JUEGOS DE ROL
Un nuevo chisporroteo prendió en la memoria del argentino, al hilo del cual recordó, con
obvia satisfacción, un suceso acaecido tan sólo una semana atrás, en la barra del bar
instalado en el vestíbulo que da acceso a la darkroom. Allí conoció a un tipo
con quien se enzarzó en acaloradas disputas políticas.
El Chongo se definía a
si mismo como un ciudadano del mundo, acérrimo enemigo de toda frontera y de
toda legislación que tuviera como fin discriminar a los individuos por su
origen o etnia. Era, en resumidas cuentas, un cosmopolita recalcitrante,
absolutamente reacio a cualquier veleidad patriotera. Así, al menos, se presentaba
ante los demás. Sin embargo, en los asuntos más cuotidianos se mostraba como un
fervoroso enamorado de su Argentina natal. Una más de sus incontables
incoherencias.
Estaba orgulloso de su país y muchas veces se había discutido agriamente
con algunos interlocutores porque en su opinión éstos se habían propasado en
sus reproches a la Argentina. Se sentía muy violento cuando oía a otros
criticar, aunque fuera atinadamente, a su patria, incluso tanto, que ya es
decir, como si el blanco de esas críticas hubiera sido su
propia persona. Ni que decir tiene que en la última polémica surgida entre
España y la Argentina: a saber, la expropiación de YPF Repsol, apoyaba, con
uñas y dientes, la decisión de su presidenta, la peronista Cristina Fernández.
Por eso le molestó que el tipo con el que estaba a punto de enrollarse le
espetara:
“Qué listillos sois los argentinos, sólo unos chorizos de la peor calaña tendrían
la jeta de expropiar sin soltar nada de pasta”.
El Chongo, visiblemente molesto, le replicó, con brusquedad: Escuchame
bien, pibe, que te voy a batir la justa: ustedes los españoles se creían que
nos la meterían bien doblada, pero nos hemos meado en su boca, eso les
pasa por piolas, les hicimos cagar fuego y ahora que los coja un muerto¡¡
Siempre que el argentino discutía con alguien, lo cual no solía ser muy
infrecuente, su inconsciente se retrotraía a la infancia, cuando el Chongo
vivía con su familia en una modesta casa de Buenos Aires. No fue esa precisamente
una época feliz para él, porque en el domicilio paterno siempre proliferaban
las broncas y las caras largas. Muchas noches el argentino tenía pesadillas a
causa de los gritos de su madre, quien no dudaba a “cagarlo a pedos” a él y a
sus hermanos por cualquier bagatela. Normalmente no rechistaba, se quedaba
cabizbajo, esperando que la tormenta pasara de largo, imaginando turbias
fantasías, como la de que su madre se empequeñecía como Alicia,
adoptando la estatura de una botella de leche. Entonces, y en venganza por los
malos tratos recibidos, el Chongo le gritaba hasta dejarla sorda.
Desgraciadamente, la cruda verdad de los
hechos se acababa por imponer siempre, devolviendo al argentino a su auténtica
condición, que no era otra que la de ser un diminuto mocoso sin
capacidad ni física ni intelectual para hacer frente a un adulto, por lo cual,
y muy a su pesar, se tenía que tragar toda su rabia por los abusos de los
mayores.
Pero a pesar de los muchos reveses, siguió soñando. Uno de sus sueños más
recurrentes consistía en imaginarse a sí mismo como un tipo alto y corpulento, que
sabía plantar cara, que no se dejaba pisar, incluso que, si hacía falta,
recurría a la fuerza bruta para hacerse respectar. Siguiendo el curso natural
de las cosas, el sueño se hizo en parte realidad, y aquel “mocoso”, gracias a
su tesón y su amor propio, se convirtió en todo un hombre, que, consciente de su fuerza física y verbal, se negó a resignarse cuando los demás se atrevían a
levantarle el tono de voz.
Ya de mayor, siempre que discutía con alguien, se acaloraba
mucho, gritando en exceso, gesticulando de forma exagerada, incluso propinaba
algún leve golpe contra los muebles que estuvieran a su alcance. Todo valía con
tal de hacer sentir al adversario su voluntad de no dejarse intimidar. Muchas
veces salía airoso de sus discusiones, no tanto por la calidad de sus argumentos,
como por la furia con que los defendía.
