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domingo, 27 de noviembre de 2011

EL MONESTIR DE POBLET









LES MURALLES DE MONTBLANC









HORBERTO Y LA ABERRACIÓN SEXUAL Y SU ESTRATEGIA


No me cabe la menor duda de que Norberto se sirve, cuando emplea la expresión “psicópata catalán”, de las mismas mistificaciones, engaños y tergiversaciones interesadas, que las empleadas por aquellos psicólogos de finales del siglo XIX quienes, guiándose solo por apriorismos morales, consideraban a la homosexualidad una aberración sexual. Es decir, confundían interesadamente ciencia y moral, saltaban, ilegítimamente de la una a la otra. Igualmente, el argentino comete un dislate similar, evidenciando un tendencioso y muy sesgado uso de los conocimientos que aprendió en la Universidad, caso de que los aprendiera.

Por más que se esconda la verdad a sí mismo. Norberto sabe, como lo saben muchos más, que no es normal irse sin decir adiós, sin dar las gracias y negando la palabra a quien te ha tendido, con toda la buena fe, su mano. Siendo ello así, que lo es, no debe extrañar a nadie que un comportamiento que no es normal dé lugar a una reacción que tampoco es normal, es decir, que no es la habitual. Lo normal llama a lo normal, y al revés. En relación a la convivencia, no la cualifico ni de normal ni de no normal, sencillamente opino que no fue satisfactoria. Asumo la principal responsabilidad de que no funcionara, mi inexperiencia, mi timidez pudieron no ser idóneas para llevarla a buen puerto. Pero una vez que me di cuenta de que convivir con el argentino no me aportaba nada bello ni hermoso, de que estando con él me sentía peor que estando solo, decidí que no podía seguir así. A pesar de todo, me hice el propósito de acabarla bien, porque así al menos tendría la impresión de que en el fondo Norberto sentía respeto por mí. Si en cambio se iba, como un extraño, me resultaría obvio de que me había usado como a un objeto. Sentiría, pues, y muy legítimamente, toda nuestra convivencia como una estafa, como un timo, como un engaño despreciable. Le hubiese bastado una infinitesimal porción de empatía para decirme adiós. Una migaja de empatía. Pero por lo que se ve la empatía casa mal con el orgullo o, al menos con “el poder de decisión”, tan elogiado por el argentino. Por cierto, la falta de empatía es uno de los principales rasgos de los psicópatas. A ver si ahora va a resultar que… pero no, no fue, el argentino nada empático conmigo.

De todas maneras, y a pesar de todo lo anterior, no me ha ofendido que el ingrato argentino me falte al respeto. Es verdad que la primera vez que leí lo de “psicópata catalán” me indigné, pero, tras meditarlo un poco me dije: “pero Carles, no te das cuenta de que quien dice eso es EL ARGENTINO. A estas alturas de la película aún no lo conoces? Pero si se fue sin ni decirte adiós, qué valor moral, y mucho menos ético, pueden tener las palabras de un tipo así? Quién, en un juicio, se lo tomaría en serio? El mismo tipo que te dijo que estaba “muy deprimido” y que, incumpliendo su propia palabra, luego se iba por ahí a pasárselo bien con hombres desconocidos. Te engañó y mucho, no hay duda de ello. Fuiste un crédulo y un infeliz, pero eso ahora ya no se puede remediar. Ahora bien, no lo vuelvas a ser más. Sobre todo hoy, que conoces bien sus luces y sus sombras, y sabes muy bien, porque conoces su infancia, que tras el comportamiento del argentino hay mucha más torpeza que no maldad, mucha más desorientación que no voluntad de humillar, mucha más inseguridad que no arrogancia, mucho más temor que no temeridad, etc. En fin, hay en él una bestial ansia de ser amado a toda costa, y esa ansia es el único criterio que usa para juzgar a los demás. Aquellos que la sacian, son sus amigos; los otros, sus enemigos. Ciertamente lo anterior no disculpa su inmoral comportamiento, pero al menos lo confina a su verdadera dimensión, la de ser, como él mismo dice de si mismo: “alguien que sólo trata de vivir”. Desgraciadamente el pobre Norberto nunca entendió, o no quiso entenderlo, que los seres seguros de sí mismos, orgullosos de sus costumbres y de sus actos, incapaces de reconocer sus defectos, tan envarados que miran al prójimo por encima del hombro, siempre dispuestos a despreciarlo, a ridiculizarlo, etc. nunca han merecido mi admiración, a lo sumo mi piedad, y frecuentemente mi desprecio, en cambio, los seres desvalidos, imperfectos o sin mucha fe en ellos mismos, siempre han alimentado mi amor.

El apelativo de “psicópata catalán” muestra bien a las claras cual ha sido la estrategia de Norberto en estos últimos meses. En mi opinión ha recurrido a la FALACIA INDUCTIVA, que podría enunciarse de la siguiente manera:


Me porto bien con Diego, me porto bien con Maria Amalia, me porto bien con X, me porto bien con Z, etc., luego me porté bien con Carles, pero como éste es un psicópata no supo reconocerlo.


No hay duda de que la finalidad de tal falacia es la de eludir las propias responsabilidades y traspasarlas a otro, en este caso, a mí. Así, si yo afirmara que la convivencia con Norberto me entristeció, esa tristeza no valdría nada, porque es la tristeza de un psicópata, y como los psicópatas son seres despreciables, sus sentimientos, también lo son. Además, del hecho que uno esté triste, el catalán, y el otro, el argentino, muy feliz, se demuestra, según la lógica peregrina del Norberto, que quien obró mal es el primero y no el segundo, por ello el argentino no siente ningún remordimiento, y si el otro los siente, es porque está “tarado”.

Pero, en mi defensa, argumentaré que nunca he sostenido ningún tipo de razonamiento reduccionista del tenor siguiente:

Norberto se portó mal conmigo, luego Norberto se porta mal con todo el mundo.

Y todavía menos el siguiente:

Norberto no me dijo adiós ni me dio las gracias y me negó la palabra.
Las malas personas no dicen adiós, no dan las gracias y niegan la palabra,

Luego Norberto es una mala persona.

Lo único que afirmo es que Norberto no se portó bien conmigo. Aunque el argentino me presentara un millón de personas con las cuales se ha portado bien, eso no invalidaría la anterior afirmación. Antes al contrario la agravaría, precisamente porque Norberto es capaz de portarse bien con los demás, duele más que conmigo no se comportara igual, cuando por las circunstancias especiales de nuestra convivencia, debía de haberse esmerado más.


Es más, nunca afirmo que con los demás no sea sincero, atento, comprensivo, generoso, lo único que afirmo es que conmigo no lo fue. No hago ninguna extrapolación tramposa. Delimito con la máxima honestidad el alcance de mi afirmación.

