STATCOUNTER


lunes, 5 de marzo de 2012

EL BESO ARGENTINO A SAN FRANCISCO (SEGUNDA ENTREGA)

Justo en el momento en que la mano del Chongo se disponía a retirarle la túnica, un resplandor violáceo, cuajado de destellos fosforescentes, deslumbró sus ojos. A pesar de esa repentina ceguera, el argentino prosiguió firme en su intención de desvestirlo. El ígneo puto, sin embargo, intentó, a la desesperada, zafarse del yugo de su captor, pero éste, abusando de su mayor corpulencia, lo levantó por la cintura con sus dos manos hasta conseguir que su cabeza tocara el bajo techo de la darkroom; justo entonces, el Chongo, algo achispado ya por los efectos del ron, hizo rotar a su petiso hasta conseguir que la cabellera de éste barriera el suelo. Con un brazo, el argentino mantuvo a su compañero en esa incómoda posición, mientras que con el otro abrió a tientas una puerta que estaba a poca distancia, y entró, con su carga a cuestas, en un largo y estrecho cuarto completamente a oscuras. Sin demasiados miramientos, tendió a su petiso en el suelo, mientras con su pie presionaba la puerta trasera para que nadie más entrara a estorbarlos. Estaban, completamente solos, encerrados en ese claustrofóbico cuchitril. El petiso, tendido de boca arriba; el argentino, sentado sobre él, con su gruesa pija balanceándose por los aires, silbando alguna balada del Moulin Rouge.


De repente, el resplandor se desvaneció ligeramente, permitiendo al Chongo ver cada rincón del cubículo en el que estaba ubicado. Sus ojos, después de recorrer las mugrientas paredes laterales, se concentraron en el rostro de su compañero. Lo miró con embelesamiento, y tras unos segundos de vacilación, reconoció en esa cara bien proporcionada a alguien muy familiar. Sobrecogido, y a la vez incomodado, comprobó que ese rostro era casi calcado al de San Francisco de Asís. Un repentino escalofrío agitó todo su corazón. Tras recobrarse de tan intensa emoción, su memoria lo trasladó a la época en la que empezó a apasionarse por la vida y obra del Poverello. Habrían transcurrido más de veinte años, y sin embargo, el recuerdo que guardaba de todas aquellas maravillosas vivencias permanecía fresco, como si las acabara de vivir.
Otra vez  recordó las escenas de la película Hermano Sol, Hermana Luna, de Franco Zefirelli; otra vez evocó a su  protagonista, sintiéndose, de nuevo, prendado de su bellísimo rostro con un amor ambiguo, que, para su inquietud, despertaba en él sentimientos antagónicos: por una parte, sentía una profunda veneración ante los valores encarnados por el santo, pero, por otra, abrigaba un turbio interés sexual hacia el atractivo actor encargado de dar vida a San Francisco. Su mente, confundiendo ambos personajes, se debatía angustiosamente entre lo puro y lo impuro. Hubiese, de hacer caso a su libre albedrío, amado espiritualmente al santo, y carnalmente, muy carnalmente, al hombre. Pero, consciente de la atrocidad teológica que supondría desear sexualmente a un santo, decidió reprimir, a partir de entonces, y de la forma más drástica, toda pulsión no acorde con el decoro católico. Las pocas veces que cedió a la tentación, se impuso penitencias muy severas, que cumplió a rajatabla. Y a pesar de la implacable disciplina a la que sometió a todas sus pasiones, en lo más hondo de su alma aún sobrevivía un secreto anhelo de interacción sensual con Graham Faulkner, que así se llamaba el actor. Generalmente, las pulsiones de tipo erótico solían aflorar en los sueños. En ellos, el Chongo, cubierto por unos pocos harapos, ofrecía un ramo de amapolas al actor, éste, tras olerlo, lo lanzaba hacia el cielo, de manera que todas las amapolas se desparramaban por los aires. Una de ellas caía sobre los cabellos del argentino, quien, riendo a carcajada limpia, se abalanzaba contra el actor para derribarlo. Una vez los dos estaban en el suelo, empezaban a dar tumbos por la pendiente de un campo de trigo verdísimo. Rodaban, riendo como locos, hasta ir a parar a un pinar, bajo cuya sombra encubridora, se entregaban a juegos tan turbiamente embriagadores que el Chongo se olvidaba de si jugaba con el actor o con el mismísimo San Francisco. Pocas veces los recordaba, a sus sueños, pero cuando los retenía, una contagiosa felicidad embargaba toda su mente. El mismo tipo de felicidad que experimentó ante el parecido tan asombroso del petiso con su admiradísimo Poverello.
Debido a esa inquietante similitud entre ambos, el Chongo tuvo la impresión, la perturbadora impresión de estar delante mismo del actor que encarnaba, en la película de Zeffirelli, al mismísimo Francesco. Desde que lo vio, por primera vez, en un cine de Buenos Aires, que intuyó que sería un buen compañero de cama. Coleccionó algunas fotos de él, y alguna vez se hizo una paja memorable mientras las contemplaba. Entonces, mientras el puto barcelonés se meneaba bajo su cuerpo, recordó el soberano placer experimentado con esas pajas. Un placer imperfecto, porque toda paja siempre celebra una ausencia. Hubiese vendido media alma para tener a Graham Faulkner tan a huevo como a su petiso. A Graham también se lo imaginaba más bien de estatura baja, con la misma barba tan sexy que llevaba en la película y sobre todo con esa mirada fresca, cándida, de soñador impenitente.

Final de la segunda entrega