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jueves, 27 de octubre de 2011

NORBERTO, MI AMOR POR LOS LIBROS Y LA BÚSQUEDA DEL AFECTO Y EL TEATRO DEL MUNDO.

Acabo de comprarme, por internet, una enciclopedia sobre las iglesias y conventos de Sevilla. La obra, profusamente ilustrada con fotografías a todo color y a toda página, consta de 6 tomos. La he comprado en una tienda de libros de segunda mano, a un precio de ganga. No pude resistir la tentación, al verla a un precio tan goloso, de adquirirla.
Norberto nunca fue capaz de entender mi amor por los libros. Una vez incluso llegó a recriminármelo. Ocurrió en la víspera de nuestro viaje a Bilbao. A fin de documentarme sobre los itinerarios a seguir por el casco urbano bilbaíno, me compré tres guías sobre la capital vizcaína. Al verlas, el argentino, visiblemente molesto, exclamó, frunciendo el ceño: “que manía tienes con los libros. No deberías gastar el dinero en esas cosas. No lo entiendo, la verdad.”En otra ocasión, justo cuando regresábamos del País Vasco, comentó, al darse cuenta de los libros de fotos que había comprado en Bilbao: “Tú y tus libritos”. Lo dijo en un tono de suficiencia poco halagador.

Finalmente, una vez, mientas leía un libro sobre la historia de Barcelona, me dijo, con un no disimulado desprecio: “¿por qué tienes esos libros? No sé por qué los quieres, verdaderamente Carles, haces unas cosas que… “

Pero qué más le daba a Norberto si quería comprar o no esos libros. Que diablos le importaba a él. Acaso le obligaba a comprarlos o a leerlos. No, pues entonces a qué venían tantos reproches.
Si a mí, y por las razones que sean, me gustan los libros, y quiero, porque así me sale de los mismísimos, tenerlos en mi casa, ese es mi problema y a él no le incumbe para nada. Y además, alguien con estudios universitarios como el argentino debería tener bastante predilección por los libros, pero, y a las pruebas me remito, se la traían floja. Quizás sólo estudió, no por el amor a la sabiduría, sino por la vanidad de sentirse por encima de los demás.
Hay mucha gente que le gusta hacerse su biblioteca personal a lo largo de la vida, para lo cual no desaprovechan ninguna ocasión. Éste es mi caso, y no creo que haga ningún mal, ni a mí ni al prójimo, llenando de libros los estantes de mi despacho, más bien todo lo contrario.
Pero Norberto, tan devoto de las normas de su Comunidad, no advertía ningún sentido en amar a los libros. No en vano, una de las principales normas de esa Comunidad casi prescribe la frivolidad como criterio para orientarse en la vida. Ser frívolo, según algunos miembros de esa comunidad, es ser auténtico. Al fin y al cabo, según ellos, de lo que se trata es de vivir intensamente, es decir, hedonistamente y nada más que de eso. La lectura, para muchos de esos tarambanas, es cosa de amargados o de viejos chochos. Reír a carcajada limpia, soltando las mayores banalidades, esa es la mejor forma de pasar la existencia. La promiscuidad, la ociosidad, el egoísmo, también son valores al alza entre ellos.
Aunque bien mirado, no me resulta suficiente recorrer a la fidelidad de Norberto a su Comunidad para explicarme su menosprecio hacia mi amor por los libros. Intuyo que hay algo más. Pero qué.
Su actitud me recuerda a algunos de mis alumnos, los cuales no quieren aprender, sino que su principal preocupación es conseguir el mayor afecto. No quieren conocimientos sino más bien atención. Por causas que no vienen al caso, ese afecto no lo reciben de quienes tendrían la obligación de dárselo, es decir, de sus familias. Son seres desatendidos, dejados de la mano de Dios, abandonados a su suerte. Están solos en el mundo, y a su manera se rebelan contra esa soledad y esa falta de cariño. No se resignan a no ser queridos, todo lo contrario, pues se afanan por encontrar, al precio que sea, el afecto de cualquier persona. Cualquier ser de su misma especie les sirve y a él se dirigen para que tenga a bien concederles un poco de amor, incluso una migaja.
Si son correspondidos en su búsqueda de afecto, se vuelven las criaturas más amorosas del orbe, y se deshacen en buenas palabras y en sonrisas, pero si, por el contrario, no son correspondidos, entonces se convierten en seres cargados de rencor, pérfidos, capaces de mortificar a la persona que no ha transigido a sus chantajes emocionales. Siempre que se les presenta una buena ocasión, boicotean todo lo que esa persona proponga o disponga. Sin el menor rubor, le muestran bien a las claras su desprecio y su hostilidad. Son, de alguna forma, individuos egoístas que solo miran por ellos y que nunca se hacen cargo de las necesidades de los demás. Se creen que solamente ellos arrostran problemas en la vida, o peor aún, que los problemas de los demás no valen nada en comparación con los suyos.