“No sabes convivir”, “no sabes dormir”, “no sabes limpiar”, etc. Con estas expresiones, que Norberto me dirigía con cierta frecuencia, intentaba, exactamente, lo mismo que con el uso de la palabra “psicópata”, eludir todas sus responsabilidades. La convivencia no iba bien por mi culpa, porque era “raro”, “frío”, “sin corazón”, etc. Él, no, pero yo sí. Porque si no se convivir con nadie, es lógico que mi convivencia con el argentino no funcionara. Estoy, pues, condenado a estar solo. Otra vez usa la falacia inductiva. Lo honesto hubiera sido decir que no sabíamos convivir el uno con el otro, pero el orgullo del argentino le impedía aceptar su parte de responsabilidad.

Él es el que hace extrapolaciones incorrectas, al intentar convencerse de que su buena relación con sus nuevos compañeros o conocidos, de que su actual felicidad son una prueba incuestionable de que fui yo y no él quien hizo mal las cosas. Por mi parte no lo creo así, ni ahora ni antes, y prueba de ello es que usé el tango “ Fuimos”, para expresar esa corresponsabilidad de los dos. Fuimos, pues, ambos responsables.

Peor aún, si con su actual felicidad o su supuesto éxito social me quiere demostrar cuán equivocado estaba yo al pretender hacer creer a todo el mundo que él es una “persona indeseable”. Se equivoca mil veces más, pues nunca he sostenido nada similar.

Cómo diablos voy a sostener, de una persona, y menos de él, que en tanto que persona es un indeseable. Qué locura es esa¡¡

Norberto vale tanto o más que yo¡¡ nunca he afirmado lo contrario, por muy psicópata que me considere.

Lo único que afirmo es que nuestra convivencia estaba muy mal planteada y que, para mí, era una fuente de tristezas, pero eso no quiere decir que Norberto no sea capaz de convivir con otros y de hacerlos feliz.

Me disgusta profundamente el camino que ha emprendido para afirmarse a sí mismo, porque, a mi manera de ver las cosas, es profundamente inmoral. En lugar de asumir alguna responsabilidad por lo ocurrido, se sacude de encima todo sentimiento de culpa.

Que ahora se lleve bien con muchas personas, que ahora le vayan bien las cosas, le sirve para demostrarse que si conmigo no fueron bien, ello se debe exclusivamente a mi forma de ser. No sería más normal que en lugar de absolverse de toda culpa, intentara asumir su parte de responsabilidad. No sería mucho mejor que en lugar de recurrir a su “ poder de decisión”, recurriera al sentido común. No se da cuenta que todos sus actos en relación conmigo no me demuestran su “poder de decisión”, sino el PODER DE SU ORGULLO.

NORBERTO Y LA VERDAD

NORBERTO Y LA MENTIRA

No puedo pasar por alto el último escrito del argentino que he descubierto en Internet, sin puntualizar algunos puntos claves.
En el escrito se puede leer la siguiente afirmación:

“Refleja lo peor de nosotros agigantado a mil( refiriéndose al psicópata catalán)”.

1.1 Si con ello me quiere dar a entender que en mi blog agiganto a mil lo que sucedió en la convivencia, no me queda más remedio que decirle que MIENTE, y miente mucho y a sabiendas de que miente. Miente por la sencilla razón de que en el blog se narra, sobre todo, no lo que pasó sino lo que NO pasó. Los hechos se pueden agigantar, pero lo que no pasó no se puede agigantar. El ser se puede agigantar pero la nada, NO. Pondré un ejemplo para ilustrarlo:

La anécdota del PIMIENTO VERDE:

Aunque ya la he borrado, una vez en mi blog inserté una entrada, narrándola. Muy resumidamente, decía lo siguiente:

Una vez estaba cortando un pimiento para la ensalada. Lo hacía torpemente, y Norberto se río de mi torpeza. Sin embargo, lo que me entristeció no fueron sus risas, sino que no fuera capaz, una vez que ya se había reído lo suficiente, de decirme: Carles, los pimientos se tienen que cortar de esta manera”. Tras reír, se limitó a guardar silencio, porque ya le iba bien recordarme como un ser torpe y no como a una persona a la que se la ayuda.

La anécdota es insignificante, incluso ridícula, pero es real y contada con la máxima veracidad. Nada en ella ha sido AGIGANTADO a MIL. No se ha sugerido que Norberto se tirara al suelo muerto de risa, sencillamente se da a entender que se rió algo, pero lo relevante, donde se hace hincapié, no es en lo que hizo, sino en lo que NO HIZO. Eso es lo relevante de la anécdota. Y es relevante, porque esa iba a ser la tónica general del argentino en todas las actividades que emprenderíamos juntos, la de no dar Nada o al menos no dar lo que se supone que hay que dar. Porque cuando se junta agua y harina, y se amasan, lo que hay que esperar es que de la mezcla surja pan. Pero en el caso de nuestra convivencia lo que había que esperar, porque así lo quería el argentino, es que no surgiera nada que dejara un bello recuerdo. Volviendo al pimiento verde, no me dio ningún consejo, y diciendo lo anterior, no agiganto a mil nada, sencillamente afirmo que no lo dio, y eso no se puede agigantar, porque lo que no sucede no se agiganta ni se empequeñece, sencillamente no sucede.

Lo mismo se podría decir de la noche en que me acompañó a una discoteca. Lo relevante no es lo que sucedió sino lo que no sucedió. Cuando relaté esa experiencia, no me centré en lo que ocurrió, sino en lo que NO Ocurrió. Me sentí solo en esa discoteca. Eso no es agigantar a mil las cosas. Porque si se va con una persona a una discoteca, con la cual no hay ningún tipo de complicidad, es lógico que uno sienta como a esa persona como ausente. Esa ausencia, esa soledad, ( y el sentimiento de frustración que me causa) es lo que se refleja en mi narración. Es decir, lo que no fue, más que lo que fue.

Lo mismo pasó cuando fuimos a un bar de Bilbao. Es decir no pasó nada, por eso decidí regresar a mi habitación. Porque en ese bar no pasaba NADA, porque me estaba aburriendo soberanamente. Por lo cual, decidí regresar a la habitación de mi hotel, porque aunque allí también estaría solo, al menos recuperaría fuerzas para la excursión del día siguiente. Otra vez, la narración se centra sobre todo en lo que no pasó.
De alguien se puede decir: se rió muchísimo, se rió a carcajada limpia, se rió a morir, etc., pero si se dice; no se rió, sencillamente no se río y no se puede añadir nada más.

Si bien todas estas anécdotas las puedo asumir, y puedo considerar que son producto de mi inexperiencia, de mi introversión, etc. Me faltan las palabras, cuando intento comprender por qué Norberto se fue sin dar las gracias, sin decir adiós y negando la palabra. Otra vez no digo lo que pasó, sino lo que no pasó, es decir, que no me dijo adiós, etc. O me dijo adiós o no me lo dijo. En todo caso, tanto si me lo dijo como si no, no estaría agigantando a mil las cosas. Del mismo modo, cuando afirmo que me parece horroroso que alguien se vaya sin decir adiós a quien tanto le ayudó, no creo que esté agigantando a mil nada. Estoy siendo demasiado neutral en la expresión de mis sentimientos.

