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viernes, 14 de octubre de 2011

NORBERTO Y SAN FRANCISCO DE ASÍS



NORBERTO  Y SAN FRANCISCO DE ASÍS

Hace justo una semana, el 4 de octubre, fue el día de San Francisco de Asís, patrono de la ecología. Este hombre fabuloso destacó por su humildad y caridad hacia todos los seres de la creación. Se llamaba a sí mismo “pequeñuelo” y se consideraba, sobretodo, un siervo de Dios.
Norberto fue, en su juventud, y quizás también en la época actual, un gran admirador de la obra del poverello de Asís. Desgraciadamente, se quedó con la música pero no con la letra. Al menos en nuestra convivencia, la influencia del santo brilló por su ausencia. No sentí, o no supe sentirla, ninguna caridad franciscana del argentino hacia mi persona.
Por mi parte, interesándome más por la letra, me he leído algunos de sus escritos más renombrados. Entre todos ellos, uno de los que más me han impresionado lleva por título: ADMONICIONES. En ellas, san Francisco se dirige a los frailes de su comunidad para encauzarlos por las sendas del Evangelio. Contienen la sabiduría del pobre que se ha despojado de todo y que se pone, con confianza total, en las manos de Dios. A partir de ellas, el santo redactaría las normas de su Regla.

Especialmente me ha llamado la atención la número XXIV, que reza:

Bienaventurado el siervo que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle.

Lo que me maravilla de esta admonición es que, de alguna manera, ilustra mis motivaciones al tender mi mano al argentino y también mi decepción al comprobar que éste encubrió sus verdaderas intenciones.

San Francisco alaba a aquel que ayuda a quien no está bien de salud, porque demuestra una encomiable buena voluntad hacia el enfermo. Según el santo, la bondad y grandeza de ese comportamiento radica en que no espera recompensa, pues es obvio que de un enfermo, y por su misma naturaleza defectuosa y debilitada, no se pueden esperar ninguna clase de correspondencia. Cualquier gesto que se tenga hacia él será un gesto no correspondido, no porque el enfermo no quiera corresponder sino porque no tiene fuerzas, ni anímicas ni corporales, para ello. Sin embargo, y eso es lo relevante, el “ Poverello”, con muy buen tino, y con más sentido común si cabe, relaciona la caridad, el verdadero amor, con la recompensa. Si resulta comprensible que estando malo, alguien no recompense, también resulta comprensible que quien esté bien, sea fraile o no, recompense de alguna manera a quien se preocupa por él, y, por la misma regla de tres, también es razonable que el que ayuda espere alguna recompensa por la caridad o el afecto dados. De ello se deduce que no puede existir ni verdadero amor, ni verdadera caridad, ni verdadera amistad o compañerismo, sin recompensa mutua. La misma idea reluce en su Admonición número IX que reza:

“2En efecto, ama de verdad a su enemigo aquel que no se duele de la injuria que le hace, 3sino que, por amor de Dios, se consume por el pecado del alma de su enemigo. 4Y muéstrele su amor con obras.”

Si no hay obras no hay amor ni amistad ni caridad ni nada.

El argentino, ese mismo que me habló de una “gran depresión” y de unos “ánimos destruidos”, me dijo que no tenía nada que dar, es decir, y en lenguaje franciscano, que no me daría ninguna recompensa. Me dijo que sólo aceptaría mi ayuda si era por caridad (la cosa más bella del mundo según él – sin duda pensaba así por influencia del “poverello”), como dando a entender que eso le eximiría de toda gratificación, porque según él la caridad se hace a cambio de nada. Él lo debe pensar así, pero san Francisco, el mayor filántropo de la historia, no. Y tampoco hace falta que lo diga el “poverello” porque es bien sabido que, desde la prehistoria, las relaciones humanas se fundamentan sobre el intercambio mutuo, nunca sobre la nada. Es más, estoy completamente seguro que era la primera vez que el argentino se atrevía a entablar una convivencia con otra persona sin la intención de recompensarla. Sus palabras (las del argentino), sin embargo, me parecieron de lo más razonables, porque quien está desfallecido bastante tiene con soportar su dolencia, como para que encima tenga que devolver los afectos o los auxilios. Además, la depresión es especialmente perniciosa en relación con las capacidades mentales. Lo sé por experiencia, pues mi padre la ha sufrido durante diez años, así lo acreditan las numerosas bajas y los partes médicos que se guardan en los archivos de la Seguridad Social. Sin duda, es una de las enfermedades más destructivas. Es un mal invisible que socava lo más amado por la persona; su propio Yo. Nunca olvidaré la terrible impresión que experimenté al ver a mi padre, un hombre de hielo, que nunca expresa sus sentimientos, llorar como un niño desconsolado por la congoja que atormentaba su mente. En todo caso, yo sé muy bien lo que es ser un hombre con los ánimos destruidos.

