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domingo, 13 de noviembre de 2011

EL NARCISO ARGENTINO Y EL PSICÓPATA CATALÁN

NORBERTO Y EL PSICÓPATA CATALÁN


(Para conocer el significado de la foto de arriba visiten el siguiente  


  (borrador muy incompleto y mal redactado)

Hoy, al desvelarme en plena noche, me he formulado la siguiente pregunta:

¿Cuál debe ser la opinión de Norberto  sobre mí?

Medio en vigilia medio en sueños, tres han sido las respuestas que me han rondado por la cabeza, a saber:

1.- De absoluto desprecio e indiferencia. El argentino nunca piensa en mí, pues considera que eso no le aportaría nada.

2,. De gratitud tácita, pues considera que antes de conocerme su vida no tenía un rumbo preciso, y tras conocerme, y sobre todo por la acción de mis palabras escritas, ahora lo tiene, un rumbo que le reporta un gran bien y lo hace feliz, muy feliz. Sin embargo, como ese bien ha sido posible por mis “reproches”, el orgullo de Norberto le impide manifestar abiertamente tal agradecimiento. Tal reorientación de rumbo no me sorprendería en lo más mínimo, porque mi principal función como profesor es enderezar el rumbo torcido de muchos de mis alumnos o al menos marcarles un rumbo. Allá ellos si lo quieren o no seguir.

3.- De locura incurable, pues, por sus conocimientos de psicología, considera que lo de escribir públicamente sobre mi vida y sobre mis sentimientos (algo que los humanos llevan haciendo miles de años) es más propio de un psicópata que de una persona cabal.

De las tres respuestas, cuál es, a mi parecer, la más probable. Por supuesto, la tercera y ahora razonaré el por qué.

La primera la descarto porque Norberto debería ser un objeto sin sentimientos y sin consciencia para no interesarse por mis palabras o no conmoverse por ellas, pero Norberto es una persona y no un objeto, luego se interesa por lo que escribo sobre él y, por tanto, piensa en mí.

La segunda también la descarto porque una gratitud que no se muestra con obras, tal como recomienda San Francisco de Asís, es como si no existiera. Así mismo se afirma en los Evangelios que la fe sin obras no sirve para nada. Como desde que llevo escribiendo sobre mi vida en Internet, nunca he recibido ningún signo de gratitud por parte del argentino, ni material ni espiritual, resulta obvio que Norberto  no siente ninguna gratitud hacia mis palabras ni tampoco siente que el nuevo rumbo que ha emprendido su vida tenga nada que ver conmigo. Luego si no hay obras, no hay gratitud.

La tercera, a pesar de su manifiesta injusticia, tiene todos los números para ser la elegida. Pues, según opinión muy extendida en nuestra sociedad, con los locos no hay que relacionarse, no hay que dirigirles la palabra, ni mucho menos agradecerles nada, absolutamente nada, lo mejor para su bien y para el de los cuerdos, es recluirlos lo más lejos posible del mundo de los “normales”. Contra la anterior opinión protestó enérgicamente Michel Foucault, pero por lo que parece el argentino no es muy sensible a los planteamientos del ilustre francés, magistralmente expuestos en su Historia de la Locura.

Así, pues, la cuestión que urge tratar es la siguiente: ¿soy un psicópata?

Si lo soy, se podrá demostrar, pues de lo contrario tal afirmación quedaría relegada al ámbito de lo opinable, de lo subjetivo y por lo tanto no merecería ser tenida en cuenta como afirmación objetiva ni verdadera y mucho menos como un diagnóstico serio y riguroso sobre mi personalidad.

No sé qué argumentos podría aportar Norberto  para afirmar que estoy “tarado”, por mi parte, voy a exponer las razones por las cuales no lo estoy ni lo soy. Para ello utilizaré ese enemigo tan temido por Norberto (ese sí que es su enemigo y no este pobre aprendiz de escritor) que es la lógica.

