STATCOUNTER


lunes, 11 de junio de 2012

NORBERTO Y LA INVÁLIDA DE LLEIDA


NORBERTO, LA MINUSVÁLIDA DE LLEIDA Y LA MADRE



Ocurrió en Bilbao. En esa ciudad del norte, Norberto me contó algo sobre una minusválida que me entristeció mucho. No era, por cierto, una minusválida cualquiera, sino una a quien el argentino conocía en primera persona. Sus palabras, más o menos, fueron las siguientes:

“ A punto de cumplir los cuarenta y aún vive con su madre. Debería espabilarse y hacer su propia vida…”

Tanto o más que esas palabras, me disgustó el tono brusco con que las pronunció.  Al oírlas, un glacial escalofrío recorrió cada poro de mi corazón. Mi alma no podía compartir, de ningún modo, semejante reproche tan desafortunado  a una mujer a la que, un despiadado destino, había condenado a estar de por vida en una silla de ruedas ¿Se puede llegar a imaginar el argentino lo que significa no poderse valer por sí mismo? Lo que significa saberse incapaz de recorrer ni un solo metro con las propias piernas. Lo que es sentir la desconsoladora sensación de quererse mover y no poder. Cierto es que hay minusválidos que han sabido superar su invalidez, y son, a su manera, relativamente felices. Pero estoy absolutamente convencido  de que detrás de esa aparente felicidad se esconde una amargura desgarradora y un resentimiento atroz, que, con la mejor de sus intenciones, logran ocultar para no entristecer a quienes los rodean.


Pero cómo pudo, al argentino, molestarle que esa pobre mujer decidiera compartir su vida con su madre. No entendí Nada. Absolutamente NADA (hoy me basta evocar las palabras de Alejandro Jodorowsky para entender el sentido de ese comentario tan inoportuno). Me hubiera gustado mucho amonestarle por esas palabras tan injustas, pero sabía que ello hubiera comportado una áspera discusión entre los dos. Así que, aunque su comentario me dolió en el alma,  decidí no echar más leña al fuego.  Se excedió, sin duda,  en su celo de juzgar severamente la vida de los demás, sobre todo de los que no siente como sus afines.


Que su relación con su madre no fuera lo idílica que  él  hubiera querido, no es razón suficiente para que viera con malos ojos el buen entendimiento entre la minusválida y su progenitora. Se querían, y eso no es malo. A la mierda con lo que digan los libritos de psicología. Allí había amor, así lo entiendo yo, y ese amor debía haberle enternecido el corazón. Seguramente  la minusválida, pues es mujer de ideas avanzadas y de carácter, hubiera deseado hacer su propia vida, pero sus circunstancias no eran precisamente las más idóneas para ello, y además, a uno no siempre le apetece hacer el héroe y echarse el mundo por montera.


¿Por qué el argentino no fue nada empático con esa mujer? ¿Tanto le pesaba su infancia? Si  él hubiere tenido sus diferencias con su madre, ¿qué culpa tenía de eso esa minusválida que tan bien lo acogió en su casa?


Sólo se trataba de ser algo compasivo con el prójimo. De tener un poco de piedad hacia alguien a quien la vida había propinado un revés brutal. Seguramente, el argentino no lo dijo de mala fe, porque también él tiene una herida que le sangra, pero precisamente porque él sufrió debería ser más solidario con aquellos que sufren ahora. Me parece muy bien que se quiera sentir el tipo más feliz de la creación, pero eso no debería representar un obstáculo para  ponerse en el lugar de aquellos que han elegido un modo de vida distinto al suyo o al que recomiendan los tratados de psicología.


Realmente ese día, en Bilbao, sentí la dureza de su corazón. De hecho, ya estaba acostumbrado a sentirla respeto a mí,  pero me resultó inconcebible que la tuviera para con una mujer que no tenía culpa alguna de ser una inválida.

Hoy sé bien que tras esa fachada tan dura del argentino, se esconde una inseguridad desgarradora, que aunque él la sienta como una humillación,   bien debería saber que esa inseguridad también puede ser amada, por él mismo y por aquellos que sienten afecto hacia él. ¿Por qué cree que eso que le causa vergüenza no puede ser amado por los demás? A lo mejor eso constituye su parte más valiosa. Esa inseguridad, esos miedos, y no esa sensación de "hombre que sabe disfrutar de la vida" con la que quiere deslumbrar a los demás, son su mejor parte. Debería aprender a amar su pasado, sus puntos débiles, sus temores infantiles, porque eso le hace más humano ante él, ante los demás y ante Dios.