Si afirmo que la determinación del argentino de marcharse sin dar las gracias es una muestra de orgullo imperdonable, no estoy agigantando a mil nada, me limito a juzgar con bastante ecuanimidad un gesto feo.

No se puede afirmar lo mismo de él cuando afirma lo de PSICÓPATA. Ahí, además de demostrar una malintencionada ignorancia psicológica, (no sé qué debió estudiar tantos años en la Universidad), hace alarde de una falta de caridad realmente lamentable, porque de entre todos los términos usador para definir la enfermedad mental, elige el peor.

Casi todo lo vivido junto al argentino es tan poco “vivido”, valga la redundancia, que no siento que cuente nada de mi intimidad al hacerlo público. Porque lo relevante no es lo que pasó, sino lo que no pasó. Cuando, por ejemplo, Norberto me hizo dormir en una habitación junto a una mujer italiana, en esa infausta noche que pasé en “su” hostal, como entre yo y esa mujer nada ocurrió, no revelo nada de mi intimidad al decir que dormí junto a ella. Si hubiera ocurrido, no lo hubiera contado, porque siempre he sido una persona muy celosa de mi intimidad.

“Refleja lo peor de mí agigantado a mil”.


Si de ello hay que inferir que cuando escribo sobre mi convivencia con el argentino, agiganto a mil lo que en ella sucedió, debo aclarar que nunca ha sido mi intención agigantar nada, sino más bien exponer los hechos de la forma más objetiva posible, aunque a veces tal cosa resulte casi imposible. Si por agigantar a mil, Norberto entiende hacerlo público, entonces sí. Pero agigantar es una cosa y hacer público, otra muy distinta. Al hilo de lo anterior, debo decir que nunca ha sido mi voluntad componer un informe científico ni menos un teorema matemático. Sencillamente he pretendido expresar los sentimientos que unos determinados hechos me ocasionaron. Para ello, y como es natural en estos casos, he recurrido a la retórica. Cuando en alguna ocasión he afirmado que:

“ Norberto llenó de horror mi corazón”,

no hay duda que la anterior proposición es claramente retórica. Por lo cual no debería extrañar a nadie que en ella recurra al pathos para despertar y modelar las emociones de la audiencia. El uso del vocablo “horror” tampoco debe verse como una exageración sin fundamento, pues esta palabra forma parte del lenguaje más coloquial y se usa casi de forma indiscriminada por muchas gentes. Así cuando alguien ve una mosca en una sopa, puede exclamar, sin ser tachado de perturbado mental: qué horror”. La palabra triangulo dispone de un gama de significaciones mucho más acotada, pero las palabras relacionadas con las emociones son mucho más ambiguas. El horror, la tristeza no se pueden medir, luego tampoco se puede exigir que sean expresadas con precisión matemática. La anterior proposición no agiganta a mil la realidad, sino que intenta expresarla, amparándose de los recursos que la retórica aporta al lenguaje. La frase, como cualquier persona cabal advierte, expresa el serio disgusto por algo. Una frase equivalente, aunque menos empática, sería:

“Norberto me disgustó mucho”.

Si, por el contrario, quisiera magnificar la idea que subyace en la anterior afirmación, agigantándola a mil, diría:

“El argentino devoró mi corazón, lo escupió y lo pisoteó hasta hacerlo desaparecer de la faz del mundo”.

En la anterior afirmación se usa la hipérbole para expresar un sentimiento.

En mis afirmaciones sobre la convivencia me he limitado a hacer un uso, más bien moderado, de los recursos de la retórica. Ahora bien, si los actos de Norberto me disgustaron, no puedo ser tan falso de afirmar lo contrario. Porque es del todo verdad que me disgustaron. Ahora bien, si yo dijera que por culpa del disgusto que me ocasionó Norberto tuve que ser asistido en urgencias e internado, durante 5 semanas, en la unidad de cuidados intensivos. Lo anterior sería una falsedad total, o como diría Norberto, un agigantamiento a mil de lo sucedido. Pero yo no digo nada de eso, sino sencillamente que algunos actos de Norberto me disgustaron mucho, es decir, llenaron de horror mi corazón. Yo sé cuando me disgusto un poco, bastante o mucho, y por eso puedo afirmar que me disgustaron mucho.
Aclarado lo anterior, déjeseme añadir que lo que realmente me causó horror no fueron los actos acaecidos durante la convivencia, sino los sucedidos a su término.

La convivencia se podría definir, con voluntad objetiva, con los siguientes calificativos: triste, aburrida, sosa, desagradable, tensa, absurda, desafortunada, etc. La convivencia no me causó horror, sino tristeza, aburrimiento, irritación… Lo que sí que me causó HORROR fue que NORBERTO se largara:

1.- Sin decir adiós
2.- sin dar las gracias.
3.- negándome la palabra.


Ese desprecio e ingratitud me horrorizaron, afirmando lo cual no estoy agigantando a mil la realidad, sino exponiéndola de la forma más objetiva posible.

Pero mucho más que lo anterior, me horrorizó que Norberto, disfrutando de una plenitud personal envidiable, no se dignara a ponerse en contacto conmigo para arreglar las cosas de la forma más cordial posible, sino que prefiriera que los dos quedásemos como extraños el uno para el otro. Si hubiera estado anímicamente mal, enfermo, sin dinero, sin una cama donde dormir, etc., no le hubiera tenido en cuenta que no se acordara de mí o que no me agradeciera nada de lo que hice por él, pero Norberto, no solo no pasaba por malos momentos, sino que se lo estaba “pasando pipa”, con los conciertos de Barbazul, y con otras actividades que no tengo por qué revelar.

Su felicidad egoísta me disgustó mucho. Porque no le costaba nada hacer un hueco entre sus numerosas actividades lúdicas para mí, pero no, ni un solo segundo destinaría a intentar resolver sus desavenencias conmigo. Ni uno solo. Le daba absolutamente igual quedar bien o mal conmigo, con aquella persona que le había tendido la mano en momentos difíciles, todo lo que yo había hecho por él no valía nada. Con lo fácil que hubiera sido quedar en un bar, decirse tres o cuatro palabras bonitas y despedirse como dos seres civilizados. Eso no entraba en los planes de Norberto. Quizás porque eso sea más propio de una mente psicópata que no de alguien mentalmente sano.


La convivencia no funcionó. Eso es una verdad y decirlo no significa agigantar a mil la realidad. Sin embargo, asumo en primera persona el error de proponer tal convivencia. Verdad es que lo hice bajo unas determinadas condiciones que no fueron respetadas por el argentino, la primera de las cuales era que Norberto tenía los “ánimos destruidos”. Nunca los tuvo destruidos, siempre gozó de muy buena salud anímica. Pero si estaba bien de salud, qué significado tenía la convivencia tal como él la planteó?

