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viernes, 17 de febrero de 2012

UN BESO ARGENTINO PARA SAN FRANCISCO

EL BESO A SAN FRANCISCO

( Cuento que narra como, tras aparecérsele San Francisco en una darkroom, el argentino cambió de vida)

PRIMERA PARTE
Era de noche en Barcelona. Sin embargo, el cielo estaba tan plagado de estrellas que irradiaba un resplandor casi auroral. Uno, contemplándolo tan luciente, hubiera sospechado que estaban a punto de dar las nueve de la mañana; una falsa impresión, porque en esos momentos los relojes marcaban tan sólo las dos de la noche. A pesar de lo intempestivo de esa hora, las calles del centro rebosaban tanto de gente como de frío. Lo segundo se justifica porque Barcelona estaba atravesando un invierno muy riguroso; lo primero, en cambio, se esclarece si se tiene en cuenta que se trataba de la madrugada del domingo, ese período de tiempo tan idolatrado por muchos jóvenes, y no tan jóvenes, de nuestro mundo.

Entre esos no tan jóvenes se encontraba un argentino alto, corpulento, teñido de rubio, rozando los 42 años. Sólo Dios sabe por qué ese hombre decidió recorrer más de 14.000 km para rehacer su vida en la capital catalana. Era un tipo con ínfulas espirituales, que se ufanaba ante los demás de profesar una fe espontánea y elemental en Cristo, que sentía una devoción rayana en lo mitómano por San Francisco de Asís o santa Teresita, una fe que aunque él proclamara que estaba revestida de candor y lealtad, resultaba, en el fondo, muy incoherente. Porque cómo diablos se puede conciliar la promiscuidad gay con el Ágape cristiano sin violentar los mismos principios invocados, tan elocuentemente, por las Epístolas de San Pablo. Son, lo cristiano y lo promiscuo, dos conceptos absolutamente insolubles entre sí, y sin embargo, el argentino, influenciado por las ideas de sus amados compendios de psicología, así como por los tópicos imperantes en la frívola Comunidad Gay y otros prejuicios varios, los consideraba no sólo compaginables sino hasta complementarios. Le parecía, pues, de lo más pío rezar un Ave María tras sodomizar a un desconocido, o incluso negar la palabra a quien, a cambio de nada,  le había tendido la mano. Esos actos y otros de mayor inmoralidad los perpetraba sin sentir por ello el menor remordimiento ni tampoco el deseo de ejercer, en un confesionario cualquiera, el sacramento de la penitencia para congraciarse de nuevo con el Altísimo. Era, en fin, un tipo peculiar, quizás demasiado peculiar.

Esa noche, el argentino tenía ganas de alborotarla, lo cual en su singular forma de entender la vida significaba que tenía ganas de sexo y de diversión alocados (mucho más de lo primero que no de lo segundo). Así que para dar rienda suelta a sus más oscuras pulsiones, acudió a uno de los múltiples clubs gays de la Ciudad Condal. El Chongo Jodón, que así es como se le conocía en sus círculos más íntimos, eligió un local sito en el inicio del Passeig de Gràcia. Allí, vistiendo unos pantalones negros de cuero, bailó, con un vaso de Mojito en la mano, tanto como su cuerpo quiso. Allí sonrió, mirando de soslayo a posibles compañeros de cama, tanto como su alma quiso. A medida que  la noche fue avanzando, al Chongo le apeteció cada vez más tirarse a uno de esos cuerpos que pululaban a su alrededor, ávidos de desahogarse, ellos también, con el primer bicho equipado con buen un par de huevos. Había especialmente tres de ellos que lo tenían del todo hechizado. Qué ganas más salvajes le entraron de darles estopa¡¡

Sin embargo, cada uno de esos cuerpos estaba ya emparejado, por lo cual se autoexcluían de todo tráfico carnal. Con un cierto deje de frustración reflejado en su rostro, el Chongo se dispuso a entrar en el cuarto oscuro, con la esperanza de que el azar le deparase una bella carne con la cual paliar el revés de no poder practicar, con los tipos antes referidos, ningún derecho a roce.

Tras cruzar el umbral de la darkroom, sus ojos tardaron unos pocos segundos antes de aclimatarse a la oscuridad, pero una vez ya adaptados a ella, se pusieron a acechar, entre las sombras, posibles presas. El Chongo Jodón, muy curtido en el oficio de la caza furtiva, recorrió cada uno de los recovecos de ese “coto de las delicias”, consciente de que en los escondrijos más inesperados puede hallarse al mejor ejemplar. Su cuerpo, mientras rastreaba los bajos fondos, rozaba con otros cuerpos, excitándose sobremanera con cada uno de esos roces. De repente, en una esquina aparentemente desierta, se percató de la presencia de una figura algo bajita que despertó en él un poderoso instinto de posesión. Sin pensárselo dos veces, se fue hacia ella con intención de acorralarla entre sus brazos. Estaba convencido de que esa criatura no se le resistiría. Así, con la autoestima por las nubes, se puso enfrente de ella y, sin la menor vacilación, extendió los brazos hacia delante, de manera que el cuerpo de su presa quedara trabado entre ellos. Al Chongo le encantó la sensación de tener a su merced a ese puto tan adorable, de saberlo sujeto a las reglas de juego que él, y sólo él, dictara. Aunque no discernió con nitidez, por culpa de la oscuridad, las facciones de su “petiso”, lo poco que vislumbró  fue suficiente para ponérsela dura. Así, a medida que se empalmaba, iba arrimando su cintura contra la de su presa, a la vez que abría sus piernas para ceñir mejor a las de su “petiso”. De repente, sus genitales contactaron con  los del otro, justo entonces una envolvente euforia  se apoderó de toda su anatomía, y bajo el influjo de tan afrodisíaca  euforia, empezó a retorcer sus “pelotas” contra la carne de su presa, mientras le susurraba al oído, con el tono firme de quien se sabe, por estar en posesión de todos los ases, el ganador de la partida: "sos mío, petiso, sos mi petiso, solo mío, sólo mío…”. Incomprensiblemente para el Chongo, “su petiso” empezó a agitarse, como si quisiera evadirse de las garras de su depredador. Semejante tentativa de evasión desconcertó mucho al argentino. Su primera reacción ante ese contratiempo fue interpretarlo como un gesto de rechazo del otro hacia él, pero como el puto no pronunció ninguna palabra, ni de repulsa ni de aprobación, consideró ese silencio como un pláceme tácito a dejarse embestir, más aún, esas convulsiones le demostraban, bien a las claras, unas irrefrenables ganas de jugar por parte del petiso. En efecto, pensó el Chongo: mi petiso quiere jugar conmigo y con mi pinga, se muere de ganas, el muy puñetero, de jugar al “ponla y sácala”… pues le voy a dar una buena dosis de jolgorio a mi lindo petiso”. 

Dispuesto a consumar su plan lúdico, el Chongo agarró del pescuezo a su presa, haciéndola girar como si fuera un muñeco de trapo, hasta que la tuvo de espaldas a él. Entonces la enlazó con los brazos para apretujarla contra su pecho. Una vez lo tuvo, al puto, bien atenazado, empezó a levantarlo y bajarlo, como si fuera una pelota de carne. De vez en cuando, le hacía cosquillas en el vientre, lo cual provocaba que su presa se convulsionase de una forma muy virulenta, pero esas convulsiones no disuadieron al Chongo de sus intenciones lúdicas, justo lo contrario, pues las interpretó como una confirmación de que al petiso le iba la marcha. Así, con la intención de darle marcha, lo apretujó aún más, como si quisiera espachurrarlo entre sus músculos, mientras le susurraba al oído, entre risitas: no te me vas a escapar, petiso mío, te quiero achuchar mucho, sos mi osito de peluche, mi osito barbudo, me pone tu barbita, me ponen tus orejitas, mira como te las lamo…” Y, medio aturdido por el placer, se las lamía, mientras imaginaba nuevas formas de retozar con su presa. Le excitaba tanto la idea de poder hacer con ella lo que le saliera de los mismísmos. Tan a huevo lo tenía que lo sentía como a una barra de plastilina a la cual se le puede dar la forma que a uno se le antoje. De flor, de gatito, de letra tau, de pez, de boca… cuántas formas pasaron por la imaginación caprichosa del Chongo Jodón, quien, a la sazón, se sentía como un niño ilusionado en plena noche de Reyes, convencido de que ese lindo puto era el regalo que le correspondía por su buena conducta. Un maravilloso regalo para su juguetona pinga emergente.

Cada vez más caliente, el argentino empezó a desabrocharse los pantalones con la intención de sacar su miembro. Quería que el petiso se lo mamara. Una vez con la pija al aire, ordenó a su puto que se agachara para darle placer, pero éste permaneció inmóvil. Algo disgustado por la pasividad de su compañero, el Chongo decidió cambiar de táctica. Omitiría todo prolegómeno que postergara su verdadero fin: “la copulación contra natura”. Decidido, pues, a cumplir sin más rodeos su plan sodomizador, posó la mano sobre el trasero de su petiso, pellizcándoselo, propinándole, con entregada fruición, sonoras palmadas, mientras le susurraba: "Che, boludo, este culito tan rollizo lo quiero tomar, ¿querés, petiso mío, que te lo mime? ¿ querés, lindo puto, que mi tonga le dé muchos mimos?… Inmediatamente su delirante imaginación proyectó la imagen de un títere accionado por una dura pinga. De niño siempre le habían maravillado los espectáculos de marionetas. Le complació mucho la idea de concebir a su miembro viril como a una traviesa mano que se adentraba, para moverlo según su voluntad, en las entrañas de su lindo puto. Serían ambos, tan pronto lo montara, como dos cuerpos uncidos por una sola voluntad. Dos carnes gobernadas por una sola alma. Se sintió arrebatadamente  feliz ante la perspectiva de que su alma tomara posesión de otro cuerpo. Adoraba, el Chongo, a su espíritu y por eso mismo le pareció muy bello que éste se propagara por la carne de su petiso, que toda la anatomía de éste se convirtiera en un hogar santo para aquél. Su proselitista Espíritu conquistaría a esa criatura hasta poseer cada migaja de su mente y de su cuerpo. No cesaría  hasta dominar por completo la voluntad de su petiso. Deseaba tanto controlar su cerebro para gobernarle el carácter, para administrarle las costumbres o para moldearle a su antojo los actos. Haría de él un sumiso Frankenstein. Lo convertiría en un bello especimen cuyo único fin sería adorar al Chongo Jodón.  Le excitó tanto al argentino la idea de sentirse adorado, como un ídolo de oro, por su petiso, que se lo imaginó como un montón de nieve que, por la obra de sus manos, se convertiría en un muñeco de nieve, hecho a imagen y semejanza suya, un muñeco que lo adoraría cuanto más lo hiciera gozar. El argentino, ansioso ya por sentirse el ser más adorado de la tierra, ardíó en deseos de hacer gozar a su petiso. Y obcecado con esa voluntad de adoración, procedió a desnudarlo.


FIN DE LA PRIMERA PARTE