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lunes, 11 de junio de 2012

EL BESO ARGENTINO A SAN FRANCISCO. Primera parte de la CUARTA ENTREGA.


ADVERTENCIA: van a venir próximamente seis entregas que intentan, no tanto describir hechos como sensaciones. Me refiero a esas pulsiones que habitan en lo más hondo del inconsciente y que no pueden ser racionalizadas, a lo sumo sentidas. Al hilo de lo anterior lo que se va a narrar en las siguientes entregas es puramente introspectivo. Así, si alguien estuviera al lado del argentino, no vería ni oiría nada de lo que se narra, puesto que lo narrado es  la traducción a un lenguaje visual y sonoro de algo inexpresable, de algo personal e intransferible. Es decir, el argentino no hace lo que se dice que hace, sino que lo siente. A continuación, pues, vendrán seis entregas que corresponden a tres historias eróticas.


1 El Chongo y el pakistaní, donde se contraponen dos patrones de conducta antagonistas, el del hombre experto versus el inexperto. Así mismo se describen las sensaciones asociadas a ambos patrones.


2.- El Chongo y el “españolito”, donde se contraponen dos patrones de conducta antagonistas, el del hombre activo versus el pasivo. Así mismo se describen las sensaciones asociadas a ambos patrones.


3 .- El Chongo y el “inglesito”, donde se contraponen dos patrones de conducta antagonistas, el del hombre brusco ( es decir, agresivo) versus el manso. Así mismo se describen las sensaciones asociadas a ambos patrones.



CUARTA ENTREGA


 

Entonces, mientras planeaba cómo cazar a su escurridizo petiso, intentó recordar cuál había sido su última víctima en esos mismos parajes. Tras unos segundos de exploración neuronal, dio con el recuerdo buscado. Su memoria proyectó la imagen de un pakistaní de nariz abultada, labios carnosos y cejas muy pobladas, peinado con la raya en el centro.


 

Desde que había recalado en Barcelona, el Chongo se había apercibido del gran número de forasteros de todas las etnias que la poblaban: asiáticos, africanos, musulmanes, arios, etc. El argentino, ávido de engrosar su lista de conquistas, pronto sintió la necesidad de probar cómo sabían las carnes de otras latitudes. Como en su Buenos Aires natal no prodigaban los especímenes exóticos, le pareció de lo más razonable sacar tajada de los múltiples “chollos”  que le brindaba su nuevo país de acogida. Siempre había considerado muy instructivo ampliar sus horizontes con nuevos conocimientos. Así que, sin ningún tipo de prejuicio racista, se dispuso a abrirse de mente y, sobre todo, de cuerpo.


 

Muchos habían sido los elegidos para saciar sus voraces ganas de ilustrarse: entre los cuales, recordaba al pakistaní antes referido. Lo conoció un viernes, a las cuatro de la madrugada. Nada más que lo vio en un recoveco del cuarto oscuro, tuvo muy claro que se lo beneficiaría. Antes de pasar a la acción, lo espió para extraer información que le permitiera un exitoso asalto. El Chongo estaba muy curtido en la caza nocturna. Su experimentado instinto depredador le sirvió para apercibirse de que su presa era todo un pipiolo. Quizás fuera la primera vez que el pakistaní se aventurara a franquear una darkroom. Quizás acabara de llegar a Barcelona, quizás, y al igual que él, no tuviera los papeles en regla. Probablemente estuviera ávido de dar rienda suelta a todas  las pasiones que había tenido que coartar, para salvar el pellejo, en su recatado país de origen, pues bien sabido es que las leyes del Pakistán condenan a la cárcel ( incluso a la cadena perpetua), a todo aquel incauto al que se le sorprenda practicando  actos homosexuales. 


 

Una vez que el argentino estuvo al tanto de la bisoñez del pakistaní, pensó para él que sería una víctima fácil. Sabía, por la experiencia recopilada a lo largo de muchos años, que lo que  daba mejor resultado para trincarse a un novato era echarle morro al asunto. Y como de eso el Chongo iba más que sobrado, presintió que aquel pipiolo pronto caería en sus garras. “A quien vacila, la  vida se le escapa”, solía decir para ilustrar su peculiar y expeditiva filosofía de vida.


 

Y con la sangre fría y la jeta de las cuales hacía gala en casos similares, el argentino inició las operaciones cinegéticas. Tan pronto como se percató de que su presa entraba en un cubículo, se fue a toda prisa hasta la entrada de éste, y una vez allí extendió los brazos hacia los marcos de la puerta, como si quisiera impedir la circulación a toda persona  por esa obertura. Justo en ese momento  le embargó una felicidad depredadora: tenía a  su presa acorralada, lo cual  le proporcionaba una sensación de poder que lo ponía muy cachondo. Desgraciadamente, la oscuridad le impedía ver el interior del cubículo, pero tuvo la fortuna que, detrás de él, un tipo barbudo encendiera un mechero. El fugaz resplandor le bastó al Chongo para hacerse un plano mental de la ratonera en la que estaba atrapado su ratoncito. El volumen de que éste disponía para moverse no debía superar los seis metros cúbicos. Realmente un lugar nada recomendable para mentes claustrofóbicas. Pero el argentino no sentía ninguna angustia por la escasez de espacio, al contrario, la bendecía porque intuía que le facilitaría mucho las cosas. El breve fulgor de antes le sirvió para poder localizar a su pakistaní. Estaba en el fondo del cubículo, con las piernas juntas y las manos enlazadas delante de su vientre. Era obvio que el asiático se sentía inquieto, más bien turbado por la novedad de estar en un sitio completamente desconocido para él. El Chongo, gato viejo, se dio perfectamente cuenta de su ansiedad y de su desorientación. Convencido de que sacaría una buena tajada de la falta de determinación de su presa, preparó el cepo para cazarla.


 

Sin el menor titubeo, el corpulento cuerpo del argentino avanzó hacia delante, extendiendo los brazos y las piernas para que su ratoncito no se le escabullera. Tras dar cuatro pasos se detuvo, justo entonces el tipo barbudo de antes asomó su mechero en el interior del cubículo. Una luz tenue iluminó el desangelado espacio limitado por cuatro paredes mugrientas. El resplandor fue suficiente como para que el pakistaní percibiera la sonrisa arrogante del argentino y para que éste, a su vez, se percatara de la cara asustada de aquél. No debería de haber más de veinte centímetros entre los dos. Una distancia demasiado corta como para que un agobiado pakistaní no sintiera la necesidad de salir afuera para recuperarse  de toda esa vorágine de sensaciones tan nuevas (y tan turbadoras) para él. Pero el cuerpo del argentino le cerró el paso. A pesar de semejante obstáculo, el pakistaní persistió en su decisión, empujando atolondradamente las carnes del Chongo, quien sin apiadarse lo más mínimo  de la desesperación de su presa, contrajo sus brazos sobre el tórax del asiático, y una vez lo tuvo bien atenazado, avanzó empujándolo hacia delante. Unos cortos pasos bastaron para que la espalda del pakistaní chocara contra la pared trasera del cubículo. Entonces, el Chongo, retirando los brazos, apretó con su pecho el pecho de su presa, como si quisiera aplastarla contra la pared. Ésta, muy angustiada por la sensación de estar siendo apisonada, empezó a convulsionarse frenéticamente. Sus violentos espasmos no impresionaron a su aprehensor, quien, con una sangre fría escalofriante, embriagado de placer, tensó más sus músculos para estrujar con mayor vigor al pakistaní.