Su condición ineludible para aceptar convivir conmigo se podría resumir de la siguiente forma: “NO ME QUIERAS, PORQUE NO TE VOY A QUERER”. Pero si no hay afecto, qué sentido tiene que dos personas, siendo sus naturalezas las que son, convivan juntos. Se entiende que alguien que tenga los ánimos destruidos no dé nada de afecto, pero si está bien de salud por qué no da nada? Quizás porque desprecie al otro? Pero entonces por qué se queda junto a él? No se puede establecer una convivencia sin afecto. En nuestra convivencia, no hubo afecto, y peor aún, se hizo todo lo posible para que no lo hubiera. Así, no podía hacer tal cosa, porque si la hacía el otro pensaría que yo le tenía afecto… Norberto debía quitar la foto en la que aparecíamos juntos de su facebook, porque de lo contrario yo podría interpretar que se me estaba insinuando, etc. . Norberto no podía acabar sus mail despidiéndose con “un beso”, (mejor elegir “un abrazo”) porque yo podía creer que me guardaba un afecto especial. Norberto no podía enviarme un mensaje, comunicándome que ya había llegado a Barcelona, porque yo podía creer que pensaba mucho en mí, etc. Así, reprimiendo toda manifestación afectuosa, se desarrolló nuestra convivencia. Demencial, sin duda. Si alguien está muy deprimido, resulta natural que no prodigue afectos, pero si no, qué sentido tiene esa carencia afectiva?

A mi también me gustaría irme a Buenos Aires y estarme gratuitamente en la casa de algún “boludo” a cambio de nada.

lunes, 14 de noviembre de 2011

EL SORPRENDENTE ARGENTINO




Y ahora me encuentro lo de “psicópata catalán”. Nunca da tregua el argentino, con lo fácil que es pasar desapercibido en Internet. Que el argentino diga lo de “psicópata catalán”, me produce el mismo efecto que si me bebiera un vaso vacío. Saborearía la nada y ya está. Por supuesto que me lo voy a tomar con sentido del humor. Supongo que lo debió escribir en algún sitio privadamente, y alguien lo ha transcrito para “el gran público”. En todo caso, agradezco al argentino que me haya "resucitado". Antes para él solo era ”Un Muerto Viviente”.

domingo, 13 de noviembre de 2011

EL NARCISO ARGENTINO Y EL PSICÓPATA CATALÁN

NORBERTO Y EL PSICÓPATA CATALÁN


(Para conocer el significado de la foto de arriba visiten el siguiente  


  (borrador muy incompleto y mal redactado)

Hoy, al desvelarme en plena noche, me he formulado la siguiente pregunta:

¿Cuál debe ser la opinión de Norberto  sobre mí?

Medio en vigilia medio en sueños, tres han sido las respuestas que me han rondado por la cabeza, a saber:

1.- De absoluto desprecio e indiferencia. El argentino nunca piensa en mí, pues considera que eso no le aportaría nada.

2,. De gratitud tácita, pues considera que antes de conocerme su vida no tenía un rumbo preciso, y tras conocerme, y sobre todo por la acción de mis palabras escritas, ahora lo tiene, un rumbo que le reporta un gran bien y lo hace feliz, muy feliz. Sin embargo, como ese bien ha sido posible por mis “reproches”, el orgullo de Norberto le impide manifestar abiertamente tal agradecimiento. Tal reorientación de rumbo no me sorprendería en lo más mínimo, porque mi principal función como profesor es enderezar el rumbo torcido de muchos de mis alumnos o al menos marcarles un rumbo. Allá ellos si lo quieren o no seguir.

3.- De locura incurable, pues, por sus conocimientos de psicología, considera que lo de escribir públicamente sobre mi vida y sobre mis sentimientos (algo que los humanos llevan haciendo miles de años) es más propio de un psicópata que de una persona cabal.

De las tres respuestas, cuál es, a mi parecer, la más probable. Por supuesto, la tercera y ahora razonaré el por qué.

La primera la descarto porque Norberto debería ser un objeto sin sentimientos y sin consciencia para no interesarse por mis palabras o no conmoverse por ellas, pero Norberto es una persona y no un objeto, luego se interesa por lo que escribo sobre él y, por tanto, piensa en mí.

La segunda también la descarto porque una gratitud que no se muestra con obras, tal como recomienda San Francisco de Asís, es como si no existiera. Así mismo se afirma en los Evangelios que la fe sin obras no sirve para nada. Como desde que llevo escribiendo sobre mi vida en Internet, nunca he recibido ningún signo de gratitud por parte del argentino, ni material ni espiritual, resulta obvio que Norberto  no siente ninguna gratitud hacia mis palabras ni tampoco siente que el nuevo rumbo que ha emprendido su vida tenga nada que ver conmigo. Luego si no hay obras, no hay gratitud.

La tercera, a pesar de su manifiesta injusticia, tiene todos los números para ser la elegida. Pues, según opinión muy extendida en nuestra sociedad, con los locos no hay que relacionarse, no hay que dirigirles la palabra, ni mucho menos agradecerles nada, absolutamente nada, lo mejor para su bien y para el de los cuerdos, es recluirlos lo más lejos posible del mundo de los “normales”. Contra la anterior opinión protestó enérgicamente Michel Foucault, pero por lo que parece el argentino no es muy sensible a los planteamientos del ilustre francés, magistralmente expuestos en su Historia de la Locura.

Así, pues, la cuestión que urge tratar es la siguiente: ¿soy un psicópata?

Si lo soy, se podrá demostrar, pues de lo contrario tal afirmación quedaría relegada al ámbito de lo opinable, de lo subjetivo y por lo tanto no merecería ser tenida en cuenta como afirmación objetiva ni verdadera y mucho menos como un diagnóstico serio y riguroso sobre mi personalidad.

No sé qué argumentos podría aportar Norberto  para afirmar que estoy “tarado”, por mi parte, voy a exponer las razones por las cuales no lo estoy ni lo soy. Para ello utilizaré ese enemigo tan temido por Norberto (ese sí que es su enemigo y no este pobre aprendiz de escritor) que es la lógica.