Tanto si discutía con conocidos como con extraños, utilizaba todas las
armas a su favor para imponer sus puntos de vista. En el caso de que tuviera un
enfrentamiento con alguien de su círculo más íntimo, no dudaba en hurgar en los
puntos débiles de éste, que conocía
bien, para dejarlo noqueado. Le encantaba, siempre que discutía con alguien
conocido, airearle los trapos sucios. Algunas veces se encarnizaba con su
víctima, y hasta que no conseguía tenerla fuera de combate, no dejaba de
chillarla y de echarle en cara cosas personales. Cada triunfo le aportaba una
sensación de bienestar enorme, que de alguna manera le resarcía de todas las
derrotas infligidas en el pasado por su madre. Sentía que ya había claudicado
bastantes veces como para tener que volver a humillarse otra vez. Además era
consciente de que él valía mucho y de que si sabía sacar provecho de su ingente
potencial humano no había de tener el menor problema en hacerse respectar, sino
admirar, entre los demás.
La misma estrategia implacable usada con sus conocidos, (aprendida, como no
podía ser de otra manera, de su progenitora), la empleaba,
convenientemente aumentada, con los
desconocidos. En ese caso las peleas venían motivadas, sobre todo, por su
orientación sexual, de la cual, siempre
que podía, le gustaba alardear. Cuando alguien en plena calle lo censuraba por
darle la mano a su novio, el Chongo no dudaba en lanzarse a la yugular de su
detractor. Ambos se enzarzaban en una pelea dialéctica muy subida de tono. Esa
reacción tan rabiosa del Chongo dejaba estupefacto a su adversario, quien,
influenciado por los tópicos imperantes,
nunca se hubiera esperado algo así de un “maricón”. Precisamente lo que
quería evitar a toda costa el argentino era ser tomado por un afeminado. Por
eso, para repeler el ataque, sacaba el macho que tenía dentro, y, a grito
pelado, haciendo valer toda su corpulencia física, se encaraba con su
difamador, quien, en la mayoría de las ocasiones, intimidado por la respuesta colérica
de un tipo al que veía bien capaz de propinarle unas cuantas hostias bien dadas,
huía con la cola entre las piernas. Ni que decir tiene que en esos casos el
Chongo aullaba de felicidad. Se sentía un hombre con dos huevos, capaz de
doblegar la voluntad de los demás, incluso de ser temido, en fin, un tipo que
no se dejaba pisar, sino que, con dos pelotas, no dudaba en dar un buen
escarmiento a quien osaba provocarlo. Para él no regía el principio cristiano
de poner la otra mejilla. Él, obviamente, prefería lo de “ojo por ojo y diente
por diente”. Para eso lo había dotado Dios con un buen par de huevos, para hacer morder el polvo a sus
enemigos. Las veces en que lo había logrado, había sentido un secreto placer.
El Chongo se definía a si mismo como un ciudadano del mundo, acérrimo enemigo de toda frontera y de toda legislación que tuviera como fin discriminar a los individuos por su origen o etnia. Era, en resumidas cuentas, un cosmopolita recalcitrante, absolutamente reacio a cualquier veleidad patriotera. Así, al menos, se presentaba ante los demás. Sin embargo, en los asuntos más cuotidianos se mostraba como un fervoroso enamorado de su Argentina natal. Una más de sus incontables incoherencias.
Estaba orgulloso de su país y muchas veces se había discutido agriamente con algunos interlocutores porque en su opinión éstos se habían propasado en sus reproches a la Argentina. Se sentía muy violento cuando oía a otros criticar, aunque fuera atinadamente, a su patria, incluso tanto, que ya es decir, como si el blanco de esas críticas hubiera sido su propia persona. Ni que decir tiene que en la última polémica surgida entre España y la Argentina: a saber, la expropiación de YPF Repsol, apoyaba, con uñas y dientes, la decisión de su presidenta, la peronista Cristina Fernández. Por eso le molestó que el tipo con el que estaba a punto de enrollarse le espetara:
Ya de mayor, siempre que discutía con alguien, se acaloraba mucho, gritando en exceso, gesticulando de forma exagerada, incluso propinaba algún leve golpe contra los muebles que estuvieran a su alcance. Todo valía con tal de hacer sentir al adversario su voluntad de no dejarse intimidar. Muchas veces salía airoso de sus discusiones, no tanto por la calidad de sus argumentos, como por la furia con que los defendía.