La catarsis de david y Carles
Ayer fue un día que bien merece ser recordado. Yo y David lloramos
abrazados, mientras un sentimiento de tristeza sobrecogedora se apoderaba de
nosotros. Por decirlo a la manera de los griegos, entramos en catarsis, es
decir, a través del llanto purgamos las más turbadoras angustias que anidan en lo
más hondo de nuestra alma. Fueron unos pocos minutos, pero de tanta intensidad
que uno tenía la sensación de estar viviendo una vida entera, todo ella
concentrada en esos pocos instantes. Se unieron los cuerpos, pero también se
unieron las almas forjando una especie de alianza sacra destinada a durar para
toda la eternidad. Al menos así fue vivido por los dos, lo cual no es óbice
para que el futuro nos depare nuevas adversidades que la resquebrajen. Ayer,
sin embargo, nuestras almas formaron una especie de aleación espiritual capaz
de sobreponerse a los más duros golpes de la vida. Nos unimos más allá de la
carne, y esa unión, esa asociación, esa amalgama, esa cohesión, esa fraternidad
entre los dos, iba, así lo sentí yo, segregando en el interior de nuestros
corazones una especie de alegría que, de alguna manera, disolvía la tristeza
que brotaba de nuestros pensamientos, arrastrándonos hacia una extraña e insólita
felicidad. Así que llorábamos, pero a la vez estábamos, por decirlo de alguna
forma, felices. Por eso, esta mañana al recordar lo vivido me sentía más feliz
que triste. Una felicidad teñida de desasosiego, porque me resulta muy fácil
ponerme en el lugar de David, aunque a él le cueste entenderlo. Como bien decía
Wiliam Shakespeare: “no amo menos porque parezca que ame menos”.