NORBERTO CICIARO, EN BILBAO MOSTRÓ LA FEALDAD DEL ALMA
MEDIO SIGLO
VENDIENDO HUMO
Acabo de llegar de
Bilbao, y he disfrutado de la ciudad, lo que no pude hacer
desgraciadamente mientras la visité en compañía del Norberto. El
argentino como de costumbre iba a lo suyo, guiado por un egoísmo
desbocado, buscando únicamente su propio bien. En general, tuve la
sensación de viajar solo, porque cuando pensaba en el argentino, me
estremecía la sensación de compartir mi viaje con alguien que
sentía indiferencia y desprecio hacia mi persona. Estaba pues solo,
pero a la vez sentía la incomodidad de algo perturbador a mi
alrededor. Algo que me impedía ser feliz en Bilbao, abrirme a la
ciudad y gozarla. Yo era un estorbo para él, una especie de bulto
con el que el argentino tenía que convivir contra su voluntad, una especie de
parásito del cual planeaba librarse lo más pronto posible. Por
supuesto, no sentía el menor agradecimiento hacia lo que yo hice por
él, ni lo sentía ni lo sentirá nunca: su naturaleza es así de mezquina. El vendedor de humo se
tragaba su propio humo creyendo que esa nada le convertía en un ser
bendecido por el mismo Dios. Justo lo contrario, pasados los años,
la verdad aparece más clara que nunca, el humo que vende, y con el
cual engaña a tantos ilusos, demuestra bien a las claras que toda su
persona no es más que una alma sin dignidad humana, capaz de dejar
el peor de los recuerdos en alguien que le ayudó de buena gana, un
corazón de hierro que el paso del tiempo va oxidando sin clemencia.
Hoy de él solo me queda el recuerdo de una herrumbre deleznable que el
viento arrastra hacia el fondo de la Ría de Bilbao, donde se hundirá
entre los despojos que la ciudad arroja por las cloacas.
Norberto no tenía
ninguna obligación de dejar un buen recuerdo en mí, ciertamente.
Pero no se podía permitir el imperdonable error de dejar un mal recuerdo en mí. Antes que eso, debía irse de mi lado. Más que malo, el recuerdo es abrumadoramente
penoso, estéril y humillante. No le bastó con convertir la estancia
en Bilbao en algo pésimo y lamentable, sino que a la vuelta tuvo que
verbalizar toda su indiferencia y desprecio criticándome porque yo
de alguna manera le había enturbiado su visita. No pudo callar, como
siempre tuvo que estropearlo más de lo que ya lo había estropeado.
En verdad no se puede ser más mezquino y patán. Recuerdo perfectamente mi intención de regalarle un jersey para el día de su santo, que se celebraba al día siguiente de nuestro viaje a Bilbao. Que frustrante fue oirle decir, mientras estábamos en una tienda de la capital vasca, que no quería ningún regalo. Tan mentiroso como de costumbre, porque los regalos le encantaban, pero lo que detestaba en realidad era que yo le hiciera un regalo: hasta tal punto llegaba su desprcio hacia mi persona. Así, con la clara percepción de convivir con un tipo que no dudaba en mostrar lo peor de su alma, transcurrió el viaje a Bilbao. Y no solo eso, sino
que unos días después de haber regresado, me contó que había relatado a los chilenos para los que
trabajaba que yo le había intentado estropear su visita a Bilbao.
Imposible ser más miserable y retorcido. Naturalmente que podía contar
lo que quisiera a los chilenos, pero lo que resultaba ridículo y
torpe, y a la vez perverso, es que me contara a mí lo que les había
contado sobre mí. Pero como se sentía tan seguro de sí mismo, tan
encantado de haberse conocido, no le cabía en la cabeza que nada de
lo que hiciera pudiera ser inapropiado. Su orgullo le cegaba, y lo
convertía en un petimetre desprovisto de toda bondad, incluso de la
mínima decencia humana.
Esta vez he conocido
a un vasco, Iker, que también contribuirá a acrecentar el buen
recuerdo que me quedará en esta ocasión sobre Bilbao. El argentino
también conoció a un vasco, quizás se lo folló, y quizás ya ni
se acuerde de él. Por suerte, yo me he vuelto a congraciar con
Bilbao, y la paz con la que he deambulado por sus calles compensará
de alguna manera la sorda tristeza que me atenazó mientras las
recorría junto a la desdeñosa presencia del argentino. Tuve la
sensación de ir acompañado por un microbio cuya única finalidad
era minarme la moral. Me estaba contagiando una enfermedad para que
sintiera aversión hacia mi mismo. Fracasó totalmente, pues encontré
el antídoto en mi propia lucidez que me hizo crear este blog con el
cual he logrado desenmascarar a ese tipejo que se llena la boca de
Dios, pero que solo sabe vender humo en el que se ahogan todas las
almas de buena voluntad que se acercan a él.