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domingo, 11 de septiembre de 2011

BUENOS AIRES Y SEVILLA: DE LA NADA AL SER.


Carles en el patio de la casa de Pilatos, en Sevilla.

BUENOS AIRES Y SEVILLA: DE LA NADA AL SER.

Aclaro, para evitar malos entendidos, que describo a Buenos Aires desde una Sevilla en plena Semana Santa, cuando la capital hispalense se convierte en la cosa más bella del mundo. No soy, pues, neutral ni tampoco quiero serlo.

BUENOS AIRES: LA CIUDAD SIN DIOS

Buenos Aires es la tierra de Norberto. Es una ciudad poco original. Una especie de sucedáneo arquitectónico. Hecha a imagen y semejanza de las capitales europeas, no tiene suficiente espíritu como para ser algo más que piedra y carne conjuntadas por el tango. Casi todos los edificios bonairesenses han sito tomados, por decirlo de alguna forma, prestados de Europa. El mismo Norberto   me lo confirmó al afirmar que Madrid le recordaba demasiado a Buenos Aires. Incluso, al pasear por la capital española, se pensó que estaba en Buenos Aires. No es extraño que lo pensara, pues muchos edificios madrileños han sido exportados, como se exportan los muebles o los albaricoques, a la capital de la Argentina. Por otra parte, es sintomático que Madrid y Buenos Aires se parezcan tanto. La capital española es una de las ciudades menos agraciadas de Europa. Apenas conserva ningún edificio digno de cuando fue la capital del mundo. Nada, a parte de unas toscas iglesias y unos insulsos conventos, queda de esa memorable época en que no se ponía el sol en los dominios del imperio español. La mayoría de los edificios que fotografían los turistas que acuden a Madrid son un pastiche, edificios pomposos que mezclan estilos arquitectónicos del pasado sin rigor ni tacto, caóticamente. Madrid es la capital del pastiche. Cuando uno viaja a Roma, a Viena, a Paris, siente, en sus extraordinarios edificios, la gloria del pasado. En Madrid nada de eso se siente, porque nada de antiguo queda. En Buenos Aires ocurre tres cuartos de lo mismo, pero con la diferencia, a favor de la ciudad rioplatense, que como ésta no ha tenido pasado no puede, en buena lógica, exhibirlo. Todo lo vetusto que observamos en sus calles es una imitación en el mejor de los casos, porque en el peor es una copia gélida y desangelada. Madrid, a pesar de estar rodeada de ciudades provistas de maravillosas catedrales góticas, posee un bodrio de catedral. Yo mismo soy más viejo que su catedral, que se consagró, a lo más, hace veinte años. La catedral de la Almudena es horrorosa, ridícula y pretenciosa. Un colosal pastiche concebido con más pena que gloria. Lo mismo se puede decir de la catedral metropolitana de Buenos Aires, una vulgar imitación de la Iglesia de La Madeleine de París. Un edificio muerto, sin aliento imaginativo. Madrid posee el Palacio Real, una de las pocas cosas dignas de la capital, al lado del cual la Casa Rosada es una choza. Desde las estancias de ese palacio se gobernaron no sólo los destinos de los argentinos sino también los de media América. A pesar de la fastuosidad y de las grandes obras de arte que atesora, (cuadros espléndidos de Goya, Velázquez o Caravaggio), es un edificio sin carácter español, que si en lugar de estar donde está, estuviere en París o en Roma, nadie se extrañaría de ello. Buenos Aires, por el contrario, supera a Madrid con su Palacio del Congreso, (imitación de los congresos norteamericanos, a su vez inspirados en edificios italianos) y con el teatro Colón (imitación de la Scala de Milán). Madrid, en cambio, cuenta con una de las colecciones de pinturas más impresionantes del mundo. Gracias a ella se convierte, todos los años, en la Meca para millares de amantes del arte. Vale la pena recordar que muchas de ellas se pintaron en el mismo Madrid. Los reyes españoles que no mimaron mucha la arquitectura de su capital se desvivieron, en cambio, por dotarla de algunos de los más bellos cuadros de la historia.
Muchos rioplatenses sintiendo que su ciudad no tiene empaque artístico ni originalidad arquitectónica, envidian la grandiosidad monumental de las capitales europeas. Sienten, por así decirlo, a su ciudad como una nada, en el sentido de que toda imitación es una nada( una nada relativa, se entiende) respecto al modelo a partir del cual ha sido creada. Su mismo ser proviene de otro, sin el cual nada sería. Los argentinos saben que los originales están en Europa y por ello muchos de ellos sienten el impuso de viajar hacia las capitales europeas para contemplarlos cara a cara. Allí está lo original, lo genuino, lo verdadero. Sienten, de alguna manera, que su ciudad es falsa. Es un espejismo. Incluso un vacío. Igual como las almas de los creyentes necesitan elevarse hacia los cielos para contemplar a Dios, a imagen y semejanza del cual han sido creadas, los rioplatenses necesitan viajar a Europa para contemplar, cara a cara, las ciudades a imagen y semejanza de las cuales ha sido creada su Buenos Aires. Sabiéndola una copia, sienten la necesidad de dirigirse hacia el modelo original, hacia el Creador que lo hizo realidad. Presienten, pues, a lo lejos, el aliento del Creador y hacia él corren, en sueños o de verdad, muy ilusionados. Buenos Aires es la ciudad sin Dios.

