente, se quedó con la música pero no con la letra. Al menos en nuestra convivencia, la influencia del santo brilló por su ausencia. No sentí, o no supe sentirla, ninguna caridad franciscana del argentino hacia mi persona.
Por mi parte, interesándome más por la letra, me he leído algunos de sus escritos más renombrados. Entre todos ellos, uno de los que más me han impresionado lleva por título: ADMONICIONES. En ellas, san Francisco se dirige a los frailes de su comunidad para encauzarlos por las sendas del Evangelio. Contienen la sabiduría del pobre que se ha despojado de todo y que se pone, con confianza total, en las manos de Dios. A partir de ellas, el santo redactaría las normas de su Regla.

Especialmente me ha llamado la atención la número XXIV, que reza:

Bienaventurado el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle.

Lo que me maravilla de esta admonición es que, de alguna manera, ilustra mis motivaciones al tender mi mano al argentino y también mi decepción al comprobar que éste encubrió sus verdaderas intenciones.

San Francisco alaba a aquel que ayuda a quien no está bien de salud, porque demuestra una encomiable buena voluntad hacia el enfermo. Según el santo, la bondad y grandeza de ese comportamiento radica en que no espera recompensa, pues es obvio que de un enfermo, y por su misma naturaleza defectuosa y debilitada, no se pueden esperar ninguna clase de correspondencia. Cualquier gesto que se tenga hacia él será un gesto no correspondido, no porque el enfermo no quiera corresponder sino porque no tiene fuerzas, ni anímicas ni corporales, para ello. Sin embargo, y eso es lo relevante, el “ Poverello”, con muy buen tino, y con más sentido común si cabe, relaciona la caridad, el verdadero amor, con la recompensa. Si resulta comprensible que estando malo, alguien no recompense, también resulta comprensible que quien esté bien, sea fraile o no, recompense de alguna manera a quien se preocupa por él, y, por la misma regla de tres, también es razonable que el que ayuda espere alguna recompensa por la caridad o el afecto dados. De ello se deduce que no puede existir ni verdadero amor, ni verdadera caridad, ni verdadera amistad o compañerismo, sin recompensa mutua. La misma idea reluce en su Admonición número IX que reza:

“2En efecto, ama de verdad a su enemigo aquel que no se duele de la injuria que le hace, 3sino que, por amor de Dios, se consume por el pecado del alma de su enemigo. 4Y muéstrele su amor con obras.”

Si no hay obras no hay amor ni amistad ni caridad ni nada.

El argentino, ese mismo que me habló de una “gran depresión” y de unos “ánimos destruidos”, me dijo que no tenía nada que dar, es decir, y en lenguaje franciscano, que no me daría ninguna recompensa. Me dijo que sólo aceptaría mi ayuda si era por caridad (la cosa más bella del mundo según él – sin duda pensaba así por influencia del “poverello”), como dando a entender que eso le eximiría de toda gratificación, porque según él la caridad se hace a cambio de nada. Él lo debe pensar así, pero san Francisco, el mayor filántropo de la historia, no. Y tampoco hace falta que lo diga el “poverello” porque es bien sabido que, desde la prehistoria, las relaciones humanas se fundamentan sobre el intercambio mutuo, nunca sobre la nada. Es más, estoy completamente seguro que era la primera vez que el argentino se atrevía a entablar una convivencia con otra persona sin la intención de recompensarla. Sus palabras (las del argentino), sin embargo, me parecieron de lo más razonables, porque quien está desfallecido bastante tiene con soportar su dolencia, como para que encima tenga que devolver los afectos o los auxilios. Además, la depresión es especialmente perniciosa en relación con las capacidades mentales. Lo sé por experiencia, pues mi padre la ha sufrido durante diez años, así lo acreditan las numerosas bajas y los partes médicos que se guardan en los archivos de la Seguridad Social. Sin duda, es una de las enfermedades más destructivas. Es un mal invisible que socava lo más amado por la persona; su propio Yo. Nunca olvidaré la terrible impresión que experimenté al ver a mi padre, un hombre de hielo, que nunca expresa sus sentimientos, llorar como un niño desconsolado por la congoja que atormentaba su mente. En todo caso, yo sé muy bien lo que es ser un hombre con los ánimos destruidos.

Es verdad que hay muchas depresiones y que cada uno se deprime a su manera. Pero la fortaleza de ánimo y la euforia que despilfarraba el argentino al hablar, no me parecieron, bajo ningún aspecto, como propias de un ser que dice tener los “ánimos destruidos”. Y semejante vigor anímico no afloró al cabo de unas semanas, sino desdel primer día, cuando nos citamos en un bar de Sants. Todas mis intenciones misericordiosas saltaron por los aires, porque no le vi ningún sentido hacer caridad a un ser tan vigoroso y tan proclive a ver los defectos del prójimo. Si estaba mucho mejor que yo, que padecía, por aquel entonces, una galopante infección bucal.

Pero como por los caprichos del destino habíamos coincidido en ese bar, me pareció muy poco prudente contrariar a los hados. Quizás fui un estúpido por creer en tales supersticiones, pero fue así y ya no lo puedo remediar. Además, el argentino me dijo, con voz firme, “cuando me vaya, me echarás de menos”, lo cual contribuyó a que yo dejara de considerar como algo absurdo la convivencia que íbamos a empezar. En mi ingenuidad interpreté esas palabras exactamente a la manera de san Francisco, es decir, “como cuando está sano, que puede recompensarle”. Esperé, pues, una recompensa, porque de otro modo qué sentido iba a tener nuestra convivencia. Nada de malo vi en ello, pero qué podría tener de malo, si hasta el mismo “poverello”, el “segundo Cristo”, relaciona la caridad, el verdadero amor, con la recompensa y con las obras. Al fin y al cabo, no éramos frailes, sino seglares y él (el argentino) bien que recompensaba a muchos extraños y a otros no tan extraños. Desgraciadamente, llevó tan lejos su determinación de no darme nada que no me dio ni las gracias ni el adiós ni tan siquiera la palabra. Me negó la palabra. Sin lugar a dudas, un comportamiento muy franciscano, el suyo.

En efecto, no encontré ninguna recompensa. Todo lo contrario, pues desde bien pronto me obsequió con los siguientes calificativos dirigidos a mi persona: frío, sin corazón, alcohólico, raro, guarro, que no sabes convivir, que no sabes dormir, ruidoso, etc.” Y otra clase de gestos que no se pueden catalogar de muy afectuosos. Realmente, y lo digo de corazón, alguna veces me hizo sentir como un leproso. Por supuesto, no mostró nunca hacia mí el misericordioso amor que san Francisco de Asís prodigaba a sus amados leprosos. ¿ Por qué unos tanto y otros tan poco?


Más le hubiese valido al argentino seguir la admonición XVIII que reza:

1Bienaventurado el hombre que soporta a su prójimo según su fragilidad en aquello en que querría ser soportado por él, si estuviera en un caso semejante.

O la XXVII que reza:

2Donde hay paciencia y humildad, allí no hay ira ni perturbación

Y sobretodo la número XII que proclama:

1Así se puede conocer si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: 2si, cuando el Señor obra por medio de él algún bien, no por eso su carne se exalta, porque siempre es contraria a todo lo bueno, 3sino que, más bien, se tiene por más vil ante sus propios ojos y se estima menor que todos los otros hombres.

Pero quien predica el “amor que enseña la carne” nunca alcanzará la sabiduría que se desprende de la admonición número X que reza:

1Hay muchos que, cuando pecan o reciben una injuria, con frecuencia acusan al enemigo o al prójimo. 2Pero no es así, porque cada uno tiene en su poder al enemigo, es decir, al cuerpo, por medio del cual peca. 3Por eso, bienaventurado aquel siervo (Mt 24,46) que tiene siempre cautivo a tal enemigo entregado en su poder, y se guarda sabiamente de él; 4porque, mientras haga esto, ningún otro enemigo, visible o invisible, podrá dañarle.

