STATCOUNTER


martes, 19 de junio de 2012

EL BESO ARGENTINO A SAN FRANCISCO ( Segunda parte de la CUARTA ENTREGA)

El Chongo se sintió brutalmente feliz al compararse mentalmente con su presa, a la cual imaginó como a una criatura tímida, insegura, corroída por los remordimientos, dispuesta a reprimir sus deseos, avergonzada  de sus verdaderos sentimientos, proclive a esconderse, timorata, introvertida, sin a penas experiencia sexual, presa de manías y obsesiones. Justo lo opuesto a él: un tipo con dos huevos, sin complejos sexuales ni de otro orden, autónomo, extrovertido, responsable, simpático, resuelto, maduro, etc. Se sentía infinitamente superior al asiático y esa percepción tan obvia de su superioridad lo sumergía en un frenesí convulsivo, que le hacía creer que mientras reducía por la fuerza al pakistaní estaba tocando, con sus propias manos, esa misma superioridad, convertida en algo sólido. De alguna forma, ante su inconsciente, el cuerpo del asiático encarnaba al adolescente que él mismo había sido. De joven, el argentino había sido un muchacho introvertido, inseguro, timorato, insociable, arisco, poco comunicativo, malhumorado, etc. Pero en una lucha sin cuartel el Chongo había logrado dominar su propio ser y convertirse en un tipo psicológicamente "sano". Entonces, sometiendo al pakistaní, rememoraba la terrible lucha que mantuvo consigo mismo, a la vez que se decía a sí mismo: " cuando pienso quien soy y quien fui, me recompongo". Ofuscado por la gozosa sensación de volverse a recomponer a sí mismo, no oyó al pakistaní, cuando éste, acojonado, le imploraba: po favo, siñor, no haceme dañu, po favo, dijame ir, po favoooo...". No lo oyó, pero aunque lo hubiera oído tampoco se hubiese compadecido de él, de la misma forma que no se compadeció de aquel adolescente tan "acomplejado" que fue y contra el cual combatió hasta eliminarlo de su vida. En fin, un delirio más del Chongo.

 

Seguro de salirse con la suya, el argentino siguió incrementando la presión con que comprimía a su presa, hasta que ésta, fatigada por el terrible esfuerzo, consciente de su inferioridad física, decidió dejar de oponerse a la voluntad de su captor. Sus miembros se quedaron inertes, a merced del Chongo, quien, muy congratulado por haber sometido al pakistaní, susurró al oído de éste las siguientes palabras, pronunciadas con un evidente tono sensual:

 

"Che, morocho, ya viste quien es el más fuerte de los dos,  así que portate bien, ok? y vas a ver, relindo morochito, como  la vas a pasar  genial con el Chongo. Sssssss… relajate, morochito, relajate… ssssss… Dejate llevar… ssss... dejate llevar…“.

 

Dichoso por llevar la iniciativa,  el argentino  deslizó su mano hacia los genitales del pakistaní para sobarlos suavemente. El “novato”, tras unos instantes de incómoda turbación, se sintió más relajado. Sin lugar a dudas, el tono afable del argentino, junto con sus melosas y lascivas caricias, dejó al pakistaní a punto de caramelo. A partir de entonces se creó entre ambos un estimulante clima de confianza, bajo el influjo del cual, un cada vez más erotizado pakistaní, posó, dejándose llevar por las pulsiones más oscuras de su alma,   la mano sobre la polla emergente del Chongo, quien interpretó ese tímido toqueteo genital como el signo inequívoco de que el pakistaní se le entregaría sin condiciones. Entonces, sumido en una excitación delirante, el argentino se dispuso a consumar su poder sobre la presa. Con pasmosa rapidez, deslizó sus manos por detrás del pakistaní, las hincó contra sus blandas nalgas y, mientras le metía la lengua hasta lo más profundo de sus entrañas, lo estrechó contra su pecho como si quisiera agregarlo a su cuerpo. A partir de ese momento, ya no lo sintió como algo separado de él. Lo había trasplantado exitosamente a su anatomía. Lo sentía como a un nuevo hígado. Perfectamente incardinado con el resto de partes, deseoso de subordinarse a todas las disposiciones del nuevo organismo al que se acababa de incorporar. El argentino, muy complacido por la buena predisposición del asiático a “dejarse hacer”, se imaginó  a éste como a  un conejito de indias ansioso de someterse al adiestramiento de un  consagrado maestro en el arte del coito. Encantado en su nuevo papel de experto adiestrador, impuso a su aprendiz toda clase de magreos intensivos, hasta que al sentir saciadas sus ganas de jugueteo voluptuoso, el Chongo procedió, con su habitual descaro, a hincarle el rabo en su trasero, previamente lubricado con saliva. El pakistaní, que aún no conocía las prácticas anales, se retorció dolorosamente mientras el grueso falo del Chongo se abría camino por sus entrañas. Una vez que el argentino tuvo bien apoltronada su pinga en las posaderas de su presa, empezó a menearla con energía arrolladora, espasmódicamente, como si quisiera hacer ostentación de su extraordinaria potencia fálica. El pakistaní, por su parte, y a medida que su ano se acomodaba a los ramalazos del miembro  de su captor, empezó a relajarse, dejándose arrastrar por el placer creciente  que lo invadía. El argentino, sabedor de lo mucho que estaba disfrutando su compinche, redobló las convulsiones genitales, mientras que con una mano le agarraba por el cuello y con la otra le manoseaba “el cachirulo”, arrimando a su presa con  toda rudeza hacia él, como si intentara fusionar una carne con otra, a la vez que le endosaba cariñosos bocados  en el hombro.

 

Al Chongo le proporcionaba un placer brutal saber que el pakistaní se correría de gusto gracias a sus envidiables dotes amatorios. Eso le hacía crecer sobremanera su maltrecha autoestima. Cada gemido del pakistaní, el Chongo lo interpretaba como un elogio entusiasta a sus capacidades eróticas, como una ciega adoración a su consumada maestría sexual. Se sentía, pues, el Chongo, adorado incondicionalmente por un cuerpo totalmente rendido a su maestría amatoria. Eufóricamente feliz por esta sensación de saberse adorado y sobre todo por  lo mucho que el pakistaní disfrutaba gracias a él, le espetó:

 

"gozá, morochito, gozá, que el Chongo te va a hacer verle la cara a Dios¡¡¡¡¡"

 

Se sentía un becerro de oro. Un gigantesco becerro de oro entorno del cual bailaban, a ritmo orgiástico, multitud de devotos  que lo adoraban entusiastamente.

 

A pesar de que todos los prolegómenos acabados de describir hacían presagiar un orgasmo de dimensiones míticas. Lo cierto es que el Chongo  gimió tibiamente, mientras descargaba su semen. Para el argentino, la evacuación espermática representaba, sin lugar a dudas, la parte menos interesante del coito. Si por él hubiera sido, la hubiera suprimido. Él sólo disfrutaba con los actos que la precedían. Quizás gastara toda su energía en los preliminares y por eso sus orgasmos fueran tan esmirriados. Lo que más le complacía era “trabajar” con su falo a su “pareja”. Ojala la hubiera podido arar, cosechar, apisonar, excavar, remover, batir, licuar, triturar, etc. Ojala hubiera sido capaz de crear, desde la nada, por el poder de su falo, a su lindo pakistaní. Crearlo, por supuesto, a su imagen y semejanza.