Antes de pasar a la exposición de los hechos, permítaseme una breve reflexión. Cuando alguien comete un acto que nos desagrada o nos causa dolor, lo más razonable es amonestarle o, cuando menos, dialogar con él para convencerle de que se retracte (tanto lo uno como lo otro son principios pedagógicos básicos que aplico en mis actividades docentes). Si no lo hacemos así, corremos el riesgo de que tal individuo persista en su actitud, agravando el daño que nos causa. Si el argentino no se ha puesto nunca en contacto conmigo, deduzco, por sentido común, que no le causa ninguna molestia mi forma de proceder, bien porque le resulte indiferente, bien porque en el fondo le reporte mayor bien que mal. Si le resulta indiferente, se infiere que lo que escribo no le causa ningún daño, por lo tanto no se me puede acusar de psicópata; si por el contrario mis palabras le causan un bien, es obvio que más que de psicópata se me debería de catalogar como ángel de la guarda. Tanto en un caso como en el otro resulta palmario que no se me puede llamar psicópata. Por otro lado, y aunque estoy convencido de que Norberto ha realizado últimamente progresos sorprendentes en su vida, creo que todavía le falta coronar toda su ascensión moral con el siguiente principio ético: se deben asumir las responsabilidades contraídas con el prójimo sin huir de él, dando la cara. Así lo siento y así lo comunico.
Por otra parte, y al hilo de lo anterior, cómo le puedo comunicar a una persona que no responde al teléfono o que devuelve los mails sin leer que su actitud es, moralmente, mejorable. Qué otra alternativa me deja tal persona, sino la evacuar, y aunque sea públicamente, todos los sentimientos nocivos que me han acongojado?

Para mi demostración partiré de unos hechos empíricos irrebatibles, ante los cuales Norberto no podrá sino asentir.

1.- Tendí mi mano al argentino en momentos difíciles, que eso fue así se demuestra por el mail que me envió explicándome su situación y por los subsiguientes mails en que se concretó tal ayuda.

2.- Norberto no correspondió a mi gesto de caridad, que eso fue así se demuestra a través del mail en que le expuse los “problemas” de nuestra convivencia y también en el mail de respuesta del argentino en que ni negó tales problemas ni hizo nada para aminorarlos.

3.- El argentino se fue sin decir adiós, sin dar las gracias y negando la palabra a quien le tendió la mano. No podrá aportar ningún documento ni ningún recuerdo, a mí o a su memoria, demostrando lo contrario.

Ante tal demostración de ingratitud y el dolor subsiguiente causado por ella, qué se supone que debía de hacer:

Pues, y siempre desde la óptica del argentino, si quería obrar como una persona “normal” y no como un psicópata, debía AGUANTARME. RESIGNARME. PONER LA OTRA MEJILLA. ¡¡¡ JODERME¡¡¡ Al fin y al cabo, eso me había pasado por ser “inflexible” o por ser “raro” o por “no saber convivir”, en fin, solo por mi culpa: por lo tanto me debía comer yo solito el marrón. ¡¡ VIVA EL AMOR AL PRÓJIMO¡¡Pero entonces ¿qué debía hacer con el malestar y el dolor que anidaba en mi corazón? O bien ignorarlo o bien sobrellevarlo en soledad, porque según el argentino eso es lo “normal”, lo que hace la mayoría de personas sensatas en situaciones semejantes. Sin embargo, aquí no se trata de componer una estadística sobre cuántas personas optan por resignarse y cuántas deciden lo contrario, sino más bien se trata de determinar si es justo o no resignarse.
De todas maneras, resulta obvio que el criterio de obrar como la mayoría de las personas en este caso no resulta demasiado aplicable, porque es evidente que la inmensa mayoría de humanos optan, cuando alguien les tiende una mano, por agradecer el gesto, por devolver, en la medida de sus posibilidades, la generosidad, por corresponder, con sentidas palabras, a su benefactor. Eso es lo habitual. Así pues, yo debía de obrar como la mayoría, pero el argentino no.
Por esta misma regla de tres, y siguiendo el mismo criterio de la mayoría, todo el mundo debería hacer o comportarse de igual forma, es decir, obrar como la mayoría obra. Si esto fuera así, que Dios no lo quiera, entonces todos los homosexuales deberían abandonar sus costumbres minoritarias y convertirse en heterosexuales.
Reconozco que no he seguido el criterio de la mayoría, es decir, no me he resignado, pero insisto, eso no es lo relevante, sino si es justo o no lo que he hecho. La respuesta es que sí que lo es, y lo es tanto, que el mismísimo Código Penal español reconoce el derecho a no resignarse, siempre y cuando se guarde el sentido de la proporcionalidad, y si lo reconoce, será porque es justo.
Yo debía de resignarme, pero el otro no. ¿Eso es justo? Porque si lo absolutamente normal es ser agradecido ante quien se apiada de ti, si alguien no lo es, será porque, supongo yo, debe considerar a su benefactor una especie de “monstruo”. Pero ¿qué carajo hice yo para que se fuera sin ni tan siquiera decir adiós, qué cosa tan terrible hice? Quizás querer poner punto final, de forma civilizada, a una convivencia que me entristecía mucho. Acaso debía ocultarle que esa convivencia me entristecía mucho. Debía de ser un hipócrita, un falso, máxime cuando el argentino impuso, y así consta en varios mails, que debía decirle la verdad y solo la verdad, sin ocultarle nada.


Si una convivencia no funciona hay 3 caminos a seguir:

a) continuarla hasta que se desmorone por sí misma
b) sentarse a hablar para enmendarla
c) finiquitarla.


Yo opté por la tercera vía, cuando alguien que debería dar las gracias opta por llamar a su benefactor “muerto viviente”, desprecio mayor que el cual es difícil imaginar otro, es obvio que esa persona no lo soporta, entonces, para evitar males mayores, lo más razonable en semejante caso es poner punto final a algo que, de no cortarse de raíz, solo contribuiría a que las dos personas implicadas en la convivencia se hagan daño mutuamente.

Una convivencia se puede acabar sobre todo de dos formas.

a) Bárbaramente
b) Civilizadamente

Yo opté por la segunda vía, para ello y como haría muchas veces más, marqué el rumbo, de una forma más o menos velada, al argentino.
Entre otras cosas, le leí un documento titulado “La Catarsis” en donde afirmaba que presentía que nuestra convivencia, a no ser que se tomaran medidas drásticas para enmendarla, tocaba a su punto final. Lo dije muy eufemísticamente, pero lo dije. Por mi parte, ya me había volcado bastante con él, y ahora debía de mirar por mí, y no solo por mi prójimo, porque yo también tengo derecho a ser feliz, y como esa convivencia no me reportaba ningún género de dicha, creo que lo más justo era pasar página, de lo contrario podría acabar convertido en un desdichado, así es como se suelen sentir muchos de los que se sacrifican por los demás sin obtener nada a cambio de su sacrificio. Yo ya me había sacrificado suficiente por alguien que no me devolvía nada bueno o bello a cambio.


No me arrepiento de haber creado mi página de Internet, porque redactarla me ha reportado un gran bien. Pero lo más relevante de todo es que creo que también se lo ha reportado a Norberto. Diré más, sé que mis palabras le han reportado un gran bien, porque le han marcado un rumbo en la vida. Me alegro de ello. La verdad sea dicha, si me quisiera cobrar todo lo que ha obtenido Norberto de mí, le saldría cara la broma al argentino. Pero para su tranquilidad, no le voy a exigir nada de nada. Absolutamente nada. Soy así de generoso, o así de “psicópata”, que diría el otro. Pero al menos la propina, creo que me la merezco. Al menos, la propina.