Y tampoco la de la número 1 en la que afirma:

6Por eso no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada (Jn 6,64).

Y sobretodo la número II que asevera:

Pero todos aquellos y aquellas que no viven en penitencia, 2y no reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, 3y se dedican a vicios y pecados, y que andan tras la mala concupiscencia y los malos deseos de su carne, 4y no guardan lo que prometieron al Señor, 5y sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales y las preocupaciones del siglo y los cuidados de esta vida: 6Apresados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen (cf. Jn 8,41), 7están ciegos, porque no ven la verdadera luz, nuestro Señor Jesucristo.

No en vano san Francisco de Asís afirma, según la admonición número XVI, que los limpios de corazón son:

2Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero.

lunes, 3 de octubre de 2011

LA SON DEL GALL DINDI








Cada dia, quan es fa fosc, el gall dindi s'envola fins al capdamunt de la porta metàl·lica per dormir. Realment és d'allò més curiós que un ocell tan feixuc i amb tan poca agilitat de vol, pugui enlairar-se fins a tanta alçària.

domingo, 2 de octubre de 2011

BARCELONA VISTA DES DEL PIS DEL DAVID

CARLES I DAVID DAVANT DEL MAR








NORBERTO, DAVID : POEMAS DEL SER Y LA NADA

LO ESTÉRIL

A Norberto

Estercolas la nada porque la amas;
La riegas con el jugo del orujo.
La orinas y la sorbes. Te la empapas.
La das a los meollos de tus sesos.
Se la das y no piensan nada; se ajan
Sin dejar tras de sí ningún rastrojo.


No hay pájaros ni ajos en tus surcos.
No hay ni una sola flor de cardo.
Tu tierra está vacía como el sueño
De tus ojos sin luz. Ni tan siquiera
Te la mojan las heces de los cuervos.

Está vacía y no la escarban ni pollos
Ni comadrejas: no te la quiere nadie.
No hay nada de nada; ni el aliento
De Dios quiere cebar a tus semillas.
Están muertas y no crecerán nunca.


Sin estiércol ni lluvia nada medra.
Sin el prójimo nada rinde flor.
No germinas ni dejas germinar.
No das fruto ni amor: ¡!Estás vacío¡¡
¿Dónde guardas mi tierra? Te la di
Para que la labraras. ¿Dónde está?

¿Me la devuelves sin nada? ¿Sin coles,
Sin alcachofas, sin moras, sin apios?
Nunca conmigo empleaste tus útiles:
Ni arado ni hoz ni azadón.
No me devuelves NADA: ¡Ni el polvo¡



LO FÉRTIL

A David

Nombras la tierra y toda ella mana
Sobre mi cuerpo: es un río y me quiero
Zambullir en sus aguas. Es la tierra
De los dos. Te chorrea y me chorrea.
Es la fuente que abreva nuestras almas.
Bebo del chorro y me siento preñado.
Quiero, pues, que me labres, que me riegues,
Que me arranques los hierbajos de los márgenes.
Todo mi suelo es cauce para el don
De tus manos labriegas. Conréame
Con el arado de tu boca. Dame
Abono y agua, araña mis entrañas.
Lámelas. Rásgalas con sol y escarcha.
Quiero elevarme hasta el borde del viento.
Sorbo a sorbo, te bebo y me bebes.
Ponemos en común el corazón
Sobre los surcos. No tenemos sed.
Nos demoramos, sin miedo, en la flor
Y cada instante grana, como un fruto,
En nosotros. Nos sentimos ser: ¡ Somos¡
Soy tu col, tu cebolla y tu sandía.
Eres mi tallo, mi raíz y mi hoja.
Somos y somos porque somos uno.
Te doy mis tierras y me las rebosas
De savia, me las cuajas de verdor.

Cuando me muera, que pongan mis huesos
Bajo tu tierra para que te encargues
De ellos: los nutres y me los remojas
Con tu saliva, con tus excrementos,
Para que vuelva a posarse el rocío
Sobre mis ascendentes hojas vivas.

LA CASA DELS MEUS PARES