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martes, 3 de julio de 2012

EL BESO ARGENTINO A SAN FRANCISCO (PRIMERA PARTE QUINTA ENTREGA)

JUEGOS DE ROL





Un nuevo chisporroteo prendió en la memoria del argentino, al hilo del cual recordó, con obvia satisfacción, un suceso acaecido  tan sólo una semana atrás, en la barra del bar instalado en el vestíbulo que da acceso a la darkroom. Allí conoció a un tipo con quien se enzarzó en acaloradas disputas políticas.
 El Chongo se definía a si mismo como un ciudadano del mundo, acérrimo enemigo de toda frontera y de toda legislación que tuviera como fin discriminar a los individuos por su origen o etnia. Era, en resumidas cuentas, un cosmopolita recalcitrante, absolutamente reacio a cualquier veleidad patriotera. Así, al menos, se presentaba ante los demás. Sin embargo, en los asuntos más cuotidianos se mostraba como un fervoroso enamorado de su Argentina natal. Una más de sus incontables incoherencias. 
Estaba orgulloso de su país y muchas veces se había discutido agriamente con algunos interlocutores porque en su opinión éstos se habían propasado en sus reproches a la Argentina. Se sentía muy violento cuando oía a otros criticar, aunque fuera atinadamente, a su patria, incluso tanto, que ya es decir, como si   el blanco de esas críticas hubiera sido su propia persona. Ni que decir tiene que en la última polémica surgida entre España y la Argentina: a saber, la expropiación de YPF Repsol, apoyaba, con uñas y dientes, la decisión de su presidenta, la peronista Cristina Fernández. Por eso le molestó que el tipo con el que estaba a punto de enrollarse le espetara:
“Qué listillos sois los argentinos, sólo unos chorizos de la peor calaña tendrían la jeta de expropiar sin soltar nada de pasta”.
El Chongo, visiblemente molesto, le replicó, con brusquedad: Escuchame bien, pibe, que te voy a batir la justa: ustedes los españoles se creían que nos la meterían bien doblada, pero nos hemos meado en su boca, eso les pasa por piolas, les hicimos cagar fuego y ahora que los coja un muerto¡¡
Siempre que el argentino discutía con alguien, lo cual no solía ser muy infrecuente, su inconsciente se retrotraía a la infancia, cuando el Chongo vivía con su familia en una modesta casa de Buenos Aires. No fue esa precisamente una época feliz para él, porque en el domicilio paterno siempre proliferaban las broncas y las caras largas. Muchas noches el argentino tenía pesadillas a causa de los gritos de su madre, quien no dudaba a “cagarlo a pedos” a él y a sus hermanos por cualquier bagatela. Normalmente no rechistaba, se quedaba cabizbajo, esperando que la tormenta pasara de largo, imaginando turbias fantasías, como la de  que su madre se empequeñecía como Alicia, adoptando la estatura de una botella de leche. Entonces, y en venganza por los malos tratos recibidos, el Chongo le gritaba hasta dejarla sorda. Desgraciadamente,  la cruda verdad de los hechos se acababa por imponer siempre, devolviendo al argentino a su auténtica condición, que no era otra que la de ser un diminuto mocoso   sin capacidad ni física ni intelectual para hacer frente a un adulto, por lo cual, y muy a su pesar, se tenía que tragar toda su rabia por los abusos de los mayores.
Pero a pesar de los muchos reveses, siguió soñando. Uno de sus sueños más recurrentes consistía en imaginarse a sí mismo como un tipo alto y corpulento, que sabía plantar cara, que no se dejaba pisar, incluso que, si hacía falta, recurría a la fuerza bruta para hacerse respectar. Siguiendo el curso natural de las cosas, el sueño se hizo en parte realidad, y aquel “mocoso”, gracias a su tesón y su amor propio, se convirtió en todo un hombre, que, consciente  de su fuerza física y verbal,  se negó a resignarse cuando los demás se atrevían a levantarle el tono de voz.
Ya de mayor,  siempre que discutía con alguien, se acaloraba mucho, gritando en exceso, gesticulando de forma exagerada, incluso propinaba algún leve golpe contra los muebles que estuvieran a su alcance. Todo valía con tal de hacer sentir al adversario su voluntad de no dejarse intimidar. Muchas veces salía airoso de sus discusiones, no tanto por la calidad de sus argumentos, como por la furia con que los defendía.
Tanto si discutía con conocidos como con extraños, utilizaba todas las armas a su favor para imponer sus puntos de vista. En el caso de que tuviera un enfrentamiento con alguien de su círculo más íntimo, no dudaba en hurgar en los puntos  débiles de éste, que conocía bien, para dejarlo noqueado. Le encantaba, siempre que discutía con alguien conocido, airearle los trapos sucios. Algunas veces se encarnizaba con su víctima, y hasta que no conseguía tenerla fuera de combate, no dejaba de chillarla y de echarle en cara cosas personales. Cada triunfo le aportaba una sensación de bienestar enorme, que de alguna manera le resarcía de todas las derrotas infligidas en el pasado por su madre. Sentía que ya había claudicado bastantes veces como para tener que volver a humillarse otra vez. Además era consciente de que él valía mucho y de que si sabía sacar provecho de su ingente potencial humano no había de tener el menor problema en hacerse respectar, sino admirar,  entre los demás.
La misma estrategia implacable usada con sus conocidos, (aprendida, como no podía ser de otra manera, de su progenitora), la empleaba, convenientemente  aumentada, con los desconocidos. En ese caso las peleas venían motivadas, sobre todo, por su orientación sexual,  de la cual, siempre que podía, le gustaba alardear. Cuando alguien en plena calle lo censuraba por darle la mano a su novio, el Chongo no dudaba en lanzarse a la yugular de su detractor. Ambos se enzarzaban en una pelea dialéctica muy subida de tono. Esa reacción tan rabiosa del Chongo dejaba estupefacto a su adversario, quien, influenciado por los tópicos imperantes,  nunca se hubiera esperado algo así de un “maricón”. Precisamente lo que quería evitar a toda costa el argentino era ser tomado por un afeminado. Por eso, para repeler el ataque, sacaba el macho que tenía dentro, y, a grito pelado, haciendo valer toda su corpulencia física, se encaraba con su difamador, quien, en la mayoría de las ocasiones, intimidado por la respuesta colérica de un tipo al que veía bien capaz de propinarle unas cuantas hostias bien dadas, huía con la cola entre las piernas. Ni que decir tiene que en esos casos el Chongo aullaba de felicidad. Se sentía un hombre con dos huevos, capaz de doblegar la voluntad de los demás, incluso de ser temido, en fin, un tipo que no se dejaba pisar, sino que, con dos pelotas, no dudaba en dar un buen escarmiento a quien osaba provocarlo. Para él no regía el principio cristiano de poner la otra mejilla. Él, obviamente, prefería lo de “ojo por ojo y diente por diente”. Para eso lo había dotado Dios con un buen par de  huevos, para hacer morder el polvo a sus enemigos. Las veces en que lo había logrado, había sentido un secreto placer.