Para ir ya acabando,

Norberto me podría preguntar, pero, Carles, por qué carajo escribes tanto sobre mí?

La respuesta, de lo más obvia, sería: no lo hago ni por AMOR ni por Odio, no lo hago, en estos momentos, ni por DESAHOGO ni por INTERÉS, lo hago, exactamente, por las mismas razones por las que lo hizo la primera persona que, hace ya miles de años, escribió por primera vez sobre una tablilla de arcilla o sobre un papiro. Por las mismas razones. Adivínalas¡¡

Si me preguntara, por qué busco en Internet información sobre él, le respondería, pues para que el retrato que hago sobre su persona sea lo más fidedigno posible. Ni yo soy un ángel ni él es un demonio, los dos tenemos nuestras sombras y luces. Las mías, las conozco. Las de él debo buscarlas dónde buenamente pueda.

Como curiosidad, le recordaré a Norberto que una vez, ya hacia el final de nuestra fallida convivencia, le pregunté qué le parecía si publicaba nuestros mails en algún sitio, no concreté cual. El argentino me respondió, con su habitual indiferencia, que hiciera lo que me diera la gana. Anteriormente, Norberto me había comentado que sentía ganas de escribir algo sobre su estancia en Lleida y que quería compartirlo conmigo. Desgraciadamente, nunca llevó a cabo su prometedora idea. Yo, más firme en mis convicciones, sí.

Por cierto, por qué uno solo debería escribir sobre sus éxitos y no sobre sus fracasos? Si así fuere, nunca habría existido el cristianismo. Bien mirado, y según las ideas de Heráclito, los contrarios se transforman mutuamente uno en otro. Así pues, todo fracaso puede ser el comienzo de un próximo éxito y a la inversa. Como afirmaba el gran filósofo griego: Lo contrapuesto concuerda, y de los discordantes se forma la más bella armonía, y todo se engendra por la discordia.

Ya para acabar. Una aclaración importante. Si Norberto me denominara, en calidad de psicólogo, psicópata, cometería un delito penado por la ley. Pero si lo hiciera desde el cariño se lo toleraría perfectamente, a él y solo a él (aunque también le pediría, con cariño, eso sí, que antes de ver la paja en el ojo ajeno, viese la viga en el propio). Y ya puestos a pedir, preferiría que me llamara, a poder ser con característico acento porteño:

piantao, piantao, piantao...
No ves que va la luna rodando por Lleida;
que un corso de astronautas y niños, con un vals,
me baila alrededor...

Cordialmente, un pobre aprendiz de escritor.

domingo, 6 de noviembre de 2011

EL SEXO EN PLENA CALLE

 el sexo en plena calle ( Derechos reservados)

Norberto es un gran contador de historias. Al menos conmigo lo era. No sé, de verdad lo digo, si sus relatos son ficticios o reales, si se refieren a él mismo u a otra persona, aunque eso, bien mirado, sea lo de menos. Lo verdaderamente significativo es que sus historias activan mi imaginación y me arrancan de mi rutina diaria parar trasladarme a un mundo muy distinto del que suelo habitar. Quizás por eso, o por otras razones que se me escapan, me encandilen tanto.

La historia que Norberto me contó sobre los dos sudamericanos que hicieron el amor en una calle barcelonesa.

Me la contó una noche de primavera, mientras nos dirigíamos Ramblas arriba, camino de una discoteca. Aunque esa noche se convertiría en una de las más aburridas de mi vida, mientras caminaba junto a él, aún abrigaba la idea de que todo podía ser posible. Quizás por ello escuché, con mayor benevolencia de lo que hubiera sido habitual en mí, la inmoral historia de los dos sudamericanos que hicieron el amor en plena calle. He aquí el relato, tal como lo guarda mi memoria, aunque servido con una razonable dosis de especias para hacerlo más sabroso.

Había en Barcelona dos sudamericanos en situación irregular, ambos se ganaban la vida como buenamente podían, es decir, bien jodidamente. Uno de ellos, de nacionalidad argentina, tenía 42 años. Hombre dado a los extremos temperamentales, solía pasar, sin solución de continuidad, de la alegría más contagiosa a la cólera más biliosa. En relación a su aspecto físico, recurriré a la descripción que, para incorporarla a un anuncio de solicitud de empleo, hizo de sí mismo: “Buena presencia (1,85 metros, delgado, corpulento, tez blanca”. Su pronunciada nariz recordaba a la de un primate, mientras que su mirada desprendía la misma languidez que la de los coyotes. Al igual que este mamífero de la familia de los cánidos, el argentino prefería la noche al día, sin embargo no compartía para nada las costumbres monógamas del Canis latrans. El otro, natural de la ciudad brasileña de Pelotas, de unos treinta y dos años, solía hacer gala de una sonrisa casi perene. Se reía por cualquier fruslería y no se tomaba casi nada en serio; era, en pocas palabras, un cantamañanas. De estatura mediana, recio de carnes y con una cara que recordaba, por los ojos grandes y redondos, a un ternero, el brasileño daba la impresión de ser un tipo espontáneo, poco amigo de normas y protocolos.

Eran las doce de la noche de un jueves, cuando el argentino abandonaba el restaurante donde trabajaba como camarero. Se dirigía a su casa, en el otro extremo de Barcelona. Caminaba ligero, pensando en cómo realizar sus sueños, en cómo alcanzar la felicidad lejos de su país, en cómo materializar sus deseos de paridad. De repente, oyó unos ruidos al lado de un contenedor de basuras. Allí, sobre unos cartones manchados, dos perros copulaban a su antojo. El argentino fijó su mirada sobre los dos animales, siguiendo, con suprema atención, los movimientos torpes del largo y rosado pene que no conseguía acertar su blanco. Mentalmente, concibió que ese pene le pertenecía, y como si él fuera el macho en celo intentó maniobrar para que la erecta pija entrara en la vagina correspondiente. Se sentía igual que el niño que dirige, con un control remoto, un avión teledirigido de juguete. Así, se desesperaba, cuando, a pesar de sus esfuerzos, el pene fallaba su objetivo y se alegraba vivamente cuando casi lo alcanzaba. Al final, el perro le metió su “rabo• a la hembra. El argentino sonrió triunfalmente, porque consideraba que de alguna forma ese triunfo le correspondía a él, pues desde la distancia, y por la acción de su mente, había encauzado el órgano sexual canino hacia su lugar natural. Sea como sea, lo cierto es que el placer del cánido se le contagió, y mientras éste gemía, el camarero imaginó que eyaculaba todo su semen en el interior de la perrita. Finalizado el coito, los dos perros se esfumaron, dejando al argentino brutalmente erotizado. Se sentía tan excitado que tenía unas irreprimibles ganas de tirarse al primer bicho viviente que se le cruzara por el camino.