Antes de pasar a la exposición de los hechos, permítaseme una breve reflexión. Cuando alguien comete un acto que nos desagrada o nos causa dolor, lo más razonable es amonestarle o, cuando menos, dialogar con él para convencerle de que se retracte (tanto lo uno como lo otro son principios pedagógicos básicos que aplico en mis actividades docentes). Si no lo hacemos así, corremos el riesgo de que tal individuo persista en su actitud, agravando el daño que nos causa. Si el argentino no se ha puesto nunca en contacto conmigo, deduzco, por sentido común, que no le causa ninguna molestia mi forma de proceder, bien porque le resulte indiferente, bien porque en el fondo le reporte mayor bien que mal. Si le resulta indiferente, se infiere que lo que escribo no le causa ningún daño, por lo tanto no se me puede acusar de psicópata; si por el contrario mis palabras le causan un bien, es obvio que más que de psicópata se me debería de catalogar como ángel de la guarda. Tanto en un caso como en el otro resulta palmario que no se me puede llamar psicópata. Por otro lado, y aunque estoy convencido de que Norberto ha realizado últimamente progresos sorprendentes en su vida, creo que todavía le falta coronar toda su ascensión moral con el siguiente principio ético: se deben asumir las responsabilidades contraídas con el prójimo sin huir de él, dando la cara. Así lo siento y así lo comunico.
Por otra parte, y al hilo de lo anterior, cómo le puedo comunicar a una persona que no responde al teléfono o que devuelve los mails sin leer que su actitud es, moralmente, mejorable. Qué otra alternativa me deja tal persona, sino la evacuar, y aunque sea públicamente, todos los sentimientos nocivos que me han acongojado?

Para mi demostración partiré de unos hechos empíricos irrebatibles, ante los cuales Norberto no podrá sino asentir.

1.- Tendí mi mano al argentino en momentos difíciles, que eso fue así se demuestra por el mail que me envió explicándome su situación y por los subsiguientes mails en que se concretó tal ayuda.

2.- Norberto no correspondió a mi gesto de caridad, que eso fue así se demuestra a través del mail en que le expuse los “problemas” de nuestra convivencia y también en el mail de respuesta del argentino en que ni negó tales problemas ni hizo nada para aminorarlos.

3.- El argentino se fue sin decir adiós, sin dar las gracias y negando la palabra a quien le tendió la mano. No podrá aportar ningún documento ni ningún recuerdo, a mí o a su memoria, demostrando lo contrario.

Ante tal demostración de ingratitud y el dolor subsiguiente causado por ella, qué se supone que debía de hacer:

Pues, y siempre desde la óptica del argentino, si quería obrar como una persona “normal” y no como un psicópata, debía AGUANTARME. RESIGNARME. PONER LA OTRA MEJILLA. ¡¡¡ JODERME¡¡¡ Al fin y al cabo, eso me había pasado por ser “inflexible” o por ser “raro” o por “no saber convivir”, en fin, solo por mi culpa: por lo tanto me debía comer yo solito el marrón. ¡¡ VIVA EL AMOR AL PRÓJIMO¡¡Pero entonces ¿qué debía hacer con el malestar y el dolor que anidaba en mi corazón? O bien ignorarlo o bien sobrellevarlo en soledad, porque según el argentino eso es lo “normal”, lo que hace la mayoría de personas sensatas en situaciones semejantes. Sin embargo, aquí no se trata de componer una estadística sobre cuántas personas optan por resignarse y cuántas deciden lo contrario, sino más bien se trata de determinar si es justo o no resignarse.
De todas maneras, resulta obvio que el criterio de obrar como la mayoría de las personas en este caso no resulta demasiado aplicable, porque es evidente que la inmensa mayoría de humanos optan, cuando alguien les tiende una mano, por agradecer el gesto, por devolver, en la medida de sus posibilidades, la generosidad, por corresponder, con sentidas palabras, a su benefactor. Eso es lo habitual. Así pues, yo debía de obrar como la mayoría, pero el argentino no.
Por esta misma regla de tres, y siguiendo el mismo criterio de la mayoría, todo el mundo debería hacer o comportarse de igual forma, es decir, obrar como la mayoría obra. Si esto fuera así, que Dios no lo quiera, entonces todos los homosexuales deberían abandonar sus costumbres minoritarias y convertirse en heterosexuales.
Reconozco que no he seguido el criterio de la mayoría, es decir, no me he resignado, pero insisto, eso no es lo relevante, sino si es justo o no lo que he hecho. La respuesta es que sí que lo es, y lo es tanto, que el mismísimo Código Penal español reconoce el derecho a no resignarse, siempre y cuando se guarde el sentido de la proporcionalidad, y si lo reconoce, será porque es justo.
Yo debía de resignarme, pero el otro no. ¿Eso es justo? Porque si lo absolutamente normal es ser agradecido ante quien se apiada de ti, si alguien no lo es, será porque, supongo yo, debe considerar a su benefactor una especie de “monstruo”. Pero ¿qué carajo hice yo para que se fuera sin ni tan siquiera decir adiós, qué cosa tan terrible hice? Quizás querer poner punto final, de forma civilizada, a una convivencia que me entristecía mucho. Acaso debía ocultarle que esa convivencia me entristecía mucho. Debía de ser un hipócrita, un falso, máxime cuando el argentino impuso, y así consta en varios mails, que debía decirle la verdad y solo la verdad, sin ocultarle nada.


Si una convivencia no funciona hay 3 caminos a seguir:

a) continuarla hasta que se desmorone por sí misma
b) sentarse a hablar para enmendarla
c) finiquitarla.


Yo opté por la tercera vía, cuando alguien que debería dar las gracias opta por llamar a su benefactor “muerto viviente”, desprecio mayor que el cual es difícil imaginar otro, es obvio que esa persona no lo soporta, entonces, para evitar males mayores, lo más razonable en semejante caso es poner punto final a algo que, de no cortarse de raíz, solo contribuiría a que las dos personas implicadas en la convivencia se hagan daño mutuamente.

Una convivencia se puede acabar sobre todo de dos formas.

a) Bárbaramente
b) Civilizadamente

Yo opté por la segunda vía, para ello y como haría muchas veces más, marqué el rumbo, de una forma más o menos velada, al argentino.
Entre otras cosas, le leí un documento titulado “La Catarsis” en donde afirmaba que presentía que nuestra convivencia, a no ser que se tomaran medidas drásticas para enmendarla, tocaba a su punto final. Lo dije muy eufemísticamente, pero lo dije. Por mi parte, ya me había volcado bastante con él, y ahora debía de mirar por mí, y no solo por mi prójimo, porque yo también tengo derecho a ser feliz, y como esa convivencia no me reportaba ningún género de dicha, creo que lo más justo era pasar página, de lo contrario podría acabar convertido en un desdichado, así es como se suelen sentir muchos de los que se sacrifican por los demás sin obtener nada a cambio de su sacrificio. Yo ya me había sacrificado suficiente por alguien que no me devolvía nada bueno o bello a cambio.


No me arrepiento de haber creado mi página de Internet, porque redactarla me ha reportado un gran bien. Pero lo más relevante de todo es que creo que también se lo ha reportado a Norberto. Diré más, sé que mis palabras le han reportado un gran bien, porque le han marcado un rumbo en la vida. Me alegro de ello. La verdad sea dicha, si me quisiera cobrar todo lo que ha obtenido Norberto de mí, le saldría cara la broma al argentino. Pero para su tranquilidad, no le voy a exigir nada de nada. Absolutamente nada. Soy así de generoso, o así de “psicópata”, que diría el otro. Pero al menos la propina, creo que me la merezco. Al menos, la propina.

Para ir ya acabando,

Norberto me podría preguntar, pero, Carles, por qué carajo escribes tanto sobre mí?

La respuesta, de lo más obvia, sería: no lo hago ni por AMOR ni por Odio, no lo hago, en estos momentos, ni por DESAHOGO ni por INTERÉS, lo hago, exactamente, por las mismas razones por las que lo hizo la primera persona que, hace ya miles de años, escribió por primera vez sobre una tablilla de arcilla o sobre un papiro. Por las mismas razones. Adivínalas¡¡

Si me preguntara, por qué busco en Internet información sobre él, le respondería, pues para que el retrato que hago sobre su persona sea lo más fidedigno posible. Ni yo soy un ángel ni él es un demonio, los dos tenemos nuestras sombras y luces. Las mías, las conozco. Las de él debo buscarlas dónde buenamente pueda.

Como curiosidad, le recordaré a Norberto que una vez, ya hacia el final de nuestra fallida convivencia, le pregunté qué le parecía si publicaba nuestros mails en algún sitio, no concreté cual. El argentino me respondió, con su habitual indiferencia, que hiciera lo que me diera la gana. Anteriormente, Norberto me había comentado que sentía ganas de escribir algo sobre su estancia en Lleida y que quería compartirlo conmigo. Desgraciadamente, nunca llevó a cabo su prometedora idea. Yo, más firme en mis convicciones, sí.

Por cierto, por qué uno solo debería escribir sobre sus éxitos y no sobre sus fracasos? Si así fuere, nunca habría existido el cristianismo. Bien mirado, y según las ideas de Heráclito, los contrarios se transforman mutuamente uno en otro. Así pues, todo fracaso puede ser el comienzo de un próximo éxito y a la inversa. Como afirmaba el gran filósofo griego: Lo contrapuesto concuerda, y de los discordantes se forma la más bella armonía, y todo se engendra por la discordia.

Ya para acabar. Una aclaración importante. Si Norberto me denominara, en calidad de psicólogo, psicópata, cometería un delito penado por la ley. Pero si lo hiciera desde el cariño se lo toleraría perfectamente, a él y solo a él (aunque también le pediría, con cariño, eso sí, que antes de ver la paja en el ojo ajeno, viese la viga en el propio). Y ya puestos a pedir, preferiría que me llamara, a poder ser con característico acento porteño:

piantao, piantao, piantao...
No ves que va la luna rodando por Lleida;
que un corso de astronautas y niños, con un vals,
me baila alrededor...

Cordialmente, un pobre aprendiz de escritor.