“Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo” Lc 17, 1-6 (TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA)
STATCOUNTER
lunes, 4 de junio de 2012
EL BESO ARGENTINO A SAN FRANCISCO DE ASÍS. LA TERCERA ENTREGA
El Chongo recordaba, sobre todo, a su “inglesito”, (que de esa nacionalidad era el
actor que interpretaba al Poverello), corriendo, risueñamente, por campos
sembrados de cereales. Trigo, mucho trigo y también, por qué no, cebada, mijo y
centeno. Y entrelazadas a los cereales, muchas flores amarillas, que, por la acción de los vientos que transportaron sus semillas, habían crecido a la buena de Dios. Cuánto le gustaban al
Chongo los campos en su esplendor primaveral, pintados de un verde vigoroso,
rebosante de vida, esmaltados, aquí y allá, de copos amarillos. A veces, incluso
se imaginaba a sí mismo como un campo de trigo verdísimo, en el cual crecía,
furtivamente, su amado Graham en forma de flores amarillas. Cada una de las
corolas que lo poblaban equivalía a una porción del cuerpo del actor. Los tallos de uno
mezclados con los del otro. No podía imaginar una comunión más satisfactoria entre los dos que esa.
Entusiasmado ante la idea de que su “inglesito” fuera como una rebaño de flores
amarillas rodeadas de tallos de trigo "argentinos", empezó a murmurar: ¿dónde estás,
florecita, dónde estás? Y acto seguido, rió a carcajada limpia por semejante
despropósito, sin importarle lo que pudieran murmurar de él los demás gays de la darkroom. En esos
momentos, se sentía feliz, locamente feliz. Lo cual, a decir verdad, no le
creaba el menor cargo de consciencia, ya que nunca le había parecido ningún
deshonor ser tildado de lunático. En su antojadiza forma de ver las cosas, los
“dementes” son las criaturas más dichosas de la creación. Siempre y cuando los
sintiera como afines, porque de lo contrario no tenía el menor reparo a
considerarlos unos “psicópatas indeseables”.
Entonces, sin embargo, sintiéndose un campo de trigo junto a su “flor
amarilla”, dichoso entre los dichosos, se enorgullecíó de parecer un loco para los demás. “Soy un piantao”,
exclamó entre risas nerviosas, recordando la “Balada para un loco” de Piazzola y,
encantado por esa incipiente enajenación que se apoderaba de él, sin oponer
ninguna resistencia, permitió que sus manos agarraran la cabeza del puto,
atrayéndola hacia su nariz para olerla. La husmeó un buen rato, mientras
contorsionaba su rostro como dando a entender que el olor que aspiraba lo
sumía en una prodigiosa felicidad.
Aunque en verdad estaba oliendo a un ser humano, su alienada imaginación le hacía
creer que el aroma provenía de una flor. Tan ensimismado se quedó gozando de
ese aromático éxtasis que el petiso aprovechó dicha circunstancia para zafarse
otra vez de él. Sin embargo, el ardid le funcionó sólo a medias, porque bastó
que el Chongo dejara de percibir la arrebatadora fragancia para que,
despertándose al instante de su estado de embobamiento, se diera cuenta de que
su presa se le estaba escabullendo. Con sorprendente rapidez, se reincorporó,
percatándose de que su puto abría la puerta delantera del cuchitril. Consciente
de que serían vanos los intentos para retenerlo con sus propias manos, se puso
de pie y, saliendo por la puerta trasera,
se dirigió al galope hacia la entrada principal de la darkroom, con la firme
intención de impedir que su presa se escapara por ella. Se había encariñado
demasiado con su “inglesito” como para dejarlo escapar así como así.
Desde su nueva y privilegiada posición, haciendo guardia junto a la entrada de la darkroom, el argentino discernía como las sombras vagaban de un
rincón a otro. Tras unos instantes de concienzuda inspección ocular, el Chongo
se convenció de que ninguna de ellas correspondía a su petiso. Sin duda, éste debía
estar escondido en alguno de los múltiples recovecos del cuarto oscuro, bien
agazapado, con el ojo avizor, vigilando de reojo los movimientos del argentino, con la
esperanza de aprovechar un descuido de su perseguidor para precipitarse hacia
la luz. Desgraciadamente para el "inglesito", el
Chongo se conocía al dedillo cada recodo del local, no en vano acudía a él con
bastante asiduidad. Muchas semanas solía ir los sábados y los domingos. Era una
forma fácil y eficaz de satisfacer su
impetuoso ardor fálico. El sitio ideal para alguien con una sexualidad tan
activa como la del argentino, un tipo
que necesitaba, para cebar a su voraz libido, “carne fresca” cada día. Cuando
no acudía a locales de ligoteo, se prodigaba por los parques públicos o las
saunas, se insinuaba en los autobuses o
amañaba citas en Internet. Cualquier sistema contaba con su aprobación, siempre
y cuando le brindara la oportunidad de alegrarle la vida a él, y, sobre todo, a
su “cañero” miembro viril.
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