A esas horas, las calles estaban casi desiertas, lo cual desilusionó mucho al camarero, pues, y si un milagro no lo remediaba, se tendría que ir a dormir sin saciar sus desbocados deseos. Mientras los peores presagios se apoderaban de él, oyó a lo lejos el chorro de un líquido. Intrigado por el ruido, y a la vez con la esperanza de encontrar un cuerpo disponible, dobló la esquina para averiguar qué producía ese chorreo. Emocionado, divisó la silueta de un hombre de espaldas, que estaba meando, con toda la desfachatez del mundo, sobre la pared de un almacén. El argentino, tras dar las gracias a la providencia, se acercó sigilosamente al meón. Su excitación crecía exponencialmente a medida que sus ojos contemplaban, con mayor nitidez, las formas bien contorneadas de las nalgas del tipo de espaldas. Su primera intención fue la de abalanzarse sobre él para montarlo, pero, más mal que bien, consiguió reprimir su libido. Al fin y al cabo, no era un perro y su comportamiento debía ser lo más respetuoso posible con las leyes vigentes, de lo contrario su situación podía complicarse de forma irreversible. Más cauto, ideó una estratagema para controlar a su presa.
Sin la menor vacilación, como si realizara el acto más cuotidiano, se puso al lado del brasileño, se bajó la cremallera de sus pantalones militares y sacó su polla. Al principio, el meón se sobresaltó un poco por el inesperado comportamiento del argentino, pero tras cerciorarse de que éste no llevaba malas intenciones, prorrumpió, tal como era su costumbre, en una risa histriónica. Las carcajadas pusieron todavía más cachondo al argentino, quien no dudó en lanzar a su pareja de micción una mirada de lo más provocadora. El brasileño, algo descolocado por lo absurdo de la situación, pronunció las siguientes palabras, las primeras que se le pasaron por la cabeza: “que a gusto me quedo después de hacer pis”. El argentino, que había vivido durante unos años en el sur de Brasil, se percató, por el acento, de que el tipo de su lado era brasileño y consciente de que debía ir directo al grano, dijo, con voz autoritaria:
chupe meu pau… Chupa meu pau sua bicha, chupa e engole inteirinho.....Hummmmm.
El brasileño soltó una estruendosa carcajada, pero no hizo ningún gesto de repugnancia, sino todo lo contrario. Verdad es que al principio dudó algo, pero al comprobar que la polla del camarero se iba hinchando y que éste le hacía guiños y gestos cómplices con la cabeza para que se la mamase, el carioca no pudo reprimir los deseos de metérsela en la boca. Dicho y hecho, con pasmosa rapidez, se agachó ante el argentino, cogió con sus dedos temblorosos de deseo la polla y empezó a lamerla. Mientras la lamía, pensaba, el muy libidinoso, “ que boa esta, que boa esta. Hummmmmm… Que delicia… hummm… que delicia¡¡¡” .
Cuando el argentino notó que todo su rabo estaba dentro de la boca del brasileño, lanzó un gemido clamoroso que resonó, como un trueno, en el silencio de la noche. Sus dedos se enredaron en los cabellos del brasileño, primero delicadamente, para, a medida que el placer de las mamadas le sumía en un delirio celestial, enroscarlos con mayor vigor, mientras empujaba la cabeza de aquél contra su polla para aumentar el goce de la felación. De repente, el camarero experimentó la necesidad de abrazar el cuerpo que estaba agachado, de lamerlo, de besarlo. Con una envidiable confianza en sí mismo y en sus posibilidades, estiró hacia arriba al brasileño y cuando éste estuvo de pie, delante de él, lo estrujó con fuerza animal, mientras le lamía el cuello y refregaba sus genitales contra los de él. Se sentía gloriosamente feliz de poseer un cuerpo, de dominarlo a su antojo. Sobretodo le excitaba la idea de que era el Señor de esa carne que gozaba junto a él, de que, por más que lo intentara, esa carne no se le podría escapar, pues la tenía bien amarrada.
Esa carne era suya, y solo suya y con ella podía hacer lo que le saliera de la punta de la polla, sin ningún género de limitación moral. Esa carne tan dócil, que se le entregaba sin la menor oposición, lo hacía inmensamente libre y feliz. Era esa, sin duda, la libertad absoluta, la misma libertad que siempre había soñado en alcanzar junto a Dios. Estaba, de alguna manera, adelantándose a la Bienaventuranza que le aguardaba, más pronto que tarde, en el Más Allá. Porque esa libertad era amor; el amor que enseña la carne.
De repente, un relámpago cegador cruzó el alma del camarero. Era una luz escalofriante, que proyectó sobre su memoria la imagen de los dos perros copulando. Volvió a ver otra vez el pene torpe que no acertaba el blanco, volvió a ver un mamífero montado sobre el otro, y, bajo el influjo de un poder sobrenatural, acercó su boca a la oreja del brasileño para susurrarle, en un tono muy obsceno:
_Você qué pau no cu? Você qué? O meu intenso pau? El otro, transfigurado por el placer, balbuceó: Quero, por favor fode bem gostoso meu cuzinho, fode? A lo cual, el argentino replicó: Você qué? Qué que eu foda bem forte? El otro, desazonado por el ansia que le roía las entrañas, reiteró: Quero, coloca tudinho até o fundo.
Tras unos segundos más de dialogo subido de tono, el brasileño propuso al camarero de ir a su casa para continuar, en mejores condiciones, los escarceos eróticos, a lo cual, un irritado argentino, objetó: No, porque quiero follarte en plena calle, quiero montarte aquí mismo, a la vista de todo el mundo. Eso es lo que me pone cachondo y por eso lo quiero así. Y como yo lo quiero, tú también lo quieres, porque eres mi perrita en celo y me muero de ganas por montarte”. El brasileño, sorprendido por semejante respuesta, soltó una ruidosa carcajada, alborozo que aprovechó el camarero para, cogiéndolo de la mano, llevarlo hasta los cartones apilados junto a un cercano contenedor. Allí, con movimientos espasmódicos, empezó a desvestir al brasileño, quien no dejaba de reír a carcajada limpia. Una vez éste estuvo desnudo, el argentino procedió a quitarse la ropa. Cuando ambos estuvieron en pelotas, el camarero ordenó al brasileño que se pusiera de cuatro patas para que lo pudiera montar a gusto.
Eran ya altas horas de la noche y casi no paseaba nadie por las calles. Muy raramente algún viandante circulaba por las penumbras que rodeaban al contenedor, junto al cual los dos sudamericanos se disponían a copular. La mayoría de los transeúntes se fijaban en los dos hombres, haciendo muecas de asombro o de asco según el caso, pero pasaban de largo sin decirles nada. Sólo uno de ellos se atrevió a increparlos. Era un chico más bien joven, que iba junto a su perro, a quien había sacado a pasear. Justo tras mirarlos con evidente repulsión, comentó en voz alta y en catalán: quin fástic foteu, maricons de merda, sou pitjors que els gossos¡¡¡