SEVILLA: LA CASA DE DIOS

Sevilla es la tierra de David. No es una ciudad al uso, al menos durante la Semana Santa. Entonces, y solo entonces, es un milagro de piedra que huele a incienso y jazmín blanco. Sus jardines son prodigiosos; los patios de sus casas, abarrotados de tiestos con claveles y geranios de todos los colores, deslumbran a nuestros ojos. Sus callejuelas, con casitas de colores rojos, ocres, naranjas y blancos, rebosan historia y espiritualidad. Qué maravilla adentrarse por el Barrio de Santa Cruz, el mismo que poblaron los judíos medievales, y perderse por el laberinto bellísimo de sus callejones y plazuelas. Lo mismo se puede decir de los fabulosos palacios sevillanos. Entre los cuales sería imperdonable no mencionar la Casa de Pilatos, con su patio renacentista, cuajado de maravillas mudéjares y su escalera, con majestuosos azulejos y yeserías, coronada por un haz sin igual de mocárabes de madera. El palacio de Dueñas, con patios atestados de palmeras, hortensias, alhelíes, rosas y azucenas. El palacio de la Condesa de Lebrija con los suelos embellecidos de mosaicos auténticamente romanos, arrancados de las casas de la vecina Itálica, porque Sevilla fue romana, y de esa época aún quedan muchos restos, como su fabuloso anfiteatro. Sin lugar a dudas, el mayor recinto civil de Sevilla lo constituyen los Reales Alcázares, Patrimonio de la Humanidad. Fueron levantados por alarifes venidos del cercano Reino Nazarí de Granada. Toda la gracia de los artistas moros luce en ellos de forma esplendorosa. Pero donde Sevilla brilla con luz propia es en sus iglesias, en sus fastuosas iglesias, edificadas con el oro de América. Cuánto derroche decorativo anida en ellas, cuántas pinturas y cuántas esculturas sensacionales¡¡ Que portento de arte se desparrama entre sus paredes¡¡¡ Si ellas ya nos dejan sin aliento, cómo no quedarnos extasiados ante la Gloria de Dios hecha piedra que es la Catedral de Sevilla. Si quienes la mandaron construir pretendían que presintiéramos la majestuosidad del Verbo, voto a Dios que lo consiguieron plenamente. Cuando el alma contempla el formidable retablo mayor, el más grande del orbe, recubierto de pan oro, se queda como si el mismo Jesús la abrazara para llevarla hacia Dios. Todo lo anterior siendo mucho, no es nada, a penas una migaja de pan duro, cuando se lo compara al espectáculo sobrecogedor que son las procesiones que recorren las calles sevillanas. La música, el olor, los colores de los nazarenos, los increíbles pasos, todo es de una belleza sobrenatural. Dios mío, no hay palabras para describir lo que se siente cuando, a lo lejos, se ve avanzar al Jesús del Gran Poder, el Señor de Sevilla. Es sólo madera policromada, pero cuántos vivos no tienen la vida que rezuma por todos sus poros esa soberbia escultura. Sin lugar a dudas, durante la Semana Santa las almas de los sevillanos no necesitan elevarse hacia Dios, porque Dios ha bajado a la tierra para pasear por las calles sevillanas. Sevilla es la casa de DIOS.