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lunes, 23 de mayo de 2011

ME ABURRÍ TANTO JUNTO AL ARGENTINO

ME ABURRÍ TANTO JUNTO AL ARGENTINO

Me aburrí yo y se aburrió él. Los dos nos aburrimos soberanamente. Saber quien de los dos se aburrió más es algo que supera la capacidad de todo intelecto humano, razón por la cual me limitaré a constatar la existencia de tal aburrimiento, evitando en lo posible toda comparación. Aún así, no puedo dejar de recordar, con desoladora tristeza, que a veces sentía miedo de aburrirme junto a al argentino. En las ocasiones que sentía semejante sensación, daba vueltas como un animal desorientado por la ciudad, con el fin de retrasar todo lo posible el temido instante de cruzar la puerta de mi piso. Allí, tumbado sobre una alfombra del comedor, me esperaba el argentino, preparado para aburrirse junto a mí.
En efecto, nos aburrimos letalmente. Estuvimos muchas veces muertos de aburrimiento, mirando, como idiotas, programas lamentables de televisión. No supimos trascender el aburrimiento, nos quedamos estancados en él. En realidad, no cabía imaginar ninguna liberación que nos condujera a una existencia más amena. El argentino estableció unas normas para nuestra convivencia que nos acabaron condenando al aburrimiento más absoluto. No es éste el lugar más indicado para que me explaye sobre esas normas tan castradoras. Baste decir que el argentino pretendió con ellas coartar lo más humano que hay en mí. Fue casi como un desafío a la naturaleza que impulsa a los hombres a ser como son. Obviamente, la naturaleza acabó imponiendo, como es previsible, sus propias normas, y la convivencia que el argentino había planeado para nosotros dos se desmoronó con implacable irreversibilidad. Con sus normas quería el argentino, así al menos lo interpreto yo, convertirme en un organismo impasible, en una especie de bloque de acero, en una carne piadosamente santa, en un instrumento de Dios ( la Providencia decía él) que existía sólo para avituallarlo, algo así como un asistente a quien se le ha despojado de toda capacidad de sentir, pero yo nunca he sido nada así, y tampoco he deseado nunca serlo. Soy una persona que quiere ser humildemente feliz. Esto, que es una obviedad casi ofensiva, el argentino no supo o no quiso comprenderlo. Estaba demasiado concentrado en sus necesidades y sueños como para pensar en ese pobre desgraciado que seguramente debía ser yo para él. No me ofende para nada ese desprecio de el argentino hacia mi persona, porque quien tiende la mano a otro nunca puede ser un desgraciado, todo lo más será un iluso. Un bendito iluso.


Así es. Me aburrí mucho, y por la misma regla de tres, el argentino también se aburrió mucho. A ciencia cierta, no sabría decir quien de los dos se aburrió más. Pero, como no me parece nada legítimo hablar en nombre de otro, hablaré sólo del inmenso aburrimiento que experimenté en primera persona mientras conviví con él.
En primer lugar, intentaré concretar la clase de aburrimiento que viví junto al argentino, ya que hablar de aburrimiento a secas sería demasiado vago, ostentosamente impreciso. Y eso es justo lo que menos le conviene a ese aburrimiento. Pues para mí fue un aburrimiento sólido, macizo, incluso pétreo, con unos contornos bien delimitados, incluso con un centro geométrico, accesible a los ultrasonidos. Creo que poco me equivocaría, si afirmara que ese aburrimiento se podría pesar como las manzanas o medir como una caja de galletas. Era un sentimiento cosificado, pero más que por sus cualidades materiales, destacaba por sus evidentes efusiones psicológicas. Era un aburrimiento hiriente y claustrofóbico. Un tedio que inyectado en una dosis excesiva podría provocar impulsos suicidas, pero para que tales tendencias se desarrollaran hubiera sido necesario sentir una fe ilimitada por la persona que las suscitaba, lo cual, afortunadamente no fue el caso. Y es que, mientras conviví con el argentino, siempre presentí que él no iba a aportar nada de bueno ni de saludable a mi vida, razón por la cual nunca cuajó en mí ninguna fe hacia él, y por lo tanto nunca me abrumaron veleidades suicidas. Y lo que al principio sólo fue un incipiente presentimiento, acabó por ser una incontestable evidencia. En efecto, el argentino nunca me aportó nada, absolutamente nada. Sólo vivía para él y para sus objetivos, y a mí no me tenía en cuenta para nada. Me consideraba como una criatura que había interpuesto la Providencia en su camino para socorrerle. Pero ahí se equivocó de medio a medio. Yo era su prójimo, alguien creado a imagen y semejanza de Dio, y por lo tanto, un fin en mí mismo. El argentino nunca lo debió ignorar, sobretodo él, que presume de amar tanto las enseñanzas de San Francisco de Asís. Pero lo olvidó. Estoy convencido que nunca sintió nada, ni bueno ni malo, por mí. Nada, ni un átomo de afecto. NADA¡¡¡