Ese menosprecio tanto a unos animales a los cuales el argentino acababa de idealizar como a su orientación sexual, irritaron a éste soberanamente, hasta el punto que, abandonando sus tareas de copulación, se dirigió al catalán en el siguiente tono amenazador: andá a cagar, tarado hijo puta, sal cagando para tu casa si no queres que te rompa los huevos, sos un repelotudo papafrita, sos un satanás y te voy a cagar a palos¡¡
Sin saberlo, el argentino reproducía el patrón de conducta de los perros en período de celo, los cuales, tras marcar su territorio con olores característicos, no dejan que otro macho de su misma especie se adentre en él: si alguno se atreve, lo atacan, enzarzándose con él en una furibunda pelea. El catalán, herido en su amor propio, no se acoquinó ante las fanfarronerías del inmigrante, todo lo contrario, lo amonestó con mayor energía, recriminándole su falta de civismo y de decoro. El argentino interpretó, quizás confundido por las risas del brasileño quien, estirado sobre los cartones, no dejaba de reír, los anteriores reproches como un desafío. Deseoso de demostrar su poder, como si el instinto canino se apoderase de él, echó una mirada desafiante al chico y, tras cerciorarse de que era más corpulento y alto que él, le soltó: forro gallego, te la meto, te la saco, cuando quiero.
El catalán, ofendido en su hombría, y a pesar de su inferioridad física, se abalanzó contra el argentino para derribarle. Pero éste, más fornido, resistió bien la envestida, al mismo tiempo que arrojó sus brazos sobre la cabeza de su adversario, para hundírsela hacia abajo, hasta la altura de su miembro aún erecto. Casi lo tenía dominado, cuando el catalán, en una inesperada recuperación de su vigor, clavó un puntapié en la espinilla de su adversario, con tanto acierto que logró desestabilizarlo. Ambos se desmoronaron sobre el duro y húmedo suelo. Tras unos instantes de confusión, el inmigrante recobró la iniciativa, y abusando de su mayor fuerza física, agarró a su rival por el cuello, forzándolo de manera que su cabeza tocara el pavimento, cuando ya la tuvo bien trabada, se la retorció sobre el suelo, como si quisiera hacerle morder el polvo, mientras intentaba, con la ayuda de sus piernas, que el pecho del chico también tocara el pavimento. Una vez logró tenerlo postrado, boca abajo, se subió sobre él, hincándole las rodillas sobre las nalgas, mientras con las manos le atenazaba el cuello y los brazos. Entonces, el argentino, celebrando su conquista, y sin apiadarse de las súplicas del catalán, acercó su boca al hombro de éste y se lo mordió. El chico, corroído por el dolor, aulló de una forma tan salvaje que el camarero se asustó, susto que fue aprovechado por el catalán para zafarse de su dominador. El argentino, una vez reincorporado, se levantó, empujado quizás por un instinto de galgo, para ir tras del chico y cazarlo, como si fuera una liebre cualquiera, pero éste echó a correr con tanta premura que ya no quedaba ni rastro de él. Aunque en un principio el inmigrante se sintió algo decepcionado por no poder dar una buena paliza al catalán y demostrarle quien de los dos era el más fuerte, al imaginarse como éste se escapaba con el rabo entre las piernas, se sintió muy orgulloso de si mismo. De alguna forma, había expulsado el Mal de sus dominios: a partir de entonces su Reino descendería sobre la tierra y él repartiría su Justicia.
Sin lugar a dudas, la derrota del catalán convertía al argentino en el macho dominante de su territorio. Por unos instantes, dejaba de ser el inmigrante irregular, sin papeles, sin derechos. Efectivamente, ya no se sentía un ser inferior respecto a los autóctonos de aquel lugar. Era superior a ellos, muy superior, y por lo tanto no debía obedecer ni a sus leyes ni adaptarse a sus costumbres. A partir de entonces, sería al revés, deberían ser los otros, los nativos, los indígenas, quienes se amoldasen a sus reglas, quienes obedecieran su voluntad, porque si éstos osaban no acatarlas, él se las haría acatar por la fuerza, como había hecho con el desobediente catalán. Igual que a éste, derrotaría y humillaría a todo aquel que no se le subordinara. Así, pletórico, miró a su alrededor, a su territorio acabado de conquistar, y, abrumado por una felicidad inefable, se sintió el Señor de ese territorio y de toda carne que en el futuro lo poblara. De la misma forma, se sintió muy satisfecho de que a partir de entonces todos los hombres debieran cumplir, si querían entrar en su Reino, una sola ley, a saber, la del amor que enseña la carne. Todos los actos humanos deberían de someterse a ese amor, solo a ese. Eso les bastaría para convertirse en justos ante su Señor.
Las risas desatadas del brasileño interrumpieron sus sueños mesiánicos a la vez que le recordaron que aún tenía que saciar sus deseos. Allí, muy cerca de él, yacía una carne dispuesta a entregársele y a adorarlo sin contrapartidas, mansamente. Eufórico, con la pija erecta, se dirigió hacia el brasileño quien no paraba de reír. Se dirigió, pues, hacia esa carne que lo esperaba ansiosamente para someterse a su voluntad. Era, para mayor gloria de sí mismo, el único Señor de esa carne. El único.
El brasileño se volvió a poner de cuatro patas, mientras el argentino se preparaba para meter su rabo en el trasero de su “perrita”. Una vez lo metió bien hondo, empezó a montarla a su antojo. Durante el coito se sucedieron las risas y las palabras más soeces. Era evidente que el brasileño adoraba a su Señor y que éste se sentía, a su vez, muy complacido por esa adoración. Se sentía, el camarero, un Dios hecho carne, un nuevo Cristo que habitaba la carne para ser amado eternamente por los pecadores del mundo.
_Isso bate pra mim..........Hummmmmmm. Ai que deliciaaaa. Vai fode.Hummmmmmm
_ Que tesão mais gostoso, não quero parar fode mais fode.
_Ta bom vadia, ta? Ta gostando?
_To, muito.Fode que to quase gozando. Fode gostoso, delicia.
_Eu to quase vai, vai aíii, vai delicia vai!
_Eu vou, ah!Vou.............
_Hammmm!!!!
_Aiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!!!!
_Aiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!!1

Y mientras soñaba que redimía los pecados del brasileño y los del resto de las carnes que se aventurasen a ingresar en su Reino, su polla eyaculó y el argentino, extasiado, muriendo de placer, derramando la Gracia de su semen, ascendió a los cielos, para, una vez glorificado, sentarse a la derecha del Padre.