Es verdad que hay muchas depresiones y que cada uno se deprime a su manera. Pero la fortaleza de ánimo y la euforia que despilfarraba el argentino al hablar, no me parecieron, bajo ningún aspecto, como propias de un ser que dice tener los “ánimos destruidos”. Y semejante vigor anímico no afloró al cabo de unas semanas, sino desdel primer día, cuando nos citamos en un bar de Sants. Todas mis intenciones misericordiosas saltaron por los aires, porque no le vi ningún sentido hacer caridad a un ser tan vigoroso y tan proclive a ver los defectos del prójimo. Si estaba mucho mejor que yo, que padecía, por aquel entonces, una galopante infección bucal.

Pero como por los caprichos del destino habíamos coincidido en ese bar, me pareció muy poco prudente contrariar a los hados. Quizás fui un estúpido por creer en tales supersticiones, pero fue así y ya no lo puedo remediar. Además, el argentino me dijo, con voz firme, “cuando me vaya, me echarás de menos”, lo cual contribuyó a que yo dejara de considerar como algo absurdo la convivencia que íbamos a empezar. En mi ingenuidad interpreté esas palabras exactamente a la manera de san Francisco, es decir, “como cuando está sano, que puede recompensarle”. Esperé, pues, una recompensa, porque de otro modo qué sentido iba a tener nuestra convivencia. Nada de malo vi en ello, pero qué podría tener de malo, si hasta el mismo “poverello”, el “segundo Cristo”, relaciona la caridad, el verdadero amor, con la recompensa y con las obras. Al fin y al cabo, no éramos frailes, sino seglares y él (el argentino) bien que recompensaba a muchos extraños y a otros no tan extraños. Desgraciadamente, llevó tan lejos su determinación de no darme nada que no me dio ni las gracias ni el adiós ni tan siquiera la palabra. Me negó la palabra. Sin lugar a dudas, un comportamiento muy franciscano, el suyo.

En efecto, no encontré ninguna recompensa. Todo lo contrario, pues desde bien pronto me obsequió con los siguientes calificativos dirigidos a mi persona: frío, sin corazón, alcohólico, raro, guarro, que no sabes convivir, que no sabes dormir, ruidoso, etc.” Y otra clase de gestos que no se pueden catalogar de muy afectuosos. Realmente, y lo digo de corazón, alguna veces me hizo sentir como un leproso. Por supuesto, no mostró nunca hacia mí el misericordioso amor que san Francisco de Asís prodigaba a sus amados leprosos. ¿ Por qué unos tanto y otros tan poco?


Más le hubiese valido al argentino seguir la admonición XVIII que reza:

1Bienaventurado el hombre que soporta a su prójimo según su fragilidad en aquello en que querría ser soportado por él, si estuviera en un caso semejante.

O la XXVII que reza:

2Donde hay paciencia y humildad, allí no hay ira ni perturbación

Y sobretodo la número XII que proclama:

1Así se puede conocer si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: 2si, cuando el Señor obra por medio de él algún bien, no por eso su carne se exalta, porque siempre es contraria a todo lo bueno, 3sino que, más bien, se tiene por más vil ante sus propios ojos y se estima menor que todos los otros hombres.

Pero quien predica el “amor que enseña la carne” nunca alcanzará la sabiduría que se desprende de la admonición número X que reza:

1Hay muchos que, cuando pecan o reciben una injuria, con frecuencia acusan al enemigo o al prójimo. 2Pero no es así, porque cada uno tiene en su poder al enemigo, es decir, al cuerpo, por medio del cual peca. 3Por eso, bienaventurado aquel siervo (Mt 24,46) que tiene siempre cautivo a tal enemigo entregado en su poder, y se guarda sabiamente de él; 4porque, mientras haga esto, ningún otro enemigo, visible o invisible, podrá dañarle.

Y tampoco la de la número 1 en la que afirma:

6Por eso no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada (Jn 6,64).

Y sobretodo la número II que asevera:

Pero todos aquellos y aquellas que no viven en penitencia, 2y no reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, 3y se dedican a vicios y pecados, y que andan tras la mala concupiscencia y los malos deseos de su carne, 4y no guardan lo que prometieron al Señor, 5y sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales y las preocupaciones del siglo y los cuidados de esta vida: 6Apresados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen (cf. Jn 8,41), 7están ciegos, porque no ven la verdadera luz, nuestro Señor Jesucristo.

No en vano san Francisco de Asís afirma, según la admonición número XVI, que los limpios de corazón son:

2Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero.