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sábado, 14 de abril de 2012

NORBERTO Y " UNA ANÉCDOTA REVELADORA" EN SEVILLA

SEVILLA, EN SEMANA SANTA, SOBRE TODO EN LA MADRUGADA DEL VIERNES SANTO, AL PASO DE JESÚS DEL GRAN PODER POR SUS CALLES, ES LA CIUDAD DE DIOS.

Hace escasamente una semana, mientras estaba en Sevilla, en plena semana santa, me ocurrió la siguiente anécdota:


Mis padres querían ver el Barrio de Triana, que está al otro lado del río Guadalquivir. Por el camino, teníamos que pasar muy cerca del fabuloso Hospital de la Caridad fundado por Don Miguel de Mañara. Como ese mismo día íbamos muy escasos de tiempo, porque a eso de las dos debíamos tomar el tren para regresar de nuevo a Lleida, comenté a mis padres que se esperaran en una plaza, mientras yo me iba corriendo a sacar unas fotos de un edificio cercano. Disponía de muy poco tiempo, pero lo supe aprovechar bien. Con paso veloz, me dirigí al Hospital de la Caridad. Me parecía imperdonable que pasara tan cerca sin visitarlo. A pesar de haber estado en Sevilla en más de cinco ocasiones, nunca se me había presentado la oportunidad de visitarlo. Ese día me disponía a remediar semejante despropósito.


Retablo mayor de la iglesia del Hospital de la Caridad
Después de unos pocos minutos, divisé a lo lejos la blanquísima fachada, decorada con azulejos diseñados por Murillo. Caminé unos cuantos metros hasta llegar a la verja del hospital. Delante de mí,  subiendo las escaleras, un matrimonio, vestidos ambos de negro riguroso, se disponía a entrar en la iglesia. Un guardia, apostado delante de la puerta, los saludó respetuosamente. Cuando llegué a la altura del guardia, éste, tras mirarme con ojillos inquietos, me dijo: hoy no es día de visita turística. Pero si guardas el plano que llevas y la cámara de fotos, puedes entrar a echar una ojeada. Medio desconcertado, franqueé la puerta. Me esperaba tener que abonar cinco euros por la entrada, y, en cambio, se me permitía, por una especie de “Gracia”,  entrar gratuitamente. Una vez adentro, quedé literalmente maravillado por la belleza de las obras de arte atesoradas en su interior. Había poco más de cinco personas  rezando, arrodilladas ante el altar de una capilla aneja. Por mi parte, sentí también la necesidad de arrodillarme. Tras hincar las rodillas en el reposapiés del banco, fijé la mirada en el  retablo mayor, donde se puede ver pintada una inmensa cruz vacía, a los pies de la cual varios hombres se disponen a dar   entierro al cuerpo sin vida de Cristo. Después de unos breves minutos de plegaria, me levanté para salir del hospital.  Justo al abrir la puerta de la iglesia, pude contemplar como una pareja, claramente turistas por la forma en que iban vestidos (shorts y camisetas) y por los planos y las cámaras fotográficas que portaban, se disponía a subir las escaleras para iniciar la visita al Hospital de la Caridad. Pero justo antes de que uno de ellos pusiera el pie en el primer escalón, el guardia le hizo un brusco gesto para que se fueran. Quedé un poco atónito por la acción del guardia, pero tras reponerme le di las gracias y me fui al encuentro de mis padres.
                               Detalle del Retablo Mayor de la Iglesia del Hospital de la Caridad


La anécdota la he contado tal como sucedió, sin añadir ni quitar nada. Ciertamente es una anécdota muy irrelevante. Incluso estúpida si se quiere. Pero que me sumió en una gran felicidad, porque no pude evitar de tener la impresión de que el propio Hospital de la Caridad me había permitido ingresar en él puesto que, de alguna forma, me consideraba “uno de los suyos”.


                                               
Lo normal hubiera sido que el guardia no me dejara entrar. Pero por los motivos que fueran, a mí me dejó entrar y a otros muchos, no. De alguna forma fui un “elegido”. Ya sé que muchos dirán, y con cierta razón, que todo corresponde a un delirio, y a lo mejor  lo es. Aunque eso da igual, porque las interpretaciones de los hechos son subjetivas y por lo tanto, cada uno es libre de interpretarlos a su modo. Sea como sea,  lo que a mi de verdad me inpresionó fue la sobrecogedora sensación de euforia con la que abandoné el Hospital de la Caridad. Me sentí  con la autoestima alta, turbadoramente feliz. Consciente de que son momentos así los que hacen de la vida una cosa tan maravillosa. De alguna forma, fue mi “día de la suerte”.


                 En Sevilla, junto a la Torre del Oro, al lado de la cual se ve el Hospital de la Caridad


Independientemente del valor  de la anécdota, creo, con la máxima convicción, de que con Norberto hice una obra de caridad.

                           Cristo de la Caridad, de Pedro Roldán, en la iglesia del Hospital de la Caridad