Para dejarlo claro desde ahora, Norberto impuso que en nuestra convivencia no debía de haber nada de amor ni de afecto sentimental, y como la barrera entre el cariño y el afecto sentimental es siempre muy tenue, lo mejor para no sobrepasarla es mantenerse, aun a riesgo de ser tildado de huraño, lo más distante posible respecto a la otra persona. Así al menos lo hice yo.
Aunque no entendí muy bien eso de la caridad, a la cual se refirió Norberto como “la cosa más bella del mundo”, accedí a dar satisfacción al argentino en sus pretensiones caritativas, porque pensé que estaba en una situación crítica que requería obsequiarle con una obra de caridad. Desgraciadamente, pronto me di cuenta de que no era caridad lo que necesitaba sino otra cosa, pero entonces por qué no lo dijo abiertamente. La caridad es una virtud cristiana, y yo la entendí así. Exactamente como la entendió don Miguel de Mañara al fundar su Hospital de la Caridad de Sevilla

Así, di de beber al sediento.
Dí de comer al hambriento.
Di posada al peregrino.
Vestí con mi ropa al desnudo.
No pude, sin embargo, cuidar al enfermo, porque el argentino nunca estuvo enfermo.
Tampoco pude enterrarlo ni redimirlo de su cautiverio por razones obvias.

Practiqué la caridad, pues, como la practicaba don Miguel Mañara. Pero cuando no hay ser necesitado, difícilmente puede haber caridad. Si Norberto no entendía la caridad en un sentido cristiano, en qué sentido la entendía. La caridad puede implicar el cariño sentimental, pero en general lo excluye, porque busca sobretodo el amor a Dios, y por él auxilia al prójimo, no por el prójimo mismo, sino por Dios. Hice mucho más de lo que debía, porque ni me sentía cristiano ni tenía ninguna necesidad de salvar mi alma (pero tampoco cometí la indignidad de hacerme pasar por un cristiano). Él, en cambio, y aunque nadie se lo tome en serio, tenía muchas “aspiraciones religiosas”. No puede, sin embargo, haber misericordia para con el prójimo, si éste no es honesto. Nadie puede exigir caridad al otro, si él mismo no es capaz de dar caridad a quien se la implora. Todo esto es muy lógico, pero cuando uno hace de la incoherencia su filosofía de vida, nada razonable se puede esperar de él, más allá de las riñas y de los reproches, y de eso, y como es natural, hubo mucho entre nosotros dos.

Aunque, si una vez me apiadé del argentino, no veo por qué ahora debo reprochármelo o reprochárselo. Mis miserias no son menores que las suyas; mis torpezas tampoco desmerecen de las suyas. Aunque a mi, quizás, me salve la palabra y a él le condene su orgulloso ( o tal vez avergonzado) silencio, tampoco esto importe mucho, y en el fondo cada uno representemos, de la mejor manera posible, nuestros papeles sobre este escenario tan estrafalario, y a la vez tan hermoso, que es el mundo.

Como dijo don Miguel de Mañara en su Discurso de la Verdad:

Y así dijo muy bien Epitecto que este mundo era una comedia que en el todos somos farsantes; unos hacen papel de reyes, otros de esclavos; unos de tullidos y otros de ricos; unos de sabios, y otros de ignorantes; unos apenas representan 4 palabras, otros tienen el papel muy largo, según el autor de esta comedia les dio; y cada uno de lo que debe hacer es el papel que le cupiere con perfección, el tiempo que le durare; que el repartir los dichos y papeles, al autor solo le toca, que por postre estas figuras que representamos, se han de acabar, y en quitándonos del tablado de este mundo, todos quedamos iguales, y en polvo y tierra resueltos: representamos lo que no fuimos, y no somos lo que representamos.